Enfrentando una enfermedad que amenaza con arrebatarle todo, un joven busca encontrar sentido en cada instante que le queda. Entre días llenos de lucha y momentos de frágil esperanza, aprenderá a aceptar lo inevitable mientras deja una huella imborrable en quienes lo aman
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Capitulo 18
Aliert despertó una mañana con el sol colándose suavemente por las cortinas, iluminando su habitación con una calidez que hacía que todo se sintiera, por un instante, como un día común. Su cuerpo estaba agotado y sabía que sus fuerzas ya no eran las de antes, pero eso no le impedía levantarse con determinación, recordándose a sí mismo que cada momento contaba ahora más que nunca.
Había tomado una decisión difícil al dejar el tratamiento y sabía lo que eso significaba. No iba a regresar a la escuela; ya no tenía sentido rodearse de libros y tareas cuando cada día era una oportunidad de abrazar la vida de otra forma. Sus padres intentaron convencerlo de seguir asistiendo, quizás como un modo de mantener alguna apariencia de normalidad, pero finalmente entendieron sus razones. Lo que Aliert quería era más sencillo y profundo: quería tiempo. Tiempo para reír con su familia, para escuchar sus historias, para absorber todo lo que pudiera de ellos y también darles lo mejor de sí.
Pasó los siguientes días en casa, compartiendo momentos con su madre en la cocina, observando cómo preparaba sus platillos favoritos mientras conversaban de cosas cotidianas. Había algo profundamente reconfortante en esos momentos, en el aroma de las especias, en el sonido del cuchillo sobre la tabla, y en la tranquilidad de esas pequeñas rutinas. Su madre le contaba historias de cuando él era niño, anécdotas que él ya conocía pero que ahora escuchaba con un sentimiento especial, como si cada una fuera una joya preciosa que quería conservar.
Su padre, aunque menos expresivo, encontraba formas de hacerle saber cuánto lo amaba. A veces simplemente se sentaban juntos a ver televisión en silencio o a revisar herramientas en el garaje, donde su padre le enseñaba a reparar cosas con una dedicación que Aliert veía como un modo de transmitirle lecciones de vida. Su padre no decía mucho, pero Aliert sentía su amor en cada pequeño gesto, en cada instante compartido.
Karla, su hermana, estaba ahí en todo momento, haciendo lo posible por mantener el ambiente alegre. Le mostraba canciones nuevas, intentaba enseñarle algunos pasos de baile e incluso lo convencía de jugar videojuegos cuando sus fuerzas lo permitían. Aunque a veces sus ojos se llenaban de tristeza, ella se esforzaba por hacerle reír, recordándole cómo la vida estaba hecha de esos momentos simples y valiosos.
Y luego estaba Daniel. No hubo día en el que no pasara tiempo con él, y su relación se había vuelto aún más profunda desde que ambos habían confesado sus sentimientos. Daniel le llevaba películas, libros y postres caseros, siempre intentando encontrar algo nuevo que pudieran hacer juntos. Su compañía era como un bálsamo para el dolor que Aliert sentía, y en esos días, ambos encontraron una paz que nunca imaginaron.
Cada paseo, cada conversación, cada mirada entre ellos estaba cargada de una melancolía que ambos entendían. Aliert veía en los ojos de Daniel el peso de la realidad, pero también el amor que intentaba darle sin reservas. Sabía que era difícil para él, que cada despedida temporal tenía un tinte de angustia, como si fuera la última, pero Daniel nunca dejó de estar allí, ofreciendo su apoyo sin pedir nada a cambio.
A veces se escapaban juntos, aprovechando esos días buenos en los que Aliert podía caminar un poco más. Iban al parque cercano, donde el viento fresco y el sonido de las hojas al moverse parecían darles una tregua, un momento de libertad en medio de todo. Aliert apoyaba la cabeza en el hombro de Daniel, y por unos instantes, el mundo parecía detenerse. No hablaban mucho; sabían que algunas cosas no necesitaban ser dichas.
Con sus amigos del hospital, Chris y Mielle, Aliert compartió momentos que llevaban una dulzura única. Ambos lo visitaban con frecuencia en casa, trayendo historias de su trabajo, contando anécdotas divertidas y hablando de las personas que habían ayudado a lo largo del día. Aliert sentía que estos amigos le daban una ventana a una vida que él no tendría, pero en lugar de entristecerlo, lo reconfortaba. Ver a Chris y a Mielle era como un recordatorio de que, incluso cuando él ya no estuviera, había gente buena y dedicada en el mundo, personas que seguirían ayudando a otros como él.
Chris, con su humor y su calidez, le sacaba sonrisas genuinas y le hacía olvidar por un momento las dificultades. Mielle, siempre tan atenta, lo cuidaba como si fuera su hermano, manteniendo un tono alegre incluso cuando la tristeza parecía impregnar el ambiente. Ambos se habían vuelto su familia extendida, y Aliert agradecía tener a alguien más con quien compartir estos días.
Una tarde, mientras estaba solo en su habitación, Aliert abrió su diario y escribió una entrada especial:
"Hoy tuve uno de esos días en los que, aunque el cuerpo duele y la mente está cansada, siento que vivir vale la pena. No sé cuánto tiempo más me queda, pero me siento afortunado. No por lo que me está pasando, claro, sino por las personas que tengo a mi alrededor, por cada abrazo de mi mamá, cada sonrisa de mi papá, cada broma de Karla y cada instante con Daniel. Me siento en paz al saber que, cuando ya no esté aquí, cada uno de ellos seguirá adelante, y tal vez, si tengo suerte, alguna parte de mí viva en sus recuerdos."
Aliert cerró el diario y se permitió una sonrisa. Había encontrado, en esos momentos simples y en las personas que amaba, la razón por la que quería aprovechar cada día. Vivir no era lo que había esperado, pero estaba dispuesto a hacerlo hasta el final, rodeado de aquellos que le daban sentido a su existencia.
Al día siguiente, después de una tranquila comida con sus padres, Aliert se retiró a su habitación. Cada movimiento era una lucha, cada paso recordaba cuánto había cambiado su cuerpo en las últimas semanas. Cerró la puerta detrás de él, dejando a su familia con la falsa tranquilidad de que simplemente descansaría, pero en su mente ya tenía decidido qué haría esa noche.
A medida que caía el sol y el cielo se teñía de naranja y púrpura, Aliert se vistió despacio, tratando de reunir la energía que le quedaba. Su piel estaba pálida, y sus manos temblaban mientras abrochaba los botones de su abrigo. Sabía que sus fuerzas eran pocas, pero también sabía que no podía dejar pasar otro día sin compartir algo más con Daniel. Necesitaba ese momento, aunque le costara cada fragmento de energía que le quedara.
Esperó en silencio, escuchando los pasos lejanos de sus padres en la planta baja. Después de asegurarse de que todos estaban ocupados, salió con cautela de su habitación, cerrando la puerta tras de sí con suavidad. Atravesó la casa en silencio, cada paso resonando en su mente como un eco de valentía y fragilidad. Al llegar afuera, la brisa fría de la noche lo golpeó, recordándole cuán vulnerable se sentía, pero no se detuvo. Sabía que Daniel lo estaba esperando a unas pocas calles de distancia.
Al encontrarse, Daniel lo miró con preocupación. La debilidad en los movimientos de Aliert era evidente, pero también era evidente la determinación en sus ojos, ese brillo tenue pero firme que Daniel había llegado a admirar profundamente.
—¿Estás seguro de esto? -preguntó Daniel, con voz suave mientras le ofrecía su brazo para sostenerlo.
Aliert asintió, tomando el brazo de Daniel para apoyarse.
—Quiero ver el atardecer contigo. No quiero perderme esto.
Caminaron juntos, despacio, hacia una colina cercana donde sabían que la vista sería perfecta. El trayecto fue corto, pero para Aliert, cada paso era un recordatorio de su fragilidad, de cómo su cuerpo luchaba contra él. Aun así, se obligaba a seguir, aferrándose al brazo de Daniel, sintiendo el calor y la fortaleza que su amigo le brindaba.
Cuando finalmente llegaron a la cima de la colina, ambos se sentaron en el césped. El aire fresco acariciaba sus rostros, y el cielo se extendía ante ellos en un espectáculo de colores que parecía sacado de un sueño. El sol comenzaba a descender, tiñendo las nubes de tonos cálidos y suaves, como si la naturaleza misma hubiera preparado ese momento solo para ellos.
Aliert respiró hondo, sintiendo el aroma de la tierra y la hierba, como si quisiera almacenar cada sensación en su memoria. El silencio entre ellos era cómodo, un espacio seguro donde las palabras no eran necesarias. Finalmente, Aliert rompió el silencio con una voz débil pero sincera:
—A veces me pregunto cuánto tiempo más podré hacer esto -dijo, mirando hacia el horizonte, sus ojos reflejando la melancolía del atardecer.
Daniel lo miró, y su expresión era una mezcla de tristeza y ternura.
—No importa cuánto tiempo sea, Aliert -respondió Daniel con suavidad, acariciando su mano-. Estoy aquí. Estaré aquí mientras tú me dejes estar.
Aliert sonrió, una sonrisa pequeña, pero llena de gratitud. Apoyó su cabeza en el hombro de Daniel, cerrando los ojos por un instante, como si quisiera absorber esa calidez que lo envolvía.
—Gracias, Daniel -susurró-. No sabes cuánto significa para mí.
El sol continuó descendiendo, y la oscuridad comenzó a envolver el paisaje. Aliert levantó la cabeza y miró a Daniel a los ojos, esos ojos que lo miraban siempre con una mezcla de preocupación y cariño. En ese momento, la distancia entre ellos desapareció. Aliert, débil y frágil, se inclinó hacia Daniel, y sin pensar en nada más, lo besó.
El beso fue suave, lleno de emociones que no necesitaban palabras. Era un beso que contenía cada instante compartido, cada lucha, cada momento de esperanza y de dolor. Daniel respondió, con la misma delicadeza, sosteniéndolo con cuidado, como si temiera romper algo tan precioso y frágil.
Cuando se separaron, ambos se miraron en silencio, y Aliert sintió una paz inesperada en su corazón. Era como si, en ese beso, hubiese encontrado una respuesta que llevaba buscando mucho tiempo. No hablaron más; simplemente disfrutaron de la presencia del otro, con el cielo estrellado como testigo.
Finalmente, cuando la noche se hizo más fría, Daniel lo ayudó a levantarse y lo acompañó de vuelta a casa. Ninguno mencionó el beso, como si fuera un secreto compartido, algo que guardaban solo para ellos dos. Pero ambos sabían que algo había cambiado, que sus corazones ahora estaban aún más entrelazados.
Al regresar a su habitación, Aliert se deslizó en la cama, sintiendo que ese momento había valido cada esfuerzo.