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EL DESTINO DE SER REINA (REINA ISABEL 1 DE INGLATERRA)

EL DESTINO DE SER REINA (REINA ISABEL 1 DE INGLATERRA)

Status: Terminada
Genre:Completas / Amantes del rey / El Ascenso de la Reina
Popularitas:2.7k
Nilai: 5
nombre de autor: Luisa Manotasflorez

Este relato cuenta la vida de una joven marcada desde su infancia por la trágica muerte de su madre, Ana Bolena, ejecutada cuando Isabel apenas era una niña. Aunque sus recuerdos de ella son pocos y borrosos, el vacío y el dolor persisten, dejando una cicatriz profunda en su corazón. Creciendo bajo la sombra de un padre, el temido Enrique VIII, Isabel fue testigo de su furia, sus desvaríos emocionales y su obsesiva búsqueda de un heredero varón que asegurara la continuidad de su reino. Enrique amaba a su hijo Eduardo, el futuro rey de Inglaterra, mientras que las hijas, Isabel y María, parecían ocupar un lugar secundario en su corazón.Isabel recuerda a su padre más como un rey distante y frío que como un hombre amoroso, siempre preocupado por el destino de Inglaterra y los futuros gobernantes. Sin embargo, fue precisamente en ese entorno incierto y hostil donde Isabel aprendió las duras lecciones del poder, la política y la supervivencia. A través de traiciones, intrigas y adversidades

NovelToon tiene autorización de Luisa Manotasflorez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

CAPITULO 17

Las Cadenas del Tesoro Vacío

Sentada en mi despacho, con la luz de las velas apenas iluminando los documentos frente a mí, veía las cifras que se deslizaban ante mis ojos como sombras de una tormenta inminente. El reino estaba en aprietos. Las arcas reales, debilitadas por las excentricidades de mi padre y los desastres de mi hermana María, eran casi un eco vacío.

Suspiré profundamente mientras mis dedos tamborileaban suavemente sobre la mesa. El problema no era nuevo, y la situación financiera que había heredado se sentía como una pesada cadena alrededor de mi cuello.

—Majestad, —dijo el tesorero, inclinándose profundamente mientras depositaba otro informe frente a mí. —La deuda sigue creciendo. Hemos hecho algunos progresos modestos en la recolección de impuestos, pero no es suficiente. Las campañas en Irlanda y los conflictos en el norte no ayudan a nuestras finanzas.

Sus palabras caían como plomo sobre mis hombros. Evitar guerras costosas había sido mi mayor prioridad, pero los pequeños enfrentamientos aquí y allá continuaban drenando los recursos. No se podía simplemente cerrar los ojos ante las amenazas externas, pero tampoco se podía mantener un reino próspero si el tesoro estaba al borde del colapso.

—Sabemos que la situación es delicada, —continué, manteniendo la calma. —Hemos estado revisando los impuestos y ajustando las políticas, pero necesitamos algo más radical. No podemos permitirnos otro fracaso como el de mi hermana.

Recordaba con claridad cómo María I había sumergido a Inglaterra en una crisis, no solo económica, sino también política. Su reinado había dejado al país no solo más pobre, sino también fracturado. Yo no podía seguir ese camino.

—¿Qué sugieres, Majestad? —preguntó uno de mis consejeros, inclinándose con preocupación.

—Debemos seguir administrando los recursos con cuidado, —dije, sin levantar la vista del informe, —pero también explorar fuentes de ingresos que no dependan exclusivamente de impuestos a nuestros súbditos. Inglaterra tiene potencial, debemos encontrar la manera de aprovecharlo sin recurrir al despilfarro.

El comercio, las relaciones diplomáticas y las nuevas rutas marítimas eran oportunidades que aún no se habían explotado por completo. Había potencial en los océanos, en tierras lejanas. Si podía abrir nuevas rutas comerciales y establecer tratados con otros reinos sin incurrir en guerras, Inglaterra podría levantarse financieramente.

—Hay quienes sugieren reducir la cantidad de cortesanos en la corte, —dijo otro consejero, —y simplificar los gastos reales.

Miré al hombre con una ceja arqueada. Simplificar los gastos reales había sido una medida que ya había tomado al asumir el trono. Sabía cómo controlar el despilfarro de la corte, pero también entendía que no era suficiente para llenar las arcas.

—Hemos reducido lo innecesario, —respondí con firmeza. —Pero lo que necesitamos ahora es una expansión inteligente. Mantener una austeridad estricta es un peligro en sí mismo. No podemos desangrar al pueblo con más impuestos, pero tampoco podemos permitir que las oportunidades pasen de largo.

Sabía que si cargaba demasiado a mi pueblo con impuestos, podría desatar descontento. La estabilidad política dependía de la estabilidad económica, y una nación asfixiada financieramente solo conduciría a revueltas y disturbios.

—Majestad, podríamos considerar nuevas alianzas comerciales, —propuso mi secretario de estado. —Las Américas están siendo exploradas, y aunque España tiene un dominio considerable, Inglaterra podría beneficiarse de participar más activamente en esas rutas.

La idea era tentadora. El Nuevo Mundo, aunque lleno de incertidumbres, también ofrecía riquezas inimaginables. Pero aventurarse allí implicaba riesgos, tanto diplomáticos como financieros.

—Debemos ser cautelosos, —le advertí. —No cometeremos los mismos errores que los españoles, cuyas riquezas están fundadas en la explotación y la guerra. Necesitamos un enfoque más diplomático y sostenible.

Las conversaciones continuaron durante horas, pero mientras hablábamos, una sensación persistía: aún no habíamos resuelto el problema.

Sabía que el camino hacia la recuperación económica no sería fácil ni rápido. Era como caminar por un terreno pantanoso, donde cualquier movimiento en falso podía hundirnos más profundamente. Aún no estaba cerca de la solución definitiva, pero al menos, había plantado las semillas de una estrategia que, con el tiempo, podría dar frutos.

La noche caía lentamente, y mientras los consejeros se retiraban, me quedé sola en mi despacho, mirando la llama de una vela danzar suavemente en la oscuridad. El peso del reino caía sobre mis hombros, y aunque aún no tenía todas las respuestas, sabía que no cedería. Inglaterra, bajo mi mando, encontraría el camino hacia la estabilidad.

Pero por ahora, debía seguir luchando, paso a paso, hacia una solución que aún parecía elusiva, pero no imposible.

Las Cuentas Pendientes

El frío aire matutino entraba por la ventana mientras me sentaba nuevamente frente a una mesa repleta de informes. El problema financiero seguía sin resolverse, como una sombra que se extendía por cada rincón de mi reino. Mis esfuerzos para estabilizar la economía no habían sido en vano, pero tampoco habían sido suficientes. Inglaterra aún estaba en una cuerda floja.

El sonido de la puerta abriéndose me sacó de mis pensamientos. William Cecil, mi consejero más confiable, entró con un rostro preocupado. Llevaba consigo un pergamino más, como si la pila de papeles frente a mí no fuera suficiente.

—Majestad, —dijo mientras me entregaba el documento, —aquí está el último informe sobre los ingresos de la corona. Los impuestos han sido recolectados, pero las campañas militares en Irlanda y el mantenimiento de las fortalezas en el norte continúan drenando los recursos.

Sentí una leve presión en mi sien al escuchar esas palabras. Sabía que no había manera de evitar esos gastos, pero era frustrante ver cómo cada vez que lograba un pequeño avance, algo más surgía para mantener la balanza inclinada hacia el desastre.

—Hemos intentado mantener las campañas lo más contenidas posible, —continué, mirando los números. —Pero el conflicto en Irlanda es un pozo sin fondo. No podemos retirarnos, pero tampoco podemos continuar a este ritmo.

—Hay otra opción que podríamos considerar, Majestad, —dijo Cecil, su voz cautelosa. —Podríamos negociar una tregua temporal con los irlandeses. Al menos hasta que podamos recuperar algo de estabilidad económica.

—¿Y qué ocurre si aprovechamos la tregua y ellos fortalecen su posición? —pregunté, levantando una ceja. Había aprendido que la paz podía ser tan peligrosa como la guerra cuando se utilizaba para ganar tiempo.

—Es un riesgo, pero si logramos una tregua con condiciones estrictas, podríamos ganar tiempo para consolidar nuestras finanzas sin perder terreno.

Me quedé en silencio por un momento, considerando la propuesta. La paz temporal podría aliviar la presión sobre el tesoro, pero también era una espada de doble filo. Las alianzas y las treguas no siempre eran lo que parecían.

—Envía emisarios, pero no promesas, —respondí finalmente. —Veamos si los irlandeses estarían dispuestos a una tregua. Si no, continuaremos la campaña con los recursos que tenemos.

Cecil asintió y se retiró para organizar los detalles. Me quedé mirando el documento en mis manos, repasando cada cifra, cada pérdida, cada gasto. La situación era crítica, pero no desesperada. Sabía que no había soluciones rápidas; la economía era un gigante dormido que se despertaba lentamente, si se le manejaba con cuidado.

Momentos después, otro consejero entró. Francis Walsingham, mi secretario de estado, traía noticias sobre posibles fuentes de ingresos.

—Majestad, —dijo mientras se inclinaba, —hemos identificado nuevas oportunidades comerciales en el Atlántico. Los exploradores informan que podríamos establecer rutas comerciales más seguras hacia las Américas si reforzamos nuestras flotas. Con esto, podríamos generar ingresos considerables sin necesidad de aumentar los impuestos.

La idea me pareció prometedora, pero nuevamente, tenía sus riesgos. Enviar más flotas significaba más gastos iniciales, y si los barcos no regresaban, el golpe al tesoro sería catastrófico.

—No podemos depender solo del comercio, —le advertí. —Inglaterra necesita diversificar sus ingresos. No debemos poner todas nuestras esperanzas en las rutas marítimas, aunque reconozco que podrían ser una fuente valiosa.

Walsingham asintió. Sabía que equilibrar las finanzas del reino era una tarea complicada, una red de decisiones entrelazadas que afectaban cada aspecto de la vida en Inglaterra.

—Además, Majestad, —añadió, —podríamos reconsiderar las propiedades eclesiásticas. Aún quedan tierras que podrían generar más ingresos si fueran redistribuidas o vendidas.

Sabía que la propuesta era peligrosa. La reforma eclesiástica ya había causado suficiente conmoción, y tocar nuevamente las propiedades de la Iglesia podía provocar más revueltas. Sin embargo, también sabía que era una opción que no podía descartar por completo.

—Lo consideraré, —dije, sin comprometerme todavía. —Pero si tomamos ese camino, debemos ser extremadamente cautelosos. No quiero revivir los fantasmas de las revueltas religiosas.

Mientras Walsingham salía de la habitación, me quedé sola una vez más, rodeada de papeles, informes, y decisiones que aún no tenían un final claro. Había avances, pero el problema seguía latente. Cada paso hacia adelante parecía traer consigo nuevos desafíos, y aunque el reino no estaba al borde del colapso, la estabilidad seguía siendo frágil.

Me levanté y caminé hacia la ventana, mirando hacia los jardines del palacio. El cielo estaba despejado, pero el viento traía consigo una advertencia de que las tormentas nunca estaban demasiado lejos. Sabía que no podía resolver el problema de la noche a la mañana, pero con cada día, con cada decisión, me acercaba un poco más.

La guerra no siempre se libraba en los campos de batalla; a veces, las batallas más importantes se libraban en los libros de cuentas, en las salas de consejo, y en los corazones de quienes sostenían el futuro de Inglaterra en sus manos.

Y yo, como reina, debía seguir luchando, con la esperanza de que, eventualmente, encontraría la solución. Todavía no lo había logrado, pero la victoria, aunque lejana, no era imposible.

Un Reino en Suspenso

El sonido rítmico de la pluma sobre el pergamino parecía llenar la sala vacía mientras revisaba, una vez más, los interminables números que definían el estado del reino. Todavía estaba resolviendo el problema financiero, pero la situación seguía sin un desenlace claro. Los informes de ingresos, gastos y las constantes solicitudes de recursos para la guerra en Irlanda, así como las defensas costeras, continuaban sumando peso sobre mis hombros.

A pesar de los recortes que habíamos implementado y las estrategias comerciales que había apoyado, el equilibrio seguía siendo frágil. La tesorería real no estaba vacía, pero tampoco estaba en condiciones de soportar un conflicto prolongado o una crisis inesperada.

William Cecil entró nuevamente, como lo hacía casi todos los días, con un semblante serio y un nuevo conjunto de documentos bajo el brazo.

—Majestad, —dijo inclinándose ligeramente— estos son los informes más recientes sobre los impuestos recaudados en las últimas semanas. Lamentablemente, aunque hay progreso, no es suficiente para cubrir las demandas militares actuales.

Respiré hondo, controlando el impulso de dejar escapar una palabra de frustración. Sabía que Cecil estaba haciendo todo lo que podía, pero el sistema tributario y la estructura económica que había heredado de mis predecesores eran una telaraña difícil de deshacer.

—No podemos permitirnos aumentar los impuestos nuevamente, —respondí, mirando los papeles que me ofrecía. —El pueblo ya está cargado con suficiente miseria, y lo último que necesitamos es una revuelta interna.

Cecil asintió, compartiendo mi preocupación. Habíamos hecho todo lo posible para evitar mayores cargas sobre la población, pero las guerras y la seguridad nacional requerían más fondos de los que teníamos disponibles.

—Tal vez debamos considerar una nueva vía, —dijo Cecil después de un momento de reflexión. —El Parlamento está dispuesto a debatir la posibilidad de vender más tierras de la corona o solicitar préstamos extranjeros, aunque eso podría poner en riesgo nuestra independencia económica.

Soltar tierras de la corona no era una opción que me entusiasmara. Cada acre vendido era un pedazo de Inglaterra entregado, y aunque algunas propiedades eclesiásticas ya se habían redistribuido, vender más bienes de la corona podría debilitar el poder del trono a largo plazo.

—No. No venderemos más tierras, al menos por ahora, —decidí con firmeza. —Lo que sugieres sobre los préstamos extranjeros… debemos ser cautelosos. No quiero que Inglaterra dependa de ningún banquero foráneo. Nuestro poder debe permanecer aquí.

—Entiendo, Majestad, —respondió Cecil con un leve asentimiento. Sabía que lo estaba empujando al límite de las soluciones, pero ambos entendíamos que había decisiones que una reina no podía tomar a la ligera.

Tras la partida de Cecil, me quedé sola en la sala. La presión de la tesorería seguía aplastante, como una carga que no encontraba alivio. La estabilidad financiera no era solo una cuestión de números; cada libra gastada, cada moneda ahorrada, influía en la seguridad del reino, en la moral del pueblo, y en la fortaleza de mi propio reinado.

Unos golpes suaves en la puerta interrumpieron mi concentración. Francis Walsingham entró, esta vez con un tono más sombrío.

—Majestad, —empezó—, hemos recibido noticias preocupantes desde Irlanda. El costo de la guerra está aumentando a una velocidad alarmante, y no estamos viendo los resultados que esperábamos.

Otra herida para la frágil economía del reino. El conflicto en Irlanda había sido una espina constante, un gasto interminable que amenazaba con desangrar nuestras finanzas antes de que pudiera hacer algún progreso tangible.

—¿Qué sugieres, Walsingham? —pregunté, mirando a mi secretario. —¿Retirarnos y arriesgarlo todo o seguir invirtiendo en una guerra que no parece tener fin?

—Si me permites hablar libremente, Majestad, —dijo con un tono calculado—, tal vez deberíamos redirigir nuestros esfuerzos a estabilizar nuestras defensas en casa. Si logramos una tregua en Irlanda, aunque sea temporal, podríamos ganar tiempo para estabilizar nuestras finanzas y planificar una estrategia más sostenible.

Una tregua. La palabra sonaba a derrota en mi mente, pero también reconocía la sabiduría en las palabras de Walsingham. Podía continuar luchando en una guerra que consumía nuestros recursos sin piedad, o podía buscar una solución temporal para dar al reino el respiro que necesitaba.

—Envía emisarios, pero no ofrezcas nada aún, —instruí. —Quiero ver si los irlandeses estarían dispuestos a negociar. Si no, continuaremos luchando. Pero si hay alguna oportunidad de tregua, la consideraremos.

Walsingham asintió antes de retirarse, dejándome sola con mis pensamientos una vez más. El problema seguía sin resolverse, como un nudo apretado en el tejido del reino. Cada decisión que tomaba parecía deshacer solo una pequeña parte de los problemas financieros que acosaban mi reinado.

Sabía que no habría soluciones rápidas, que la estabilidad vendría solo con el tiempo y con decisiones cuidadosas. Mientras tanto, debía seguir adelante, día a día, buscando cada pequeña ventaja, cada estrategia que pudiera aliviar la tensión.

Inglaterra todavía estaba en suspenso, pero el reino no caería. Lo mantendría en pie, cueste lo que cueste. Aunque todavía no hubiera encontrado la solución final, sabía que la victoria, como siempre, llegaría a aquellos que no dejaban de luchar.

La Victoria Económica

El sol de la mañana se colaba por las altas ventanas de mi despacho, iluminando el escritorio repleto de documentos, pero esta vez no eran cartas de queja ni peticiones desesperadas de ayuda económica. Estos papeles traían noticias diferentes: los números finalmente cuadraban, los ingresos habían superado las expectativas, y las reformas que había implementado con tanto esfuerzo estaban comenzando a dar frutos. Habíamos resuelto el problema que parecía imposible de desatar.

Me incliné sobre los informes con una ligera sonrisa en los labios, algo que no había permitido en mucho tiempo. Los problemas financieros que tanto habían atormentado mi reinado estaban bajo control. No había sido sencillo, pero las decisiones difíciles que habíamos tomado, junto con el consejo de Cecil y Walsingham, habían dado sus frutos.

—Majestad, —dijo William Cecil mientras entraba con una leve reverencia—, las últimas proyecciones de la tesorería son mejores de lo esperado. Los ingresos de los nuevos acuerdos comerciales, especialmente con los Países Bajos, han estabilizado nuestras arcas. Las reformas fiscales también han sido bien recibidas por el Parlamento.

Asentí, sintiendo una calma que hacía tiempo no experimentaba.

—Es un alivio, Cecil. No solo para mí, sino para el reino entero.

El precio había sido alto. Tuvimos que apretarnos el cinturón, reducir gastos innecesarios y fortalecer nuestras defensas sin despilfarrar recursos. Las reformas que habíamos introducido en los impuestos y la recaudación, aunque impopulares al principio, ahora mostraban sus beneficios. El comercio estaba en auge, los mercaderes prosperaban, y las guerras no habían vaciado por completo nuestras arcas como antes.

—El pueblo siente el alivio también, Majestad, —agregó Cecil—. Las revueltas se han calmado, y la percepción de la Corona ha mejorado. Inglaterra está viendo un nuevo horizonte de estabilidad.

Me levanté del escritorio y caminé hacia la ventana, observando la ciudad de Londres que se desplegaba bajo el resplandor de la mañana. Habíamos logrado lo que parecía imposible. No solo habíamos evitado el colapso, sino que habíamos construido una base sólida para el futuro.

—Gracias a tus consejos, —dije con gratitud—, y también a la paciencia de nuestra gente. Aunque fueron tiempos difíciles, no hay mayor recompensa que la paz y la estabilidad después de la tormenta.

Cecil sonrió brevemente, un gesto poco común en él, pero reflejaba la satisfacción de un trabajo bien hecho.

Más tarde, en una reunión con el Parlamento, se ratificaron los éxitos de las políticas implementadas. El reino estaba de nuevo en pie, no solo por la fuerza de sus armas, sino por la prudencia de su administración. Los nobles, muchos de los cuales habían mostrado escepticismo al principio, ahora aplaudían la estabilidad y el crecimiento. Incluso los mercaderes, que temían por sus negocios, ahora se beneficiaban de las nuevas rutas comerciales y las tasas ajustadas.

—Inglaterra ha superado tiempos oscuros, —dije en un breve discurso ante ellos—, y ahora miramos hacia un futuro próspero. Pero no olvidemos las lecciones aprendidas: la fortaleza no se encuentra solo en las batallas ganadas, sino en la gestión cuidadosa de lo que es nuestro.

Los aplausos resonaron en la sala, pero yo sabía que, aunque el problema financiero estaba resuelto, no debía relajarme. El reino siempre enfrentaría desafíos. Sin embargo, en ese momento, había logrado asegurar que Inglaterra no solo sobreviviera, sino que floreciera.

De vuelta en mi despacho, con la calma de haber concluido esa etapa, me permití un momento para disfrutar de la sensación de logro. Habíamos resuelto el problema que amenazaba con hundir el reino, y ahora el futuro se veía mucho más brillante.

—Inglaterra está segura, —susurré para mí misma, mirando al horizonte. Y así permanecerá.

Un Respiro en el Campo

El aire fresco de la mañana acariciaba mi rostro mientras cabalgaba por los vastos campos de mi propiedad, alejada del bullicio de la corte y de las responsabilidades del trono. Montar a caballo había sido siempre una de mis actividades favoritas; era la única forma en la que me permitía escapar de las preocupaciones del reino. Hoy, más que nunca, lo necesitaba.

Vestida con un atuendo sencillo, pero adecuado para la monta, dejé que mi cabello fuera recogido en una trenza ajustada. Me sentía ligera y libre, algo que no podía experimentar dentro de las paredes del palacio. Mi cuerpo, fortalecido por los años de rigor y disciplina, se movía en armonía con el galope del caballo. Cada músculo reaccionaba de forma natural, y en esos momentos, me sentía no solo como reina, sino como mujer.

—Majestad, estáis muy lejos del palacio, —me advirtió uno de mis guardias, siempre vigilante y leal, montado a mi lado.

—Es precisamente lo que deseo, —respondí sin apartar la vista del horizonte. Aquí, en el campo, no soy solo Isabel, la Reina de Inglaterra, sino Isabel, una mujer con ansias de libertad.

El guardia asintió y guardó silencio, sabiendo bien que este era mi momento de paz.

Los campos verdes y dorados se extendían hasta donde alcanzaba la vista, y el sol, aún bajo, bañaba todo a su alrededor en un suave resplandor. Las semanas pasadas habían sido agotadoras, con problemas políticos, financieros y las tensiones de siempre con mis consejeros. Pero aquí, montada sobre mi fiel corcel, era libre de todas esas cargas.

—Vamos, viejo amigo, más rápido, —le dije al caballo, aflojando las riendas.

El caballo respondió al instante, acelerando el paso mientras sentía el viento golpearme el rostro. Mi corazón latía más rápido, y una sonrisa se dibujó en mis labios. Cabalgando, podía sentir mi cuerpo en forma, mis músculos trabajando con cada movimiento. Mantenerme activa no era solo una cuestión de estética, sino también una forma de mantenerme fuerte y en control, tanto física como mentalmente.

Los guardias se quedaron atrás, dándome el espacio que necesitaba. Sabían que aunque la reina era fuerte y decidida, también requería momentos de soledad. Y el campo, vasto y abierto, era el lugar perfecto para ello.

Tras un buen rato, desaceleré el paso y miré a mi alrededor. El campo era mi refugio, un lugar donde los problemas del reino parecían distantes. Sabía que, aunque momentáneamente, podía permitirme disfrutar de estos pequeños momentos de paz y tranquilidad.

Respiré profundamente, y con el corazón tranquilo, giré mi caballo en dirección al palacio. La reina había tenido su respiro, y aunque la mente siempre estaba alerta, en ese momento, todo parecía estar en orden.

—Es hora de volver, —dije con determinación, guiando mi montura de regreso. El deber nunca espera.

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