Lucía La Princesa De Rubí

Al día siguiente, estaba en mi habitación dibujando. Amo dibujar; para mí, capturar imágenes en el papel es como detener el tiempo, es como si todo a mi alrededor pudiera quedarse para siempre. Porque aunque las cosas desaparezcan y las personas ya no estén, mis dibujos seguirán vivos, más reales que los recuerdos que se desvanecen. Tengo muchos cuadros, pero todos están guardados en el corazón del laberinto. No sé por qué, pero a mi tío no le gusta que el palacio esté cubierto de retratos de mis padres. Él dice que a los muertos hay que dejarlos descansar. Tal vez le duele aún la muerte de mi padre, su hermano.

Solo hay un cuadro en el salón de historia donde están todos los cuadros de los antiguos reyes que ha tenido Rubí. El corazón del laberinto fue el último regalo de mi padre: una habitación oculta que solo él y yo conocíamos. Después de aquel terrible incidente en el palacio que se llevó a mi familia, no volví al jardín cerca del laberinto de setos.

Un día, mientras estudiaba en mi habitación, uno de mis libros se cayó y al agacharme vi algo extraño: una pequeña apertura bajo la alfombra. Aparté el escritorio y allí estaba un pasadizo secreto. La curiosidad me venció y abrí la puerta; unas escaleras subterráneas me llevaron directo al corazón del laberinto. Me sorprendí mucho al llegar hasta ese lugar oculto... desde entonces se convirtió en mi ruta secreta.

De repente, Rosalin entró gritando mi nombre con una sonrisa radiante.

—¡Lucía, adivina qué! —me dijo mientras me agarraba las manos emocionada.

—No sé qué pasa —respondí— ¿por qué estás tan emocionada?

—¡Viajaremos con mi familia al reino de Danea y tú vendrás con nosotros!

—¿De verdad? ¿Pero cómo? ¿Mi tío lo aprobó? ¿Cómo lo hicieron?

—Verás —me explicó— mi padre acaba de regresar de la frontera y tu tío le prometió cumplirle cualquier deseo. Yo le había pedido que en nuestro próximo viaje te llevaríamos con nosotros, y él prometió intentar persuadir al rey para que te permitieran venir. Cuando surgió la oportunidad no dudamos ni un segundo y se lo pidió al rey.

—No lo puedo creer, Rosalin.

—Debo informarme antes de emocionarme...

—Descuida, te entiendo. Pero de verdad es cierto.

—Bueno, iré a preguntarle a mi tío si es verdad.

—Descuida, puedes irte. Yo solo vine a darte la noticia.

—Adiós, Rosalin... —dije mientras la abrazaba.

Al salir del salón y despedirme con un abrazo, sentí que mi pecho se llenaba de preguntas. ¿Realmente iba a viajar? ¿Era verdad todo lo que me había contado? Necesitaba confirmarlo, aunque mi corazón ya quisiera volar antes de tener alas.

Me dirigí al despacho de mi tío con paso decidido. Los guardias me detuvieron amablemente y me informaron que estaba en una reunión. No discutí. Me ofrecieron una sala cercana para esperar. Me senté, acepté el té que me ofrecieron los sirvientes y me sumergí en un libro para distraerme. Sin embargo, cada página parecía una excusa para contener la emoción que trepaba por mi garganta.

Después de una hora que pareció eterna, un guardia hizo una reverencia y me anunció que su majestad podía recibirme. Me levanté, alisé mi vestido y lo seguí por los pasillos hasta la gran puerta del despacho. Al entrar, lo vi sonreírme como siempre lo hace, incluso con el cansancio dibujado en su rostro: esa sonrisa que nunca desaparece cuando se trata de mí.

—Bienvenida, Lucía —dijo.

—Majestad —respondí con una reverencia y me senté frente a él.

—¿Qué deseas saber, pequeña?

—Quiero saber si es cierto que viajaré con la familia del duque Lauren al reino de Danea —pregunté aguantando la respiración.

—Sí, es cierto —asintió—. Al principio estaba indeciso, pero como se acerca el cumpleaños del rey Mark y nos ha invitado, he decidido enviarte como mi representante.

—¿Entonces… no viajaré con los Lauren todo el trayecto? —dije con mezcla de decepción y sorpresa.

—No pongas esa cara, Lucía. Sé cuánto te emociona el viaje; por eso consulté con los ministros. Se decidió que acompañarás a los Lauren el mes previo, pero después viajarás con un escuadrón. Quiero que estés bien protegida.

Me quedé en silencio. ¿Un escuadrón? ¿Yo al frente?

—Además, ya es hora de que dirijas tu ejército. En seis días será tu nombramiento como capitana de la Guardia Real de Rubí.

Me quedé sin palabras.

—¿Tío… eso significa que… voy a comandar soldados? Pero estoy entrenando a los nuevos reclutas… ¿Qué pasará con ellos?

—Saúl se hará cargo. Tú liderarás el escuadrón asignado. Confío en ti.

Me lancé hacia él y lo abracé con fuerza.

—¡Eres el mejor, tío! Te adoro.

—Recuerda la etiqueta, Lucía...

—No hay nadie aquí. La princesa supereducada es solo para los extraños. Tú eres mi tío, y te quiero mucho.

Se río.—Contigo no se puede, Lucía. Por eso eres mi sobrina favorita.

—Soy tu única sobrina —le dije cruzando los brazos con una sonrisa burlona.

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El eco de las trompetas resonaba en los patios del palacio, envolviendo cada rincón en solemnidad. A cada paso, sobre el mármol rojizo sentía el peso del momento aferrarse a mis hombros… junto a una emoción que no sabía si era orgullo o miedo.

Llevaba la capa oficial de la guardia: pesada, bordada en hilo dorado con el emblema de Rubí al centro. Los guardias se alineaban firmes a ambos lados del pasillo; la nobleza observaba desde los balcones con rostros expectantes.

Saúl estaba al fondo, vestido de negro y escarlata, con esa mirada impenetrable tras la máscara que ya conocía.

—Su Alteza, Lucía de Rubí —anunció el maestro de ceremonias— se presenta ante su Majestad para recibir el título de capitana de la Guardia Real.

Di un paso al frente. Mi tío estaba de pie frente al trono sosteniendo una espada ceremonial. El silencio era absoluto.

—Lucía —dijo con voz firme, pero cálida—, por tu compromiso, valor y nobleza, te otorgo el mando de una unidad que responderá a tu liderazgo y corazón.

Me arrodillé ante él como dicta la tradición; me colocó la espada entre las manos con gesto solemne.

—Te nombro Capitana de la Guardia Real de Rubí. Que tu juicio sea justo, tu espada fiel y tu alma incorruptible.

Al levantarme los aplausos retumbaron como olas dentro del salón; sentí cómo algo cambiaba dentro de mí: no era solo un título, sino una promesa hecha a mi gente, a mi reino… y a mí misma.

Saúl asintió brevemente desde su lugar; aunque su expresión permaneció imperturbable, su mirada era la de un maestro orgulloso por los logros de su discípula.