Oliver Hayes acaba de ser despedido. Con una madre enferma y deudas que lo ahogan, traza un plan para sobrevivir mientras encuentra un nuevo empleo.
Cuando una aplicación le sugiere un puesto disponible, no puede creer su suerte: el trabajo consiste en ser el asistente personal de Xavier Belmont, el hombre que ha sido su amor secreto durante años.
Decidido a aprovechar la oportunidad —y a estar cerca de él—, Oliver acude a la entrevista sin imaginar que aquel empleo esconde condiciones inesperadas... y que poner su corazón en juego podría ser el precio más alto a pagar.
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📌 Relación entre hombres
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Capítulo 17. Como yo te miró a ti.
Durante el día, Oliver se mantuvo siempre a corta distancia de Xavier, acompañándolo en su recorrido por varios sets de producción de comerciales y sesiones fotográficas para revistas de alta gama. El ambiente era tan artificial como glamuroso: luces potentes, cámaras en constante movimiento y modelos con rostros perfectos que parecían esculpidos por los dioses del márketing.
A pesar de su atractivo físico, pocas se atrevían a acercarse a Xavier. Tal vez por los recientes escándalos que manchaban su reputación o por la frialdad distante con la que él observaba todo a su alrededor, como si el mundo le resultara tedioso. Aun así, Oliver reconoció a más de una de esas mujeres. Algunas eran actrices en ascenso; otras, modelos internacionales. Y todas tenían algo en común: habían sido, al menos por una noche, amantes de Xavier Belmont.
El estómago de Oliver se contrajo con una punzada de celos. No fue difícil imaginar a ese hombre, su jefe, su “pareja” de mentira, en la intimidad con aquellas mujeres. Se forzó a apartar la mirada y a mantener la compostura profesional. No podía permitir que se notara su incomodidad. Era su deber ser invisible, eficiente, correcto. Su contrato no incluía amar a Xavier, ni mucho menos sufrir por él. Pero ahí estaba, tragándose sus emociones como quien se traga un veneno lento.
«Solo soy un empleado contratado para limpiar su imagen. Nada más». Se lo repetía como una letanía.
Fue entonces cuando una mujer deslumbrante se aproximó con paso seguro y mirada firme. Oliver se giró, como alertado por una energía distinta. Era alta, con curvas perfectamente proporcionadas, una melena rubia que caía como cascada dorada sobre sus hombros y unos ojos azules que brillaban aún más bajo los reflectores.
—Xavier —lo saludó con una sonrisa que tenía el filo de una daga. Se inclinó hacia él y le besó la mejilla, demasiado cerca de sus labios como para no tener intención.
Oliver apretó con fuerza la agenda que sostenía entre sus manos. Sus nudillos palidecieron por la presión, pero mantuvo el rostro sereno. La escena frente a él era insoportable, pero debía recordar que todo aquello no era real. Él no era realmente el novio de Xavier. No tenía derecho a sentir nada.
Por su parte, Xavier sintió el impulso salvaje de besarla ahí mismo. A Roxane Bernard ya la conocía. Era parte de su historial, una de tantas. En su cabeza se dibujó la imagen de ella contra la pared de algún camerino, gimiendo su nombre, su cuerpo temblando bajo sus embestidas. Era casi un ritual para él: de viernes a domingo, siempre había alguien con quien liberar la tensión. Pero ahora… ahora estaba atado. Fingir una relación con Oliver lo obligaba a mantener ciertas apariencias. No podía arriesgarse a ser visto siquiera abrazando a Roxane.
Dio un paso atrás, colocándose más cerca de Oliver, como si su proximidad al muchacho fuera una barrera de contención.
—Roxane Bernard —pronunció su nombre con un tono cargado de insinuación, lo bastante provocativo para que ella se mordiera los labios y sonriera con picardía—. No sabía que estabas en el país, mucho menos aquí.
—Uy, eso dolió —respondió con una expresión fingidamente herida, llevándose una mano al pecho—. Tu director de publicidad me contactó para este comercial y también para la pasarela del mes próximo. ¿No te lo mencionó?
Ella avanzó con descaro y colocó sus manos sobre los hombros de Xavier, acariciándolos como si le pertenecieran.
Oliver, que se mantenía unos pasos atrás, carraspeó con fuerza, lo suficiente para llamar la atención sin ser grosero. Le ardía la garganta, pero más le ardía el alma.
Él sería, al menos frente al mundo, la pareja de Xavier. Aunque todo fuera una mentira pactada en papel, había reglas, cláusulas que impedían al empresario involucrarse públicamente con otras personas. Y aunque no lo dijera en voz alta… esa mujer no tenía derecho a tocarlo.
«Solo por ahora», pensó, sintiendo cómo la tristeza le rozaba el corazón. «Solo por ahora, déjame fingir que eres mío».
—Disculpe, señor —dijo finalmente con voz firme, mirando su reloj—. Aún tenemos pendiente la reunión con el director creativo, en… cinco minutos, de hecho. Señorita —añadió, volviendo la mirada hacia ella—, creo que debe soltar a mi jefe.
La mujer arqueó una ceja y lo miró de arriba abajo, con ojos como cuchillas.
—¿Y tú quién eres para decirme qué hacer?
Frente a ella, con su seguridad y su belleza abrasadora, Oliver se sintió insignificante. Como una sombra apenas visible en la periferia del escenario.
Pero entonces, la voz de Xavier se impuso, grave y serena, como una orden silenciosa.
—Lo sabrás mañana —declaró, colocando una mano en la espalda de Oliver con una naturalidad pasmosa.
El contacto hizo que Oliver se estremeciera desde la base de la columna hasta la nuca. No estaba preparado para ese gesto, y sin embargo, lo necesitaba más de lo que quería admitir.
—Vamos —añadió Xavier, guiándolo fuera del set.
Oliver caminó a su lado, aún con el tacto de su mano ardiéndole en la piel, como una promesa o una maldición. Fingir nunca había sido tan difícil… ni tan dolorosamente dulce.
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—Buen movimiento —comentó de pronto Xavier, deteniéndose justo frente a la puerta de la oficina del director creativo. Su voz sonó entre intrigada y divertida, como si acabara de descubrir algo inesperado.
Oliver lo miró de reojo, sorprendido por sus palabras. Aquellos ojos ámbar, siempre tan intensos, le provocaban un vértigo emocional que aún no lograba controlar.
—¿Disculpe? —preguntó, tratando de mantener la compostura.
Xavier lo miró de forma directa, con una expresión que se debatía entre la burla y la curiosidad.
—Alejarla con un pretexto tan absurdo —dijo, refiriéndose claramente a Roxane—. Fue como… marcar territorio. Una jugada sutil, pero muy efectiva.
Oliver sintió que se le secaba la boca, pero solo sonrió, una sonrisa neutra, profesional. No podía delatarse. No debía.
—Simplemente cumplo con mi trabajo —respondió con tono calmo, bajando la mirada al suelo por un instante antes de volverla a alzar con serenidad fingida.
Xavier, como si perdiera el interés, desvió la vista y abrió la puerta de la oficina. No dijo nada más, como si el comentario no hubiera tenido mayor importancia. Ambos entraron, y con ese gesto, todo volvió a su guion: jefe y asistente, socios en una mentira perfectamente orquestada.
Pero en el interior de Oliver, algo se quebraba en silencio.
«Si supieras que no estoy fingiendo… Que realmente te quiero lejos de todas ellas. Que te quiero para mí».
Esa frase le retumbaba en la mente como una confesión muda. Se la repetía en cada paso que daba a su lado, en cada sonrisa que debía fingir mientras lo acompañaba a eventos, reuniones y compromisos.
«¿Podrías mirarme siquiera a los ojos si supieras la verdad? ¿O sentirías lástima?»
La idea le dolía. Odiaba esa sensación de amarlo en secreto, de tenerlo tan cerca, de saber el olor exacto de su perfume y la textura de su voz cuando hablaba con otros… pero jamás con él de forma íntima. Odiaba saberse invisible para el hombre que más deseaba en el mundo.
Sin embargo, también se había hecho una promesa. Una que repetía como un mantra cada noche antes de dormir: cuando todo eso terminara, cuando el contrato expirara y ambos volvieran a ser solo conocidos… dejaría de pensar en Xavier Belmont.
«Después de este año, me olvidaré de ti», pensó.
«Voy a forzarme a mirar hacia otro lado. A salir con alguien más. A encontrar a alguien que me mire como yo te miro a ti…»
Quizá así, pensaba, podría convertir lo suyo con Xavier en un recuerdo bonito, una historia inventada que le doliera un poco menos con el paso del tiempo. Porque incluso las mentiras, si se viven el tiempo suficiente, acaban pareciendo verdad.
Y lo que sentía por él, aunque nunca fuera correspondido, había sido lo más real de su vida.