Cuando el exitoso y temido CEO Martín Casasola es abandonado en el altar, decide alejarse del bullicio de la ciudad y refugiarse en la antigua hacienda que su abuela le dejó como herencia. Al llegar, se encuentra con una propiedad venida a menos, consumida por el abandono y la falta de cuidados. Sin embargo, no está completamente sola. Dalia Gutiérrez, una joven campesina de carácter firme y corazón leal, ha estado luchando por mantener viva la esencia del lugar, en honor a quien fue su madrina y figura materna.
El primer encuentro entre Martín y Dalia desata una tormenta: él exige autoridad y control; ella, que ha entregado su vida a la tierra, no está dispuesta a ceder fácilmente. Así comienza una guerra silenciosa, pero feroz, donde las diferencias de clase, orgullo y heridas del pasado se entrelazan en un juego de poder, pasión y redención.
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Capitulo 18
La noche se había vestido de calma, como si el universo entero hubiese hecho una pausa para presenciar aquel instante. Las luces cálidas del comedor iluminaban suavemente la mesa principal de la hacienda, donde Augusto y Analia compartían una cena tranquila junto a su hijo Martín y la joven Dalia.
Era una escena familiar, casi cotidiana, pero algo en el aire parecía distinto. Tal vez era la manera en que Martín no dejaba de mirar a Dalia, o cómo sus manos temblaban ligeramente cada vez que alzaba la copa de vino. Dalia también lo notaba, aunque fingía normalidad, mientras sonreía con dulzura ante algún comentario de Analia.
—¿Y cómo te ha parecido que Martín esté aquí en la hacienda, Dalia? —preguntó Augusto, con tono amable —Han pasado tantos años, pero sigues teniendo esa luz, y a Martín le hace falta un poco —bromeó mirando a su hijo
—Me hace muy feliz que esté aquí, aunque a veces me saque de mis cabales —respondió ella con sinceridad —Estando Martín aquí, me siento en paz. Como si todo estuviera en su sitio.
Martín la miró entonces, y en ese momento supo que no podía seguir guardando lo que sentía. Se levantó lentamente de su asiento, atrayendo la atención de todos.
—¿Todo bien, hijo?—preguntó Analia, notando el gesto.
Martín respiró hondo y luego se acercó a Dalia, quien lo miraba con los ojos entre abiertos, sorprendida.
—Sí, mamá… pero hay algo que quiero decir. A ti, Dalia.
El corazón de ella dio un salto.
—Dalia… —comenzó él, con voz firme, pero conmovida —He esperado este momento desde que volviste. Y quizás, desde antes. Quiero pedirte algo que nace desde lo más profundo de mí.
Se arrodilló frente a ella, no con un anillo, sino con el alma desnuda. Dalia cubrió su boca con una mano, impactada.
—¿Qué estás haciendo…? —susurró ella, sin aliento.
—Quiero que seas mi novia. Pero no solo eso. Quiero que caminemos juntos, de la mano, por todo lo que venga. Quiero cuidarte, acompañarte, guiarte y dejarme guiar por ti. Prometo estar ahí en los días fáciles y en los difíciles. Prometo no soltar tu mano, aunque sople el viento más fuerte.
Los ojos de Dalia comenzaban a llenarse de lágrimas, y Analía sostenía las suyas, conmovida, mientras Augusto asentía en silencio, con una media sonrisa.
—Volver a la hacienda fue lo mejor que me pasó en años —continuó Martín —No solo porque reencontré el lugar donde crecí, sino porque te volví a encontrar a ti. A mi amiga, mi aliada... y ahora, espero, a la mujer que me permita amarla como merece.
Dalia lo miró, el corazón latiéndole a mil. La voz le temblaba cuando por fin respondió:
—Martín... esto es... es tan hermoso. Siempre fuiste importante para mí, pero ahora... ahora te veo con otros ojos. Con el alma.
—No te pido una respuesta inmediata —dijo él, tomándole suavemente la mano —Solo te pido que me dejes conquistarte. Quiero conocerte aún más, cada rincón de tu risa, de tus miedos, de tus sueños. Y si con el tiempo el amor nos lleva al altar... te juro que serás mi esposa, y yo el hombre más afortunado del mundo.
Dalia se quedó en silencio solo un instante, pero en sus ojos ya brillaba la respuesta. Sonrió con dulzura, con esa expresión genuina que nacía del corazón.
—Sí, Martín. Acepto ser tu novia, dejar que me conquistes —Estoy dispuesta a luchar contigo, por ti, por la hacienda, por las tierras y por toda la gente del pueblo. Siempre estaré a tu lado.
Martín se incorporó, rodeó a Dalia con los brazos y la abrazó con fuerza, como si esa noche pudiera detenerse para siempre.
—Te amo, Dalia —susurró él, tan cerca que ella sintió su aliento —Aunque no sabía desde cuándo, ahora lo entiendo: siempre te amé
—Y yo a ti —respondió, sin miedo
Los padres de Martín, sentados al otro extremo de la mesa, se miraron entre sí, primero sorprendidos y luego profundamente conmovidos. Analia, madre de Martín, llevó una mano al pecho, emocionada.
—Ay, mi hijo… —susurró, con los ojos llenos de lágrimas —Qué bendición ver esto.
Él señor Augusto, con una sonrisa orgullosa, se puso de pie y alzó su copa de vino.
—Pues entonces no se diga más —declaró con voz firme y alegre —Brindemos por el amor, por los nuevos comienzos y por esta promesa que hoy nace con tanta fuerza. Que la vida les dé sabiduría para amarse, valor para luchar y paz para construir algo hermoso juntos.
Todos alzaron sus copas. El tintinear del brindis llenó la sala, mientras una emoción cálida envolvía a cada uno de los presentes. Dalia y Martín se miraron con una complicidad nueva, sabiendo que ese instante marcaría el inicio de algo profundo.
—Por nosotros —susurró Martín, sin apartar la mirada de ella.
—Por siempre —respondió Dalia, firme y feliz.
Y las velas siguieron ardiendo, testigos silenciosos de una promesa que apenas comenzaba.
Después de la cena Martín y Dalia caminaron por el jardín, rodeados del susurro de las hojas y el perfume de las flores. Mientras avanzaban, hablaban de ellos, de sus miedos más profundos y de las alegrías que los hacían sonreír sin razón.
—A veces siento que no soy suficiente —confesó Martín, con la mirada clavada en el suelo.
—¿Para quién? —preguntó Dalia, deteniéndose frente a una rosa blanca.
—Para nadie en específico. Solo… a veces me pesa el silencio, como si dijera más de lo que quiero.
Dalia lo miró con ternura, tomó su mano y la apretó suavemente.
—A mí no me asusta tu silencio. Me dice más de ti que mil palabras vacías.
Martín sonrió, sintiendo cómo esa simple frase le aflojaba un nudo en el pecho.
—¿Y tú? ¿Qué te da miedo?
—Perderme —respondió ella tras una pausa—. Olvidarme de quién soy por intentar ser quien otros esperan.
Siguieron caminando, dejando que el jardín escuchara sus verdades sin juzgar. Entre confesiones y risas, entendieron que a veces, abrir el corazón no duele tanto cuando hay alguien dispuesto a sostenerlo con cuidado.
porque también quieren ser esa persona con la que puedan compartir todo, sin miedo, sin reservas.
—Gracias por confiar en mí, Martín —dijo Dalia mientras sus dedos se entrelazaban con los de él—. No todos se atreven a abrir su corazón así.
—Me lo guardé mucho tiempo, ¿sabes? —respondió él, con una mirada perdida entre las flores del jardín—. Pero contigo es distinto. Me haces sentir... tranquilo.
—Y yo quiero que sigas sintiéndote así —dijo ella, sonriendo con dulzura—. No estoy aquí para juzgarte por el pasado, sino para acompañarte en lo que venga.
Martín la miró con una ternura nueva en sus ojos, una mezcla de alivio y esperanza.
—Tina fue un capítulo muy doloroso —continuó—. Creí conocerla. Pensé que mi mejor amigo, Esteban, era como un hermano... Pero juntos me clavaron el puñal por la espalda. Me dejaron con una rabia tan grande que pensé que nunca podría confiar otra vez.
—Y sin embargo estás aquí, confiando en mí —dijo Dalia—. Eso significa mucho para mí, Martín.
—¿Sabes qué es lo que más me sorprendió? —agregó él—. No fue la traición... Fue darme cuenta de que, a pesar de todo, no me dolió perderla a ella. Me dolió perder la idea de lo que creí que tenía.
Dalia asintió, comprendiendo el peso de sus palabras.
—A veces idealizamos tanto a las personas que nos cegamos. Pero ahora tienes la oportunidad de empezar de nuevo, y yo estaré aquí si tú quieres.
—Quiero, Dalia. Quiero construir algo contigo. Algo real.
Ella sonrió, con una emoción serena.
—Entonces vamos paso a paso. Y esta vez, sin fantasmas.
Martín la abrazó con fuerza, como si en ese momento dejara atrás todo el dolor y abriera de verdad su alma a un nuevo comienzo.
Mientras tanto, desde una de las ventanas de la casa, la señora Elena los observaba con una sonrisa.
—Teresa estaría tan feliz de ver esto —dijo en voz baja, recordando a su querida amiga, que había criado a Dalia como una hija propia.
Analía, que pasaba por ahí con una copa de vino en la mano, la escuchó.
—Lo está, señora Elena. Desde donde esté, mamá Teresa debe estar sonriendo también.
La noche avanzaba, tranquila, con una brisa suave y un cielo estrellado. Un nuevo capítulo estaba por comenzar para todos.
quedo al pendiente de tu próxima aventura
Ojalá que no haya sido Martín de pequeño quien haya provocado el incendio y ese sea uno d los secretos y que por eso Martín tenga sus vacíos sin entender !!