Lazos De Fuego Y Hielo

Aquella noche parecía distinta desde el momento en que puse un pie en el umbral de la casa. La nieve caía con fuerza, el frío era implacable y el aire, pesado, traía consigo un mal presentimiento que no lograba sacudirme.

A lo lejos, los lobos aullaban, su canto resonando en el viento, como si fueran guardianes silenciosos de nuestro hogar y de los secretos que allí se escondían.

La oscuridad lo envolvía todo, y sólo la tenue luz de la luna nos brindaba un respiro de claridad en medio de la tormenta.

Cuando entré, el calor del hogar no hizo nada para calmar mi nerviosismo. Había algo en el ambiente, algo que no estaba bien.

Entonces lo escuché.

Un ruido sordo, algo o alguien había entrado en la casa.

Mis manos se tensaron al instante, y sin pensarlo, tomé el jarrón más cercano. Mi corazón latía con fuerza, el miedo me empujaba a actuar. Me giré, y con todas mis fuerzas, lo rompí en la cabeza de la figura que estaba frente a mí.

El estruendo del jarrón quebrándose fue seguido por un grito ahogado. El hombre se tambaleó, sus manos cubrieron su cabeza mientras se desplomaba.

David, despertado por el alboroto, salió disparado de su habitación, con los ojos encendidos de furia. Sin siquiera detenerse a preguntar, lo persiguió.

El hombre, aturdido pero no del todo inmovilizado, logró salir tambaleándose de la casa, escapando hacia el bosque. Pero David no lo iba a dejar ir.

-¡David, detente! -grité, pero mis palabras se perdieron en el viento helado. No podía quedarme allí. Salí corriendo detrás de ellos, sintiendo la nieve bajo mis pies, fría y traicionera. Jessica, más rezagada, me seguía de cerca, gritando también a nuestro hermano que se detuviera.

La persecución fue rápida, brutal. El bosque parecía un laberinto interminable de sombras y ramas que nos azotaban el rostro.

Corríamos como lobos hambrientos tras nuestra presa, pero este hombre, fuera quien fuese, no tenía la menor oportunidad contra la furia de David.

El único sonido que rompía el silencio de la noche era el crujir de la nieve bajo nuestros pies y el eco de nuestras respiraciones entrecortadas.

Finalmente, David lo alcanzó. Lo derribó al suelo con un golpe seco.

Ambos cayeron entre la nieve, forcejeando. Jessica y yo llegamos justo a tiempo para ver cómo mi hermano se abalanzaba sobre el intruso, agarrándolo por el cuello de su capa, sacudiéndolo con una desesperación que nunca antes había visto en él.

-i¿Quién te envió?! -gritaba David, su voz áspera, llena de rabia.

El hombre, aturdido y sangrando por la cabeza, no respondió. Se había golpeado contra una piedra al caer, y la sangre fluía libremente por su sien, mezclándose con la nieve, tiñéndola de rojo.

Cada segundo que pasaba, la vida se escapaba de su cuerpo, hasta que, finalmente, antes de poder decir palabra alguna, el hombre exhaló su último aliento.

David lo sacudió una vez más, como si no pudiera aceptar lo que acababa de suceder.

-iHabla! -insistía, pero ya no había respuesta. Solo el silencio de la noche y el murmullo distante del viento entre los árboles.

Nos quedamos en shock, el frío se hacía mnás agudo en nuestra piel, pero ya no era el viento lo que lo causaba. La sangre del hombre había dejado una mancha oscura en la nieve, una señal de lo irreversible.

David, con los brazos caídos, levantó la mirada hacia nosotras, sus ojos cargados de frustración y agotamiento. Yo tampoco podía decir nada, el peso de lo que había sucedido era demasiado grande.

-Vámonos -le dije en un susurro, tomando su cabeza y apoyándola en mi hombro. Sentí su cuerpo temblar, no sé si por el frio o por la adrenalina que aún corría por sus venas.

Jessica nos seguía en silencio, sus ojos grandes y llenos de lágrimas que no se atrevía a derramar.

La nieve caía con más fuerza mientras regresábamos a casa, dejándonos con una sensación amarga, como si la misma naturaleza quisiera borrar el rastro de lo que acababa de ocurrir.

Pero en nuestros corazones, sabíamos que no importaba cuánta nieve cayera. Aquella noche quedaría grabada en nuestras memorias para siempre.

Mientras nos apretábamos frente a la chimenea, el calor empezaba a devolver la vida a nuestras manos heladas.

El fuego era lo único que rompía la oscuridad de la noche y, por un momento, el miedo y la confusión parecían disiparse, al menos superficialmente. El viento seguía aullando afuera, acompañado del eco de los lobos en la distancia.

Miré a Jessica, y me di cuenta de algo que hasta ese momento había ignorado: su vientre comenzaba a notarse.

Quizás llevaba meses así, pero solo ahora que el fuego iluminaba nuestras figuras y nuestras emociones estaban tan crudas, me di cuenta de que su embarazo estaba más avanzado de lo que nos había hecho creer.

Lentamente, llevé mi mano hacia su vientre como una muestra de cariño, de comprensión. La miré a los ojos y, en medio de todo el caos que nos rodeaba, le ofrecí una pequeña sonrisa, una que no tenía palabras, pero que transmitía apoyo.

Jessica, con los ojos brillando por el reflejo del fuego, colocó su mano encima de la mía, correspondiendo mi gesto. No había palabras, solo el lazo silencioso que compartíamos como hermanas.

En medio de aquella oscuridad, donde la chimenea apenas era suficiente para calentar nuestro espacio, sentí un nudo en la garganta.

La noche era terrible, con un sabor amargo que no podíamos ignorar, pero ese pequeño gesto de Jessica me recordó que, a pesar de todo, seguíamos siendo una familia.

David, sentado junto a nosotras, nos miró con una sonrisa melancólica. Quizás entendía la preocupación que nos embargaba a ambas, o tal vez simplemente estaba resignado a las cargas que llevábamos juntos.

Sus ojos decían mucho más que sus palabras, y el silencio entre los tres era tan pesado como el frío que aún se sentía en nuestros cuerpos.

Por un breve instante, a pesar de todo, el calor del fuego y la cercanía de mis hermanos me dieron una sensación de pertenencia, de que, a pesar del caos que nos rodeaba, nos teníamos los unos a los otros.

Pero, al mismo tiempo, la sombra de lo que había pasado allá afuera seguía acechándonos, y sabíamos que no podíamos escapar de lo que vendría.