El fallecimiento de su padre desencadena que la verdad detrás de su rechazo salga a la luz y con el poder del dragón dentro de él termina con una era, pero siendo traicionado obtiene una nueva oportunidad.
— Los omegas no pueden entrar— dijo el guardia que custodia la puerta.
—No soy cualquier omega, mi nombre es Drayce Nytherion, príncipe de este reino— fueron esas últimas palabras cuando ellos se arrodillaron ante el.
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EL COMIENZO DE UNA NUEVA ERA.
Freya era uno de los tantos obstáculos que aún debía derribar. Su caída no trajo solamente alivio, sino también el eco de las consecuencias que el destino reservaba.
El palacio, antes frío y silencioso, ahora rebosaba de movimiento y risas. Los sirvientes hablaban sin miedo, los pasillos se llenaban de música y aromas dulces. Sin embargo, esa alegría no tardó en verse ensombrecida por rumores que viajaban más rápido que el viento.
Los países aliados al Imperio, quienes habían sostenido acuerdos con Freya por sus recursos, comenzaron a mostrar su descontento.
La noticia de su ejecución corrió como fuego entre los reinos, y con ella vino la inestabilidad. Viejas alianzas se rompieron, y los gobernantes de las tierras vecinas se reunieron, buscando una razón para atacar al poderoso Imperio de Zaryon.
Una nueva tormenta se avecinaba.
—Padre, necesito hablar contigo —dijo Drayce, con voz firme.
El joven caminaba a su lado mientras ambos recorrían los jardines bañados por el atardecer. Las hojas caían lentas, como si el viento mismo escuchara aquella conversación.
—¿Qué sucede, hijo mío? —preguntó el emperador Vladimir, deteniéndose bajo el arco de rosas blancas.
—Hoy por la mañana, Vhagar me habló… —Drayce apretó los puños—. Dijo que una guerra está a punto de estallar.
El silencio que siguió fue pesado. Solo el sonido del agua de la fuente acompañó sus palabras.
—Veo que tú y ese dragón comparten más secretos de los que me gustaría —murmuró Vladimir, intentando restar importancia, aunque su expresión lo traicionaba.
—Antes de partir, deberemos dejarlo todo listo —añadió con resignación.
Drayce negó suavemente.
—No, padre. Tú no irás. Vhagar ha sido claro… tú debes quedarte en el palacio.
El emperador lo miró con asombro.
—¿Qué estás diciendo? No permitiré que vayas tú solo. ¡Aún eres un niño!
—Soy un príncipe, hijo del emperador y conquistador de reinos —replicó Drayce, mirándolo con una calma que no parecía de su edad—. No puedo esconderme detrás de tu sombra por siempre, Drarius aún no está preparado, y Christian… —bajó la mirada—, Christian necesita de ti. Un omega con un hijo pequeño no puede estar sin su alfa.
El emperador frunció el ceño, dolido por la verdad en las palabras de su hijo.
—Las guerras cambian a los hombres, Drayce. No quiero que pierdas tu inocencia en el campo de batalla.
—No te preocupes, padre. No iré a perder nada. Iré a protegerlos a todos —dijo con convicción.
Vladimir suspiró, rindiéndose ante la firmeza en los ojos del muchacho.
—Está bien… —cedió—. Pero prométeme que mantendrás la distancia entre los soldados y que estarás cerca de los omegas. No permitiré que pongas en riesgo tu vida innecesariamente.
Drayce asintió.
—Traeré la gloria al imperio. Solo tengo una petición.
—¿Cuál es?
El joven sonrió con picardía.
—Quiero que antes de partir… te cases con Christian. Hazlo emperatriz.
Vladimir quedó mudo por un instante.
—¿Cómo supiste eso? No se lo he dicho a nadie…
Drayce rió.
—Papá, llevo un año diciéndote que el dragón a veces predice el futuro… Aunque, si soy honesto, recién me lo susurró hace unos minutos.
El emperador lo miró con ternura. Rieron juntos, y por un momento todo pareció volver a ser simple.
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Esa tarde, el palacio era una sinfonía de vida. Los sirvientes corrían de un lado a otro decorando los pasillos, las flores del jardín habían sido bendecidas por los sacerdotes, y los músicos ensayaban las melodías que llenarían el aire al amanecer.
—Es común tener momentos de paz antes de una tormenta —dijo Vhagar, su voz resonando en la mente de Drayce.
—Lo sé… pero ellos no lo saben —respondió el joven, observando desde su balcón el brillo de las lámparas.
—Debemos hacerlo, aunque duela.
—Lo sé, Vhagar. Pero… la felicidad que tanto anhelé, la familia que soñé… al fin la tengo, y no puedo estar con ellos.
El dragón guardó silencio.
—Si te quedas, podrían morir todos —susurró al fin.
Drayce bajó la cabeza.
—Desearía que no fuera así…
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La noche siguiente, el comedor del jardín se llenó con la familia imperial. La luna plateaba el mantel y los rostros sonreían con esperanza.
Vladimir se levantó con una copa en mano.
—Hoy, ante todos ustedes, quiero anunciar algo importante —dijo con voz solemne.
Christian lo miró confundido cuando el emperador se arrodilló frente a él.
—Mi alma ha encontrado paz y amor, Christian… —susurró, tomando su mano—. Sé que es pronto, pero… ¿te casarías conmigo y reinarías a mi lado?
El tiempo pareció detenerse.
Christian lo miró con lágrimas contenidas y una sonrisa cálida.
—¡Sí! —respondió con voz clara.
La mesa estalló en aplausos. Drayce miraba la escena con orgullo, sintiendo que por fin su padre era feliz.
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El día de la boda llegó.
Las campanas del templo resonaban por todo el imperio. Las calles se llenaron de flores y estandartes dorados.
Vladimir caminó hacia el altar acompañado por la madre emperatriz, quien portaba una corona antigua adornada con zafiros. Era el símbolo de las verdaderas emperatrices de Zaryon, y aquella vez, sería entregada al amor de su hijo.
Las puertas se abrieron lentamente, y Christian apareció vestido de blanco. El resplandor de las perlas y diamantes lo hacía parecer una estrella caída del cielo. Cada paso era un suspiro del pueblo.
El santo levantó la voz:
—Estamos reunidos hoy, ante los dioses, para unir a estos dos corazones.
Las palabras del juramento fueron pronunciadas con solemnidad.
—¿Emperador Vladimir Nitheryon de Zaryon, acepta velar por este imperio y por el omega ante usted?
—Sí, acepto.
—¿Concubino Christian Valent del ducado Olivos, acepta velar por este imperio y por su alfa?
—Sí, acepto —respondió el pelirrojo, con voz temblorosa y dulce.
La madre emperatriz avanzó, y con emoción contenida, colocó la corona sobre la cabeza de Christian.
El pueblo, reunido en la plaza, vitoreó sus nombres. Fuegos mágicos iluminaron el cielo en una danza de luces que reflejaban el comienzo de una nueva era.
Drayce observó desde lejos, sonriendo. Por primera vez, sentía que su sacrificio valdría la pena.
Esa noche, mientras el emperador y su nueva esposa se retiraban, los hijos imperiales descansaban, soñando con días de paz.
Pero más allá de los muros dorados del palacio, en una taberna perdida entre montañas, un grupo de hombres conspiraba a la luz de las velas.
—Si nos unimos, caerá el Imperio Zaryon… te lo aseguro —dijo uno de ellos, con la mirada fija en el mapa extendido sobre la mesa.
—Entonces esperaremos el momento justo —respondió otro, con voz grave—. Cuando el emperador parta a la guerra… la luna del imperio se apagará.
Y así, mientras en el palacio celebraban la unión del sol y la luna, en las sombras se gestaba el principio de la oscuridad.