El vínculo los unió, pero el orgullo podría matarlos...
Damián es un Alfa poderoso y frío, criado para despreciar la debilidad. Su vida gira en torno a apariencias: fiestas lujosas, amigos influyentes y el control absoluto sobre su Omega, Elián, a quien trata como un mueble más en su casa perfecta.
Elián es un artista sensible que alguna vez soñó con el amor. Ahora solo sobrevive, cocinando, limpiando y ocultando la tos que deja manchas de sangre en su pañuelo. Sabe que está muriendo, pero se niega a rogar por atención.
Cuando ambos colapsan al mismo tiempo, descubren la verdad brutal de su vínculo: si Elián muere, Damián también lo hará.
Ahora, Damián debe enfrentar su mayor miedo —ser humano— para salvarlos a los dos. Pero Elián ya no cree en promesas... ¿Podrá un Alfa egoísta aprender a amar antes de que sea demasiado tarde?
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17. Elian
El sonido de los golpes resonó hasta mi habitación, atravesando la puerta cerrada como si fuera papel. Cada impacto, cada insulto, cada risa burlona de esos hombres que alguna vez llamaron "amigos" a Damien, se clavaba en mi pecho con una precisión dolorosa.
Me quedé quieto, los puños aferrados a las sábanas, escuchando cómo Damien caía, cómo lo golpeaban, cómo su voz, tan arrogante antes, sonaba quebrada, casi patética.
—Si alguno de ustedes se acerca a Elian...
Apreté los dientes hasta que me dolió la mandíbula. ¿En serio creía que sus palabras vacías me protegerían? ¿Que después de todo, un simple gesto de falsa valentía borraría años de desprecio?
La señora Marta salió en silencio, con un tazón de agua tibia y paños limpios. Sus manos callosas se movieron con eficiencia mientras limpiaba los moretones en el rostro de Damien, la sangre de sus labios partidos. Él no protestó, no se quejó. Dijo que no iría al hospital. Solo cerró los ojos, como si mereciera cada herida.
Yo lo observaba desde la puerta, sintiendo cómo el odio me quemaba por dentro.
Marta no dejó de trabajar, ni siquiera alzó la vista.
—Podrías tener un hueso roto —dijo suavemente.
—Estaré bien.
Damien abrió los ojos entonces, y por primera vez en mucho tiempo, nuestros miradas se encontraron. No vi arrepentimiento en las suyas. No vi lástima. Vi algo peor: resignación.
Como si ya supiera que lo odiaba.
Como si lo aceptara.
Y eso, esa quietud, esa falta de lucha, me enfureció más que cualquier golpe, que cualquier insulto. Porque ahora entendía: Damien no había cambiado. Seguía siendo el mismo cobarde que prefería recibir golpes antes que enfrentar la verdad.
Que había elegido rodearse de esa gente.
Que había preferido hundirse con ellos antes que confiar en mí.
Marta terminó de poner cinta en una cortada en la ceja, y Damien bajó la cabeza, como si el peso de todo lo que no había dicho finalmente lo aplastara.
Yo di media vuelta y regresé a mi habitación, cerrando la puerta con un golpe seco.
El celular vibró entre mis dedos con una insistencia que me erizó la piel casi con ironía. El mensaje de John relucía en la pantalla, cortante en su brevedad:
"Reunión familiar mañana. 20:00 hrs. Sin excusas."
No hacía falta más. Sabía lo que aquello significaba.
La pantalla se empañó bajo mis dedos mientras la limpiaba una y otra vez, como si pudiera borrar esas palabras con el mero roce. Desde el otro lado del departamento, los gemidos ahogados de Damien se filtraban por las paredes. Cada movimiento debía costarle un mundo, con las costillas amoratadas y el labio partido que Marta le había vendado hacía apenas una hora.
El olor a antiséptico se mezclaba con el aroma del caldo que Marta preparaba en la cocina. Antes, ese olor me habría reconfortado. Ahora solo me recordaba lo frágil que todo se había vuelto.
¿Por qué nunca me dijo la verdad? El pensamiento me atravesó como un cuchillo. ¿Por qué dejó que me enterara así, escuchando a esos bastardos burlarse de él?
Mis uñas se clavaron en las palmas hasta dejar marcas. Hubiera preferido mil veces vivir en aquel pequeño departamento que en esta jaula dorada construida sobre mentiras.
Un quejido agudo seguido del sonido de cristales rotos llegó desde la cocina. Los pasos apresurados de Marta, su voz susurrando reprimendas.
—Quédese quieto, señor Damien, que le voy a limpiar esta herida otra vez.
El sonido de su respiración entrecortada al recibir el alcohol me hizo estremecer. Patético. La palabra se formó en mi mente antes de que pudiera detenerla. Verlo así, tan vulnerable, tan... humano, me sacudía hasta la médula.
El celular pesaba como un ladrillo ensangrentado en mi mano. Debía decirle. Debía arrastrarme hasta donde estaba y anunciarle que mañana todo terminaría. Pero mis piernas no respondieron.
¿Qué sería más humillante? ¿Ver cómo John presentaba al nuevo Omega perfecto frente a mis narices? ¿O presenciar cómo Damien bajaba la cabeza y aceptaba, como siempre había hecho?
Otro quejido. Otro "lo siento, Marta" dicho con voz quebrada. Apreté el teléfono contra mi pecho, justo donde la marca latía con un dolor sordo.
Mañana. Mañana le diría.
Pero ese día permitiría que los gemidos de dolor y el olor a medicamentos me convencieran, aunque fuera por unas horas más, de que aún quedaba algo entre nosotros.
***
En la mañana el aroma a café recién hecho y huevos revueltos llenaba el comedor, pero ni siquiera eso podía ocultar el tufo a pomada medicinal que emanaba de los moretones de Damien. La luz matinal se colaba por las persianas, dibujando líneas doradas sobre su rostro maltratado - el pómulo izquierdo violáceo e hinchado, el labio inferior partido en dos lugares, las marcas de dedos amoratadas alrededor de su cuello donde lo habían sujetado.
Observé cómo sus manos temblaban ligeramente al llevar la taza de café a los labios, cómo hacía una mueca de dolor al rozar la herida con el borde de porcelana. El simple acto de sentarse derecho debía ser una tortura con esas costillas lesionadas, pero allí estaba, terco como siempre, fingiendo normalidad.
—¿Necesitas ir al hospital?— pregunté, señalando el paquete de gel que ya se derretía junto a su plato.
Damien negó con la cabeza, haciendo girar lentamente su taza entre las palmas.
—No es nada que no haya tenido antes — Su voz sonaba ronca, como si las palabras le rasparan al salir. Noté cómo evitaba mi mirada, concentrándose en los granos de sal esparcidos sobre el mantel.
Marta apareció silenciosamente para servir más jugo de naranja, sus ojos sabios pasando de mi rostro cerrado al cuerpo magullado de Damien. El sonido del líquido cayendo en el vaso fue el único que rompió el silencio por largos segundos.
—Tu padre me escribió —dije finalmente, haciendo girar mi propia taza entre los dedos. El mensaje aún ardía en mi memoria como una marca de hierro. —Quiere que vayamos a cenar esta noche.
El tenedor de Damien se detuvo a mitad de camino, un trozo de huevo cayendo de vuelta al plato con un sonido húmedo. Vi cómo su mandíbula se tensaba bajo la piel amoratada, los músculos de su cuello marcándose como cables.
— No lo haremos — escupió, clavando el tenedor en la mesa con más fuerza de la necesaria. El metal vibró con un sonido agudo que hizo que Marta se sobresaltara en la cocina.
Miré cómo la luz de la mañana se reflejaba en los cubiertos, en los restos de comida.
—Quizás sea hora de hacer las paces con él— mentí, sabiendo perfectamente que John no quería paces, quería un reemplazo. —O al menos... cerrar este capítulo.
Damien alzó por fin la mirada, y en sus ojos oscuros vi algo que me heló la sangre - no era ira, sino puro terror. Terror de perder lo poco que le quedaba.
—No sabes lo que estás pidiendo — susurró, su voz quebrándose en la última palabra.
Los rayos de sol iluminaban ahora el lado menos golpeado de su rostro, acentuando el contraste entre lo que era y lo que se había convertido. Un alfa roto, un hombre derrotado.
—Hazlo por mí —dije, sabiendo que era una bajeza usar su culpa como arma. Pero funcionó.
Vi cómo tragaba saliva con dificultad, cómo sus hombros se hundían en una derrota silenciosa.
—Está bien — cedió al fin, su voz apenas un susurro.