Julieta, una diseñadora gráfica que vive al ritmo del caos y la creatividad, jamás imaginó que una noche de tequila en Malasaña terminaría con un anillo en su dedo y un marido en su cama. Mucho menos que ese marido sería Marco, un prestigioso abogado cuya vida está regida por el orden, las agendas y el minimalismo extremo.
La solución más sensata sería anular el matrimonio y fingir que nunca sucedió. Pero cuando las circunstancias los obligan a mantener las apariencias, Julieta se muda al inmaculado apartamento de Marco en el elegante barrio de Salamanca. Lo que comienza como una farsa temporal se convierte en un experimento de convivencia donde el orden y el caos luchan por la supremacía.
Como si vivir juntos no fuera suficiente desafío, deberán esquivar a Cristina, la ex perfecta de Marco que se niega a aceptar su pérdida; a Raúl, el ex de Julieta que reaparece con aires de reconquista; y a Marta, la vecina entrometida que parece tener un doctorado en chismología.
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Vacaciones en Familia
A varios kilómetros de Madrid, el viento de la Sierra Norte jugueteaba con su cabello castaño, levantando mechones rebeldes que le hacían cosquillas en la mejilla. Julieta respiró hondo, sintiendo cómo el aroma a tierra húmeda y romero se colaba en sus pulmones como un secreto antiguo. Cada piedra del empedrado parecía susurrar historias bajo el tacón de sus botas de diseño, que resonaban contra el suelo como pequeños tambores de bienvenida.
Los colores esmeralda de la Sierra Norte se desplegaban ante ella como un cuadro gigante, uno que le recordaba con una punzada de nostalgia aquellos primeros trazos temblorosos de su infancia. Sus dedos casi podían sentir el cosquilleo de los pinceles de acuarela, aquellos que su padre le regaló en un domingo que parecía pertenecer a otra vida.
La imagen se formó en su mente con la nitidez de un sueño reciente: ella, sentada en el césped del jardín, con un vestido manchado de pintura y las mejillas encendidas de concentración. Sus pequeñas manos agarraban el pincel como si fuera una varita mágica capaz de convocar paisajes imposibles. Su madre, siempre presente pero nunca invasiva, la observaba desde la ventana con esa sonrisa que era mitad complicidad, mitad amor.
El pincel bailaba sobre el papel blanco, dejando rastros de azul, verde y amarillo. Un paisaje que existía solo en su imaginación infantil comenzaba a tomar forma: montañas que se derretían como helado, árboles que parecían bailarinas vestidas de verde, nubes que flotaban sin gravedad. No era perfecto, pero era suyo.
Su padre había llegado en ese momento, con su traje impecable y su corbata ligeramente aflojada, y en lugar de criticar sus trazos imperfectos, se había agachado a su lado. "Así se hace, pequeña", le había dicho, revolviendo su cabello con una ternura que hacía que el mundo pareciera más grande y más pequeño al mismo tiempo.
Ahora, años después, con la Sierra Norte desplegándose como un telón de fondo, Julieta sintió que aquel niña de los pinceles seguía viva dentro de ella, observando, sintiendo, imaginando.
El BMW gris de Marco zumbaba suavemente a sus espaldas, un recordatorio del presente, mientras sus recuerdos seguían pintando paisajes en su memoria.
—¡Julieta! ¿Puedes ayudar con las maletas? —la voz de Marco la sacó de su ensoñación.
Giró sobre sus talones, observando a su marido luchando con una pila de equipajes que parecían desafiarlo deliberadamente. Su cuñada Lucía supervisaba la escena con una mezcla de eficiencia y exasperación, mientras Paula revisaba una tablet con el presupuesto del viaje.
—¿Maletas? Pensé que era tu especialidad, señor "todo bajo control" —respondió con una sonrisa pícara.
Marco levantó una ceja, ese gesto que ella había aprendido a descifrar como una mezcla de diversión contenida y resignación.
La casa rural respiraba historia por cada uno de sus poros de piedra y madera. Las ventanas, como marcos de cuadros vivos, dejaban entrar la luz de la sierra que pintaba cada rincón con tonos esmeralda y ocre. La chimenea de piedra, robust y antigua, parecía un guardián silencioso que había sido testigo de cientos de historias familiares.
Doña Berta recorría la estancia con el mismo rigor con que una archeóloga examinaría un yacimiento intacto. Sus dedos, cubiertos de anillos de oro blanco que habían pertenecido a tres generaciones de mujeres Sánchez, rozaban discretamente los marcos de las ventanas, evaluando cada centímetro como si estuviera realizando una inspección militar.
Mercedes, la cocinera de toda la vida, movía las provisiones con la precisión de un general estratega. Sus manos, curtidas por décadas de preparar banquetes familiares, colocaban cada producto en su sitio exacto. Junto a ella, Soraya —la empleada que conocía más secretos de la familia que un confesor— la ayudaba, intercambiando miradas cómplices.
Conseguir que doña Berta aceptara este viaje había sido toda una hazaña diplomática. Durante días, Mercedes y Soraya habían trabajado como un equipo de inteligencia, susurrando argumentos, soltando indirectas sobre lo beneficioso que sería un descanso, hasta que finalmente la matriarca había cedido. No porque estuviera convencida, sino porque estaba ligeramente cansada de la persistencia de sus aliadas.
—Tengo planes —susurró Julieta a Marco, rozando su brazo con la sutileza de una pluma—. Estos serán unos días que nadie olvidará.
La mirada de Julieta brillaba con ese fuego travieso que Marco conocía tan bien. Era ese mismo brillo que le había enamorado meses atrás, ese destello que prometía aventuras, caos creativo y momentos absolutamente impredecibles.
Las niñas ya habían caído completamente rendidos ante su encanto. Ana María, Mía y Pía la observaban con ojos de heroína de aventuras, dispuestas a seguir cada una de sus locuras como si fueran soldados leales a su capitán. Arturo y Miguel intentaban mantener esa fachada de seriedad adolescente, pero las comisuras de sus labios los delataban, amenazando con convertirse en sonrisas cómplices.
Marco conocía esa mirada. Sabía que cuando Julieta decía "tengo planes", el universo entero debía prepararse para un tsunami de creatividad e imprevistos. Lo que vendría no serían unas vacaciones familiares tradicionales, sino algo más parecido a un reality show experimental donde la única regla sería no tener reglas.
Y mientras doña Berta seguía inspeccionando la casa, Mercedes y Soraya intercambiaban miradas de complicidad, Julieta ya estaba maquinando su primer movimiento en este tablero de juego familiar que estaba a punto de comenzar.
—Necesitamos un plan —murmurmó para sí misma, observando el terreno como un general antes de una batalla—. Un plan absolutamente brillante.