El alfa Christopher Woo no cree en debilidades ni dependencias, pero Dylan Park le provoca varias dudas. Este beta que en realidad es un omega, es la solución a su extraño tormento. Su acuerdo matrimonial debería ser puro interés hasta que el tiempo juntos encienden algo más profundo. Mientras su relación se enrede entre feromonas y secretos, una amenaza acecha en las sombras, buscando erradicar a los suyos. Juntos, deberán enfrentar el peligro o perecer.
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CHISPAS DE ATRACCIÓN (parte 2)
Cuando salí de la ducha, aun con el cuerpo húmedo y solo una toalla cubriéndome, lo primero que noté fue presencia en mi cama. Dylan estaba sentado allí, con la bata apenas sujeta y la mirada fija en el suelo. No parecía sorprendido al verme, como si hubiera estado esperando.
Caminé hacia él, secándome el cabello con una toalla. Nuestros ojos se encontraron, y sin necesidad de explicaciones, tomó la secadora y comenzó a ayudarme.
Le dejé hacer lo que quisiera.
El silencio entre nosotros era denso, interrumpido solo por el zumbido del aparato. Cuando terminó y pareció dispuesto a hablar, no se lo permití. Lo atraje por la cintura, haciéndolo sentarse sobre mi regazo. Su cuerpo se tensó, pero no se apartó. Vi el brillo húmedo en sus pupilas, la contención desesperada de quien no quiere permitirse llorar.
—Si te envuelvo en mis feromonas para calmarte… ¿Volverás a empujarme? —murmuré, recordando la primera vez que nos conocimos.
Dylan desvió la mirada y, tras un momento de duda, aceptó.
Con su permiso, dejé que mi esencia lo envolviera y, poco a poco, su cuerpo cedió. Dio un suspiro pesado y, sin resistencia, lo alcé en brazos, llevándolo a la cama. Apenas nos acomodamos, se aferró a mí con fuerza, escondiendo el rostro contra mi pecho desnudo. Lo cubrí con la manta y, sin que hiciera falta preguntarle, comenzó a hablar.
Tenía 21 años cuando sus padres fallecieron. No dijo cómo ni por qué. Solo que, desde entonces, se hizo cargo de sus hermanas: Coral, aun en la escuela, y Azul, una recién nacida. Tomó el rol de protector sin elección, asumiendo una responsabilidad que no le correspondía. A pesar de la dureza de la vida, siguió adelante por ellas. Pero ahora, tras lo que ocurrió con Coral, se sentía destruido. Se culpaba por no haberla protegido mejor.
Habló mientras las lágrimas caían en silencio, sin emitir un solo sonido. Nunca me mostró su rostro, pero las sentí deslizarse sobre mi piel. Tuve el impulso de secarlas, de besarlas y de recoger cada una con mis labios.
Sus preguntas lo atormentaban. ¿Cómo ayudar a Coral a superar esto? ¿Qué pasaría después? Sujeté su rostro con suavidad, obligándolo a mirarme. Su mirada era la de un omega en su estado más vulnerable. Mi corazón latió con más fuerza y, sin poder evitarlo, besé su frente antes de estrecharlo entre mis brazos.
Le aseguré que no tenía que preocuparse por los bastardos que hicieron esto. En cuanto nuestras miradas se cruzaron cuando llegué a la mansión, él lo entendió todo. Y sobre Coral… no la dejaríamos sola.
Hablamos más esa noche que en todo el tiempo que llevábamos juntos. Me contó sobre su vida y sus hermanas, y yo lo escuché sin interrumpirlo. Cuando finalmente se quedó dormido en mis brazos, llevé una mano a mis ojos, ocultando mi expresión.
Porque él…
Todo en él me confundía.
Sentía que estaba cayendo en un abismo del que no habría escape. Atrapado en esta sensación abrasadora en mi pecho. Una sensación que solo encontraba alivio cuando él estaba a mi lado. Y, antes de que el sueño me venciera, dejé un último beso en su piel y susurré en inglés:
—I feel like I could… burn the world down… for you.
Desde ese día, tuve claro que Dylan y sus hermanas debían mantenerse alejados de todo el caos. Quería que se enfocaran en sanar y seguir adelante, pero Dylan no me lo puso fácil. Seguía con su rutina, yendo a dar clases como siempre. No pude detenerlo; después de todo, le gustaba enseñar.
Un día, aprovechando que ambos teníamos tiempo libre, nos quedamos en la mansión con ellas. Para distraerlas, terminamos jugando a las escondidas o, mejor dicho, ellas jugaban y nosotros sufríamos. Porque los niños… Dioses, los niños tienen una energía inagotable, y Azul era el doble. No importaba cuántas veces contáramos ni cuántas rondas lleváramos, ella quería más. En algún punto, Dylan y yo terminamos tirados en el suelo, respirando agitadamente. Él había contado siete veces, yo nueve, y juraría que mi alma estaba a punto de abandonarme.
Cuando Azul encontró a Coral, supe que se avecinaba peligro. Apenas abrió la boca sugerir otra ronda, Dylan y yo nos miramos con pánico y gritamos al unísono:
—¡Es tarde! ¡Hora de cenar!
Por primera vez, nos sentimos como camaradas en una batalla, pero entonces me di cuenta de algo. ¿Cena? ¿Qué cena? Miré la hora. Pasaban las once de la noche. Suspiré y fui a revisar el refrigerador.
Vacío.
Eso nunca pasaba. Me llevé una mano a la frente y recordé que no fui al supermercado. Maldición, pero aún quedaba el que abría 24 horas. Tomé mi abrigo y me dispuse a salir, pero tres voces detrás de mí me detuvieron.
—Te acompañamos.
Así fue como terminamos los cuatro yendo al supermercado en plena noche. Había pocas personas recorriendo el pasillo, lo cual era perfecto porque no quería lidiar con miradas innecesarias. Azul iba adelante con toda la energía del mundo, sujetando la mano de Coral, mientras Dylan caminaba a mi lado con gesto relajado, pero atento.
—¿Qué necesitamos? —preguntó, mirando los estantes.
—Todo. —respondí con resignación—. No hay absolutamente nada en la casa.
—Deberías habérmelo dicho antes. Pude haber ido de compras ayer.
A partir de aquí, todo se descontroló antes de que pudiera darme cuenta. Al principio, era un simple juego. Mientras empujaba el carrito, hicimos que Azul se sentara dentro como si fuera la receptora profesional del beisbol. Dylan y Coral le lanzaban productos uno a uno, y ella, con una precisión sorprendente, los atrapaba todos mientras se reía a carcajadas. Su entusiasmo era contagioso, y hasta yo terminé animándome.
Pero entonces… se desató el caos.
Las hermanas Park desaparecieron en otra dirección y, antes de que pudiera reaccionar, reaparecieron con un carrito completamente lleno de golosinas: chocolates, galletas, helado, caramelos… básicamente, toda la sección de dulces del supermercado.
Dylan y yo nos miramos. Un segundo después, sin necesidad de decir nada, tomamos otro carrito y empezamos a llenarlo también. Claro, nosotros lo hacíamos con más “responsabilidad”, revisando etiquetas y comparando precios, pero al final, no fue muy diferente.
Cuatro carritos. Cuatro, llenos hasta el tope.
Cuando terminamos, subimos las bolsas a la camioneta. El silencio en el vehículo fue casi cómico. Solo se escuchaba el leve crujir de las bolsas y las risas cómplice de Coral y Azul.
Esa noche, la cena quedó en el olvido. En su lugar, decidimos encender una fogata en el jardín. La madera crepitaba suavemente mientras las llamas iluminaban nuestros rostros, proyectando sombras danzantes contra la oscuridad. Con tazas de chocolate caliente en las manos y malvaviscos asándose al fuego, el ambiente se volvió cálido, acogedor… y perfecto.
Miré a mi alrededor. Coral reía con Azul, quien intentaba asar su malvavisco sin que se le cayera en las brasas. Dylan, a su lado, la ayudaba pacientemente, sujetando un par más para que no se desesperara. La tristeza que pesaba sobre ellos estaba ahí, sí, pero por primera vez en mucho tiempo, sentí que comenzaba a cicatrizar.
El aire era fresco, pero todos teníamos mantas sobre las piernas, cubriéndonos por si acaso. La brisa nocturna era suave, apenas un susurro que se mezclaba con el crepitar del fuego y las voces animadas de los Park.
Fue entonces cuando tomé una decisión. Me levanté y fui por mi guitarra. No la había tocado en años, quizá demasiado tiempo. Al sujetarlas entre mis manos, el peso familiar me recordó viejos tiempos, recuerdos enterrados que preferiría no desenterrar en ese momento, pero ahora no se trataba de mí.
Dylan me miró de reojo mientras volvía a mi lugar.
—¿Y eso? —preguntó, con curiosidad.
Acomodé la guitarra sobre mi pierna, probé un par de acorde y, tras un breve instante silencio, comencé a tocar. Mi voz se unió a las notas, una canción en inglés que sonaba así:
Tell me if it was ever real,
if everything was just as I felt,
just stop deceiving me,
because your embrace feels like home.
Cruel and silent, a love so brave,
but something lingers in your eyes,
a hidden secret, wrapped in lies,
you are my first and last regret.
Close your eyes, don’t ask why,
just hold me once before goodbye,
tell me, baby, am I asking too much?
you’re my favorite feeling, you were my favorite feeling.
Cuando dejé que las últimas notas se desvanecieran en el aire, levanté la mirada y fijé mis ojos en Coral.
—Tu turno —indiqué, inclinando un poco la cabeza en su dirección.
—¡¡Siiii!! ¡¡Unnie!! ¡¡Canta, canta!! —pidió Azul, con emoción y motivándola.
Dylan me miró y le hice un leve gesto para que la animara también. Él suspiró e intentó hacerlo sin presionarla. Desde lo ocurrido ella no ha querido volver a cantar ni bailar y solo ha estado continuando con sus estudios en la preparatoria. Y esta vez quería que lo intentara, aunque sea un poco.
Ella conocía la canción, lo practicamos juntos cuando supervisaba sus estudios en inglés. Al principio, su voz salió temerosa e insegura, pero cuando miró a sus hermanos, algo en su expresión cambió y comenzó a cantar más segura de sí misma, tomé el último verso y la canción terminó:
Let the night hide what we know,
will it change what we believe?
Hold me tight, one last time,
even if it’s just a lie.
Close your eyes, don’t ask why,
just hold me once before goodbye,
tell me, baby, am I asking too much?
you’re my favorite feeling, you were my favorite feeling.
If I turned back time, would you lie again?
I was the first to fall so deep,
and if you leave, don’t look back, go without being cruel,
I’ll just remember this favorite feeling, you were my favorite feeling.
I’ll just remember this favorite feeling, you were my favorite feeling.