Catia Martinez, una joven inocente y amable con sueños por cumplir y un futuro brillante. Alejandro Carrero empresario imponente acostumbrado a ordenar y que los demás obedecieran. Sus caminos se cruzarán haciendo que sus vidas cambiarán de rumbo y obligandolos a permanecer entre el amor y el odio.
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Capitulo XVI La farsa de una boda
El silencio dentro del coche de lujo era más ensordecedor que cualquier discusión. Catia miraba la tarjeta de Sebastián que Alejandro había arrojado en el portavasos. La libertad financiera de su tía era un hecho, pero su propia libertad estaba en duda.
—¿Por qué? —preguntó Catia, con la voz apenas un susurro, rompiendo el tenso silencio.
Alejandro ni siquiera la miró, concentrado en la autopista. —Pagar esa deuda era el movimiento más eficiente. Neutralicé la única debilidad que Sebastián podría usar para chantajearte. Ahora, tú me debes lealtad, no dinero.
—Usted me compró —afirmó Catia, el dolor de la humillación quemándole las mejillas.
—Te protegí. Es una diferencia sutil que no entenderías. Y te necesito casada conmigo para la medianoche, Catia.
Sus palabras eran dagas afiladas que atravesaban el pecho de la joven causando un profundo dolor al saber que no era libre y que después de ese día nunca más lo sería.
Alejandro tomó su teléfono, su tono regresando al del empresario calculador. —No podemos esperar un mes. Sebastián sabe demasiado, y mi abuelo está demasiado cerca. Hay que neutralizarlos a ambos antes del amanecer.
Llamó a su abogado, dándole órdenes precisas con una frialdad escalofriante.
—Quiero un juez de paz en la Carrero Tower en dos horas. Los papeles prematrimoniales deben estar listos. Y que me notifiquen cuando Don Rafael y Sebastián regresen a la ciudad. Necesitamos casarnos antes de que puedan mover un dedo.
Catia se sintió mareada. Dos horas. Su vestido de novia sería un vestido prestado, su marcha nupcial sería el ascensor ejecutivo, y su marido sería el hombre que la veía como un "activo".
—No podemos casarnos así —protestó Catia, sintiendo la urgencia del pánico—. No es legal sin... sin testigos, sin...
—Mi abogado lo hará legal. Y sí, Catia, podemos. Es la única forma de que mi abuelo pierda la facultad de intervenir en mi empresa. Legalmente, al estar casado, el ultimátum caduca. Lo siento, es la única manera que tengo de salvar lo que es mío.
—Si, pero a cambio de mi libertad.
—Tendrás todo lo que quieras, eso es mucho más que una libertad a medias. — respondió Alejandro.
—¿Por qué sería una libertad a medias?
—Realmente nadie en este mundo es libre, siempre hay un precio que pagar. Con el tiempo te vuelves esclavo de tu propia vida. — Aseguro Alejandro mostrando una parte de su personalidad que nadie conocía.
Al llegar a la Carrero Tower, el ambiente era frenético. El lobby, normalmente aséptico, se había transformado en un cuartel general de urgencia legal.
Valeria Solís, la eficiente secretaria de Alejandro, esperaba, con una expresión que mezclaba el shock con la lealtad absoluta.
—Señor Carrero, el juez está en el piso 50. El informe indica que Don Rafael y el señor Rivas salieron de la hacienda hace treinta minutos. Están conduciendo rápido.
—No lo suficiente —murmuró Alejandro.
Alejandro jaló a Catia hacia el ascensor privado. En el breve ascenso de cincuenta pisos, Catia se dio cuenta de que este sería su único momento para protestar realmente.
—Esto es un error. Yo no quiero ser su esposa.
—No tienes que quererme, Catia. Solo tienes que firmar —dijo Alejandro, su rostro duro.
—¡Yo quiero mi vida de vuelta! ¡Quiero mis estudios!
—Tendrás todo, Catia. La única diferencia es que lo tendrás como mi esposa. Y como mi esposa, tendrás acceso a todo el imperio Carrero. Deja de luchar contra lo inevitable.
Una ola fría recorrió el cuerpo de la joven, aunque la propuesta de Alejandro era muy tentadora, ese matrimonio era una farsa en la que no había amor, un amor de cuentos de hadas como el que habían tenido sus padres, un amor con el que toda mujer sueña.
El ascensor se abrió mostrando el piso 50 tan austero como siempre. Un juez de paz, el abogado y un par de testigos esperaban junto a la inmensa ventana panorámica. No había flores, ni música, solo la cruda realidad de un contrato.
Alejandro se colocó frente al juez. Catia, sintiendo que sus sueños se ahogaban, se puso a su lado.
La ceremonia fue un borrón de palabras legales y promesas que Catia no sentía. Cuando llegó el momento de los votos, Alejandro, mirando a Catia con una intensidad fría, no juró amor; juró protección.
—Yo, Alejandro Carrero, te tomo a ti, Catia Martínez, como mi legítima esposa. Te prometo lealtad y protección contra cualquier enemigo.
Catia, sintiendo el peso del anillo de diamantes de la madre de Alejandro, dijo sus votos mecánicamente, jurando un destino que no había elegido.
—Sí, acepto.
El juez los declaró marido y mujer. Justo en ese instante, la puerta se abrió de golpe.
—¡DETENGAN ESTA FARSA! —gritó Don Rafael, que acababa de llegar al lobby de la torre, seguido de cerca por Sebastián y una horda de seguridad.
Alejandro no se inmutó. Tomó a Catia, la besó con una convicción forzada ante el juez y el abogado, y luego se dirigió a su abuelo con el certificado matrimonial en la mano.
—Llegas tarde, abuelo. Legalmente, tu ultimátum acaba de expirar. Catia Martínez de Carrero es mi esposa. Y el control de mi empresa es, y siempre será, mío.
El matrimonio había sido consumado, no por amor, sino por estrategia. Catia era ahora la esposa de Carrero, atada a un destino de intrigas y a un hombre cuyo corazón era tan frío como el cristal de su torre.
La imponente figura de Don Rafael Carrero se detuvo justo en el umbral, su rostro una máscara de furia y derrota. Detrás de él, Sebastián Rivas exhalaba con frustración, sabiendo que su jugada había sido neutralizada.
Alejandro, con el certificado de matrimonio en una mano y a Catia firmemente a su lado, enfrentó a su abuelo con una calma triunfal.
—Llegas tarde, abuelo —repitió Alejandro, su voz resonando con una autoridad que nunca antes se había atrevido a mostrarle al patriarca—. La ceremonia ha concluido. Legalmente, Catia Martínez de Carrero es mi esposa.
Don Rafael dio un paso hacia adelante. Su voz temblaba, no solo por la edad, sino por la rabia. —¡Esto es una farsa, Alejandro! Sé que la has coaccionado, que has usado su miserable situación económica. ¡Yo sé la verdad sobre su panadería!
—La verdad es que la panadería de mi esposa ya no tiene deudas, abuelo. La deuda se ha saldado. Ella no me debe nada. Yo no le debo nada. Solo nos debemos lealtad mutua.
Alejandro se inclinó ligeramente hacia Don Rafael, susurrando con una crueldad medida: —Y si yo he sido lo suficientemente "bruto" como para casarme en dos horas para salvar mi empresa, ¿qué significa eso para mi compromiso, abuelo?