Pesadillas terribles torturan la conciencia y cordura de un Hombre. Su deseó de proteger a los suyos y recuperar a la mujer que ama, se ven destruidos por una gran telaraña de corrupción, traición, homicidios y lo perturbador de lo desconocido y lo que no es humano. La oscuridad consumirá su cordura o soportará la locura enfermiza que proyecta la luz rojo carmesí que late al fondo del corredor como un corazón enfermo.
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El Hombre Sin Ojos. Pt15.
Al fin llegamos a la salida. El aire fresco del mar nos golpea la cara. Respiro profundo, miro atrás. El edificio se alza inmóvil, pero… hay algo ahí, en la penumbra. Algo esperando. Y tengo la sensación de que esto no es el único secreto que esconde la Casa 47.
Caminamos directo al coche. Guardamos las cajas en el maletero del coche, ya quedo lleno. Tres más van en los asientos traseros. Héctor me extiende la mano sobre el techo.
—Dame un cigarrillo —dice, mirando el cielo.
Meto la mano al bolsillo del abrigo y saco la cajetilla junto con mi viejo encendedor. Le paso uno y tomo otro para mí. El me regresa las llaves del Mustang deslizándolas en el techo. Encendemos los cigarrillos en silencio, observando el edificio bajo la luz temblorosa de la madrugada.
Las olas de la costa resuenan por todos lados, el salado aroma del mar siempre me recuerda a… mamá… El humo se eleva lento desde mi mano, como si también quisiera irse de ahí. Los motores de los pescadores comienzan a sonar a lo lejos, retumbando con la ciudad que comienza a moverse una vez más. El cielo aun esta oscuro, cubierto de estrellas, las nubes se alejan directo al Sur de Cuatro Leguas.
Abro la pesada puerta del coche y entramos. Dentro del coche, le pregunto:
—¿Conoces algún lugar donde podamos guardar todo esto?
—El único sitio donde nadie se atrevería a tocar ni una caja —responde, exhalando el humo por la ventana— es tu departamento. Nadie entra a ese basurero, ni siquiera las ratas del distrito Sur. Todos le temen a Maik.
Resoplo, molesto, pero tiene razón.
—Está bien. En la comisaría no puede quedar rastro de esto y en tu cueva hay demasiados ojos a diario.
Arranco el coche, su motor ruge. Una vez más se despierta, suena molesto, como si le molestaran los kilos de secretos que ahora lleva dentro.
Acelero por la oscura calle costera. Giramos por la calle lateral, directo al Sur. Y justo antes de tomar la curva. Lo veo por el retrovisor, una furgoneta negra con farolas rojas se detiene frente a la Casa 47.
Freno de golpe. Apago las luces y el motor. Nos escondemos detrás de un contenedor oxidado. Solo la punta del coche queda asomando.
Veo como se abre la puerta lateral de la furgoneta y bajan cinco tipos más el chofer. Trajes negros. Detalles rojos. Linova. El aire se tensa dentro del coche.
Discuten entre ellos, pero la distancia y las olas no nos dejan escuchar. Aun así, distingo las hachas y los tarros de combustible que cargan.
—Van a quemarlo —murmura Héctor.
—Sin duda. Es un milagro que saliéramos a tiempo, o los dioses tuvieron piedad. Si nos hubieran encontrado adentro…
Héctor enciende su cámara, apaga el flash, ajusta el lente y dispara ráfagas sin sonido. Click. Click. Click. Las imágenes de los rostros se reflejan en la pantalla como espectros congelados.
Cinco entran. Uno se queda afuera, fumando. El fuego, pronto, lo borrará todo. Me quedo mirando el humo del cigarrillo del hombre, recortado contra las luces de la furgoneta.
—¿Esperamos? —pregunto.
—No —responde Héctor sin dejar de mirar el visor—. Ya tenemos suficiente. Si nos ven, estamos jodidos. No sabríamos cómo explicar que entramos a una propiedad privada… y menos si es de los Linova.
—Tienes razón. Larguémonos de aquí.
Arranco el coche nuevamente. El tipo apoyado en la furgoneta no nos nota, su cara esta iluminada con su teléfono.
Mientras nos alejamos, el espejo del retrovisor se ilumina de rojo. El fuego empieza a devorar la Casa 47. Y en mi mente, la frase vuelve, grabada como una cicatriz: “No saltes aún.”
Conduzco en silencio. Héctor va en el asiento del copiloto, abre su laptop, tecleando sin parar mientras revisa los archivos de las cajas traseras. El zumbido del motor se mezcla con el sonido de las teclas. El aire dentro del coche huele a sudor, ceniza y polvo antiguo.
Una hora después de silencio y tecleos, llegamos a la frontera con mi distrito Sur. Las máquinas del muro nos escanean, frías, impasibles. Pero tienen prohibido ver dentro de mi Mustang. Coloco mi placa sobre el escáner. La luz verde baña el parabrisas:
La barrera blindada se abre con un gemido metálico. Los guardias ni siquiera nos miran. Saben quiénes somos. O quizás solo fingen no saberlo.
Entrar al distrito Sur siempre me da la misma sensación: como si el aire volviera a ser respirable. Las calles no están llenas de ojos vigilantes, ni de trajes negros acechando desde las esquinas. Respiro. Conduzco más rápido. A esta hora, la ciudad todavía bosteza; los trabajadores apenas empiezan a llenar las avenidas con su rutina de siempre.
En el horizonte. La luz de la mañana se cuela por el parabrisas, suave, pálida, dándome un bello y lúgubre amanecer sobre las negras nubes. El tablero marca las 8:50 a.m.
Pasamos un poco más de 5 horas en el distrito Norte, me quedan unas veinticuatro horas más, antes de poder pedir otro permiso, —maldita burocracia—. El olor de la mañana se cuela por la ventana a medio abrir. La brisa es agradable, pero no dejo de sentir esta sensación, de que olvidé algo dentro de la casa 47.
Saco un cigarrillo, lo enciendo, y dejo que el humo se mezcle con el olor metálico del coche. Ya e fumado como animal en estas pocas horas, como siempre cuando algo se complica demasiado.
—Si el teniente no puede hacer algo con lo que encontremos —digo mientras exhalo—, tendremos que buscar otra forma. Exponerlos, aunque sea parcialmente. Que el gobierno al menos se vea obligado a actuar.
Héctor no aparta la vista de su laptop. Teclea sin parar, los ojos hundidos en la luz azul del holograma.
—Dudo que el gobierno no sepa —responde con calma—. Si me preguntas, están tan metidos como los Linova.
De que habla. Levanto una ceja y con duda le pregunto.
—¿Tienes pruebas de eso o solo sospechas tuyas?
—Pruebas —responde—. En los pocos documentos que he revisado, hay conexiones de dinero entre empresas de gobierno, la milicia, la policía y corporaciones con nombres de políticos de todos los colores.
—Mierda. Si esto es correcto, esta mierda será más complicada de lo que esperaba.
—Esto es grande, hermano. Demasiado grande. —Hace una pausa, su tono se apaga un poco— Si intentamos exponer todo, nos van a borrar en un segundo. Mejor guardar silencio… y, si es necesario, filtrar solo lo justo.
Asiento, aunque me repugna tener que aceptar eso. El humo del cigarrillo se disuelve en el aire y con él mi breve sensación de calma.