Anastasia Volkova, una joven de 24 años de una distinguida familia de la alta sociedad rusa vive en un mundo de lujos y privilegios. Su vida da un giro inesperado cuando la mala gestión empresarial de su padre lleva a la familia a tener grandes pérdidas. Desesperado y sin escrúpulos, su padre hace un trato con Nikolái Ivanov, el implacable jefe de la mafia de Moscú, entregando a su hija como garantía para saldar sus deudas.
Nikolái Ivanov es un hombre serio, frío y orgulloso, cuya vida gira en torno al poder y el control. Su hermano menor, Dmitri Ivanov, es su contraparte: detallista, relajado y más accesible. Juntos, gobiernan el submundo criminal de la ciudad con mano de hierro. Atrapada en este oscuro mundo, Anastasia se enfrenta a una realidad que nunca había imaginado.
A medida que se adapta a su nueva vida en la mansión de los Ivanov, Anastasia debe navegar entre la crueldad de Nikolái y la inesperada bondad de Dmitri.
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capitulo 16; No era coincidencia.
El auto ya la esperaba frente al portón. El chofer abrió la puerta trasera sin decir una palabra. Pero ella no entró.
Se detuvo ahí mismo, en la acera. Cerró los ojos por un segundo. Respiró hondo. Luego abrió el bolso, sacó su teléfono y buscó un número que no marcaba desde hacía años.
Papá.
Lo miró unos segundos. Dudó. Y al final, pulsó llamar.
Un par de tonos. Luego una voz áspera, más vieja de lo que recordaba.
—¿Galina?
—Papá… necesito hablar contigo. Es sobre Anastasia.
Hubo silencio. Un silencio largo.
—¿Por qué me llamas ahora?
—Porque no la encuentro —dijo ella, apretando la mandíbula—. Fui a la casa de Mikhail. Nadie me da razón. No está. Y tengo un mal presentimiento.
—¿Qué quieres que haga yo?
—Quiero que me ayudes —soltó, tragándose el orgullo como si fuera veneno—. Alguien tiene que saber algo. Tú tenías conocidos. Amigos. Contactos…
—No te metas en eso.
La frase la golpeó.
—¿Perdón?
—No es asunto tuyo. Esa familia ya está podrida desde que Irina decidió casarse con ese imbécil.
—¡Era tu hija! —espetó Galina—. ¿Te vas a quedar con el orgullo incluso después de que se murió?
—Ella eligió su camino. Y se alejó. Igual que tú.
Galina sintió un nudo en el pecho. No por lo que decía. Sino por cómo lo decía.
Como si fueran extraños. Como si nunca hubieran sido familia.
—No estoy llamando para revivir peleas viejas, papá. Estoy llamando porque tu nieta no esta.
—Tú no sabes en qué te estás metiendo. Déjalo así.
—¿Cómo que lo deje así?
—Hazme caso, Galina. A veces es mejor no buscar lo que no estás preparada para encontrar.
—¿Tú sabes algo? —preguntó, con los ojos clavados en la nada—. ¿Tú sabes dónde está Anastasia?
Pero del otro lado, la línea ya estaba muerta.
Galina bajó el teléfono lentamente. Se quedó ahí, parada. Pero dentro de ella… algo se quebró.
No era tristeza.
Era decepción.
Era esa certeza de que, al final, estaba sola.
Caminó hacia el auto, subió sin decir una palabra. Cerró la puerta con fuerza.
—¿A dónde, señora? —preguntó el chofer.
Ella miró al frente, con la mirada fija.
—Llévame al hotel. Y mañana... quiero el nombre de alguien que trabaje con registros migratorios, propiedades, cuentas. Todo.
—¿Está buscando a alguien?
Galina cruzó las piernas, sin apartar la vista de la ventana.
—Estoy buscando alguien muy valiosa.
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[POV' Anastasia]
Volver a la mansión se sintió más raro de lo que esperaba. No es como si hubiera pasado tanto tiempo fuera… pero igual, el ambiente era distinto. O capaz la que cambió fui yo.
El frío me pegó de frente cuando bajé del auto. Me envolví un poco más en el abrigo, pero no fue por el clima. Era esa sensación rara, como cuando experimentas algo que no esperabas.
Inna estaba en la entrada, parada como siempre, recta, impecable. No dijo nada. Yo tampoco. Entre nosotras no hay charla, ni sonrisas, ni nada. Ella hace su trabajo, yo paso de largo. Es lo que hay.
Titán fue el primero en acercarse. Tranquilo, firme, con ese andar suyo que no necesita avisar. Me olfateó como si necesitara asegurarse de que seguía siendo yo. Le pasé la mano por la cabeza sin pensarlo. Fue automático. no pensé ganarme el cariño de este grandote.
Y luego, La pantera. Salió de dentro de la casa sin hacer ruido, como si llevara todo el día observando. Me miró con esos ojos amarillos. Se acercó, me rozó la pierna, y desapareció. Así, sin más. Siempre hace lo mismo.
Subí las escaleras sin prisa. Dos guardias conversaban en voz baja junto al pasillo; bajaron la mirada en cuanto pasé. Una chica del servicio salía de una alcoba con un plumero y me dedicó un “señorita” apenas audible antes de perderse por la escalera de servicio. Todo como siempre…
Abri el cajón de la mesita el móvil seguía donde lo había dejado: batería casi muerta. Lo enchufé. Tardó unos segundos en encender. Vibró al conectarse al Wi-Fi y, de golpe, aparecieron notificaciones como palomas hambrientas: titulares sobre la explosión, mensajes atrasados, promociones absurdas, y tres llamadas perdidas de una semana atrás —todas del número fijo de mi casa.
Lo primero que apareció fue una historia de Sonia —mi media hermana— sonriendo en un café nuevo en San Petersburgo, hashtag #SweetSunday. En la foto salía perfecta, filtros suaves, el latte con forma de corazón, texto rojo que decía “Papá dice que si apruebo todo me regalará un coche nuevo".
Pasé al hilo de noticias y me topé con las primeras notas filtradas del atentado. “Explosión sacude gala privada en Moscú”; “Se especula sobre disputa entre grupos financieros”. Ninguno mencionaba a los Ivanov. Claro. En esta ciudad los nombres grandes siempre quedan fuera de los titulares.
Bloqueé la pantalla y dejé el móvil boca abajo. Por un segundo, me pregunté si sentirme ignorada por mi propia familia me dolía más que el susto de anoche. Difícil decisión.
Me incorporé, necesitaba moverme. Abrí el armario, busqué un suéter ancho y me lo puse, más por sensación de abrigo que por frío real. Corrí la cortina y miré hacia los jardines.
Detrás de mí, un golpe suave en la puerta.
—¿Señorita? —la voz de una empleada—. Le traje té caliente. Orden del señor Nikolai.
Me senté otra vez, con la taza humeando entre las manos. Mientras observaba el jardín.
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[POV' Nikolái]
Cerré la puerta del despacho con el hombro y, por primera vez en mucho tiempo, me quedé quieto escuchando el propio eco. El golpe del pestillo sonó más fuerte de lo normal, quizá porque los oídos aún zumbaban después de la explosión. Tenía la camisa medio abierta y el olor a humo pegado a la piel; cada vez que inspiraba, aquel perfume rancio de tabaco, madera encerada y pólvora me recordaba que la noche había salido peor de lo previsto.
El cuerpo me dolía en algunas zonas, pero nada que mereciera atención. Golpes menores. Lo usual después de una noche como la de ayer. La explosión fue un buen intento. No el primero. Probablemente no el último.
Me quité la camisa sin mirar dónde caía. Ni un rasguño serio. Dmitri se llevó la peor parte, y aún así seguía caminando como si nada. Serví vodka. Uno largo. Lo bajé de un trago. No por ansiedad.
Por rutina.
Dmitri apareció cuando todavía no había dejado el vaso. Se dejó caer en el sofá, brazos cruzados, la cabeza echada atrás. No abrió la boca; no hacía falta.
Estiré la mano, rellené el vaso y me quedé apoyado en el borde del escritorio, escuchando cómo la tranquilidad artificial del sistema de seguridad zumbaba sobre nuestras cabezas. Un recordatorio amable de que la mansión seguía en modo fortaleza… y de que esta noche —por poco— no sirvió de nada.
Alexei entró sin llamar, costumbre que le permito porque cuando aparece con ese paso rápido es porque trae algo no tan bueno. Llevaba un sobre marrón, casi arrugado de tanto apretarlo.
—Llegó hace una hora —dijo, y lo soltó sobre la mesa como si llevara ácido dentro.
Abrí el sobre. Un pendrive limpio. Sin marca, sin firma. Lo conecté al portátil. El archivo arrancó solo.
La primera imagen era la entrada principal del lugar de la subasta. Cámara baja, encuadre perfecto; sabía dónde mirar. Anastasia bajando del auto, Dmitri detrás, luego yo. Después, el fogonazo. Vidrio, chispas, humo. La cámara no se movió ni un milímetro: quien estaba allí sabía exactamente lo que iba a ocurrir.
Cuando el humo tapó toda la imagen, apareció una única palabra blanca en el centro:
"Vetvi" (rama en ruso)
Tragué saliva. El vaso tembló apenas en mi mano, no por miedo sino por rabia. Vetvi —ramificaciones— era un sello que conocíamos bien, uno que creímos enterrado hacía tres años junto con su dueño.
—Dime que no es lo que pienso —murmuró Dmitri.
Lev Markov.
Ese bastardo…
Tantos años desaparecido. El puto Lev. Nuestro estratega de operaciones clandestinas, dado por muerto en Georgia después de una venta de información que terminó con fuego cruzado y dos cadáveres irreconocibles. Habíamos asumido que uno de ellos era él. Nadie abandona el Círculo y vive para contarlo. Nadie...
—¿Ubicación? —pregunté.
—Moscú. Distrito industrial, zona vieja de almacenes. no parece fugitivo —respondió Alexei, deslizando el dedo por el móvil.
Apoyé el vaso, me limpié la mano en el pantalón y respiré hondo. El vodka me raspó la garganta al volver a tragar, esta vez con intencionalidad.
—Mandá a los Greko —ordené—. Quiero a Lev vivo y con la lengua suelta. Si se resiste, que no le queden dedos para teclear, pero que siga hablando. Y quiero verlo en esta misma silla antes del amanecer.
Alexei ya estaba redactando el mensaje. Dmitri se levantó despacio, crujido de cuero incluido.
—El tipo desapareció durante tres años, Kolya. Alguien lo amparó. Atrapar al perro no sirve si el amo sigue suelto.
—Primero le arrancamos el bozal al perro —gruñí—, luego buscamos al amo.
Caminé hasta el ventanal. Afuera caía una fina llovizna que reflejaba los focos del jardín. Pensé en Anastasia, en cómo temblaba pese a hacerse la fuerte, en cómo su respiración se clavó en mi oído cuando la cubrí del estallido. Pensé en lo cerca que estuvo todo de irse al carajo y en lo fácil que un traidor puede volver a abrir la jaula si conoce bien la cerradura.
—Lev sabe cómo rompimos ese candado la primera vez —dije en voz baja—. Está ves me encargaré de enterrarlo.
Detrás de mí, escuché el clic del móvil de Alexei confirmando el envío. Dmitri exhaló hondo, como si soltara parte de la rabia con el aire.
La casa volvió a su silencio habitual. Pero ya no era lo mismo. Ahora cada rincón parecía escucharnos, a la espera, como un animal levantando el hocico para olfatear la tormenta.
Me giré hacia ellos.
—Esta noche nadie duerme. Cuando los Greko vuelvan, lo quemo todo si hace falta, pero quiero respuestas. Y Lev va a cantarlas.
Ninguno respondió. No hacía falta. En aquella habitación, con olor a humo y vodka, todos sabíamos que la cacería había comenzado. Nadie abandona el Círculo de Sangre. No sin pagar.