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EL MAESTRO DE LA MUERTE

EL MAESTRO DE LA MUERTE

Status: Terminada
Genre:Escena del crimen / Completas
Popularitas:242
Nilai: 5
nombre de autor: José Luis González Ochoa

Haniel Estrada ha logrado obtener su título oficial de detective de la policía tras los eventos ocurridos en contra de su ahora muerto padre.🕵️‍♂️

Ahora como el tutor de su hermana adolescente y de la hija del detective Rodríguez, debe dividir su tiempo entre ser "Padre" y su pasión, pero toda felicidad tiene su fin.🙃

Su medio hermano Carlos ha jurado venganza en contra de Haniel y sus protegidas por la muerte de su padre y promete ser el próximo asesino serial y superar a su padre😬

¿Podrá Haniel proteger a sus seres queridos y evitar tantas muertes como las que ocurrieron antes?💀

NovelToon tiene autorización de José Luis González Ochoa para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

EL ARCHIVO PROHIBIDO

El zumbido constante del motor de la patrulla acompañaba a Jessica en silencio. El asiento de vinil crujía cada vez que cambiaba de postura, y el olor a desinfectante mezclado con el café frío del portavasos hacía que el aire dentro del vehículo se sintiera extraño, artificial. Afuera, la ciudad parecía avanzar como de costumbre: niños saliendo de la escuela, un vendedor de globos en la esquina, el rugido de un camión lejano. Todo seguía igual… excepto ella.

Jessica sostenía contra su regazo un sobre arrugado, doblado y doblado otra vez, como si el papel pudiera quemarle los dedos. Sabía que en esas páginas había algo más que simples palabras: allí estaba la verdad que Haniel nunca quiso contarle.

¿Por qué mintió? pensó, clavando la mirada en las ventanillas manchadas de polvo. ¿Qué hay tan terrible que decidió ocultarlo incluso de mí?

El oficial que conducía apenas la miraba por el retrovisor. Su expresión era neutra, entrenada, pero Jessica sintió que hasta él percibía la tensión que emanaba de su pequeño cuerpo encogido en el asiento trasero.

Cuando llegaron a la casa, Jessica no saludó ni esperó que le abrieran la puerta. Subió corriendo a su habitación, cerró con seguro y bajó la cortina, como si el mundo entero pudiera espiarla. El corazón le golpeaba el pecho con tanta fuerza que le costaba respirar.

Encendió la lámpara de su escritorio, sacó el archivo de la mochila y lo extendió sobre la madera. El papel estaba amarillento en las esquinas, con ese olor metálico y áspero de los documentos viejos. Sus dedos temblaban cuando leyó el encabezado en tinta negra:

“INCIDENTE EN CASA ABANDONADA – DETECTIVE RODRÍGUEZ”

El nombre la hizo estremecer. Recordaba vagamente a ese hombre de voz grave, siempre presente en los recuerdos que Haniel compartía de sus días en la policía. Pero nada de lo que ahora leía coincidía con lo que ella sabía.

El informe narraba paso a paso la entrada de Haniel a la casa abandonada, la confrontación con Rodríguez y la revelación de lo impensable: el detective de más alto rango había estado colaborando con Marcos, el asesino en serie que le robó a su padre.

Jessica apretó los labios. Cada línea era como una puñalada. Su respiración se volvió entrecortada al llegar al último párrafo:

"El detective Estrada, tras ser atacado con arma de fuego por Rodríguez, respondió en defensa propia, ocasionando la muerte inmediata del agresor."

El papel le resbaló de las manos y cayó sobre la alfombra. Jessica se tapó la boca para ahogar un sollozo. La lámpara iluminaba sus ojos llenos de lágrimas que no terminaban de caer.

Haniel lo mató. Haniel mató al detective… Y me mintió. Todo este tiempo, me mintió.

Se abrazó a sí misma, temblando. El nombre de su padre aparecía en los anexos del archivo: manipulado, vigilado, utilizado como pieza de un juego macabro. Nada de lo que ella había creído era real.

El silencio de la casa era tan pesado que podía escuchar el tic-tac del reloj del pasillo, amplificado como un martillo. Y en esa calma extraña, algo dentro de ella cambió.

Ya no quería respuestas. No quería excusas.

Quería justicia.

—No… no justicia —murmuró con los dientes apretados—. Venganza.

Se levantó de golpe, secándose las lágrimas con la manga. Miró el archivo en el suelo como si fuera un enemigo más. Ese papel le había quitado lo único que le quedaba de paz.

En su mente comenzó a formarse una idea difusa, peligrosa, pero poderosa: Haniel debía pagar. De una forma u otra, lo haría.

La luz de la lámpara parpadeó un instante, como si la casa misma percibiera el cambio en la niña. Jessica, con apenas doce años, dejó de sentirse como una víctima confundida. Ahora era otra cosa. Algo más oscuro.

El sonido del timbre del teléfono cortó la habitación como un disparo. Jessica se quedó inmóvil, con el archivo aún apretado contra el pecho; por un segundo pensó que la casa había vuelto a encogerse en torno a ella. El móvil vibró sobre la madera de la mesa y arrojó una luz azulada sobre las hojas impresas. No reconocía el número. Lo miró con desconfianza, la yema de los dedos pegajosa por el sudor frío.

—¿Quién llamará a estas horas? —murmuró, más para sí que para alguien más.

La curiosidad ganó al miedo. Deslizó el dedo por la pantalla y atendió.

—¿Hola? —dijo con voz temblorosa.

Del otro lado respondió una voz que no tenía presentación y, aun así, hizo que su estómago se encogiera. Era tranquila, cuidada, con una cadencia que parecía medir cada sílaba para que calara más hondo. No era estridente ni amenazante: era exactamente lo contrario, y por eso mismo resultaba aterradora.

—No te asustes —dijo la voz, suave—. No vengo a herirte, Jessica. Vengo a ofrecerte lo que necesitas.

La mano de Jessica apretó el papel hasta arrugarlo. Sus ojos buscaron la puerta, la ventana; por un momento imaginó que alguien estuviera fuera, observando a través del cristal. Respiró hondo.

—¿Quién eres? —preguntó, intentando sonar firme.

Hubo una risa baja, sin alegría. La voz no se presentó por nombre; no hizo falta. En la forma de hablar, en las pausas calculadas, en el modo en que su tono jugaba entre el consuelo y la autoridad, Jessica reconoció aquello que desde hacía tiempo le ponía la piel de gallina cuando lo recordaba en cuentos nocturnos: la inteligencia fría de quien conoce las piezas del tablero y sabe moverlas.

—No importa cómo me llames —respondió—. Lo importante es lo que puedo hacer por ti. Encontré lo que estabas buscando en la biblioteca, ¿verdad? No fue casualidad. Alguien tuvo que dejarte la pista. Alguien necesitó que tú la vieras. Alguien necesitó que rescataras la verdad.

Jessica pensó en la impresora, en cómo había conseguido el archivo entre las decenas de documentos y en la sensación de que alguien la había empujado a mirar justo ahí. Un olor agrio se le subió a la garganta: la certeza de que no estaba sola en esto, de que alguien más había decidido abrir aquella puerta por ella.

—¿Qué quieres? —dijo de nuevo, la voz cortada por la ira contenida—. ¿Por qué me ayudas?

—Porque tú y yo tenemos algo en común —la voz se hizo más lenta, más íntima—. Queremos ver a Haniel sufrir por lo que hizo. No voy a decirte que lo hagas por mí. Lo hago por ti. Porque sé lo que siente alguien que ha perdido la verdad. Porque sé lo que es cargar una mentira en la piel. Y porque tengo algo que puede ayudarte.

La sangre le hervía en las venas. Jessica recordó, con una punzada, las noches en las que Haniel le leía con voz suave historias para dormir, los días en que le compraba helado, los instantes en los que él la había consolado. Esos recuerdos chocaron ahora con la tinta del informe, con la imagen tardía de Rodríguez cayendo en la casa abandonada. La rabia, sin embargo, era más fuerte: la rabia por la traición, por la mentira, por el hueco que había llenado con promesas vacías.

—¿Qué cosa? —jadeó ella.

La voz al otro lado sonrió, y Jessica creyó oír, por debajo de la sonrisa, el roce de un papel o el movimiento de algo pequeño.

—Un regalo —dijo—. Algo que te será muy útil para arrancar lo que Haniel más quiere. No te daré instrucciones por teléfono —la advertencia sonó casi como un respeto—. No es necesario. Si lo aceptas, te lo entrego en persona. Si lo rechazas, puedo hacer que ese archivo que imprimiste nunca existiera… o puedo hacer que lo recuerdes cada noche hasta que te consuma.

Jessica tragó saliva. La palabra regalo flotó en el aire con la textura de una promesa venenosa. No sabía si aquella propuesta venía envuelta en salvación o en una trampa mortal. Sus manos comenzaron a sudar todavía más. El mundo en su habitación se había reducido al teléfono, al archivo en el suelo, al latido feroz en su pecho.

—¿Y por qué lo harías? —preguntó, en un hilo de voz—. ¿Por qué ayudarme a… a hacerle daño?

—Porque es sencillo —contestó la voz, sin rastro de emoción—. Tú odias la mentira. Yo deseo que la mentira traiga consecuencias. Tú quieres venganza; yo puedo darte la herramienta. Además… —pausa calculada— te será más fácil si no cargas tú sola con todo. Piénsalo como un favor. Y te lo repito: lo que te daré te servirá para acabar con lo que Haniel más ama.

Las lágrimas bulleron de nuevo en los ojos de Jessica, pero no dejaron caer saladas como antes; esta vez las lágrimas eran de furia contenida. Sofía. La imagen de su hermana mayor de su risa en la cocina, de la forma en que se apoyaba en Haniel, apareció nítida y la clavó como un dardo. El pensamiento se instaló con una claridad terrible: no era solo el hombre que le había mentido quien podía ser destruido, sino quien a el amaba.

El teléfono seguía en el aire entre los dos silencios. De la otra parte, la voz se aguardó, paciente y fría, como quien sabe que la presa está atada a su decisión.

—¿Dónde? —susurró Jessica, sin comprender del todo que la pregunta había salido de su boca como un juramento.

—Te lo dejare en los arbustos de tu casa, cuando regreses de clases la podrás buscar —dijo la voz—.Y una cosa más: si decides jugar conmigo, no habrá vuelta atrás.

La línea cobró otro matiz: la amenaza no era explícita, pero era más efectiva que cualquier advertencia; guardaba la promesa de un costo. Jessica cerró los ojos, sintiendo que su infancia terminaba en esos segundos.

Colgó sin decir adiós. El eco del tono cortado resonó en la habitación más tiempo del que le pareció natural. Se quedó sentada, inmóvil, con la respiración contenida, mientras la lámpara dibujaba un círculo de luz sobre el archivo y su reflejo temblaba.

El regalo en la mente de Jessica no tenía forma todavía. Lo que sí tenía forma era la encrucijada: dentro de pocas horas, podía elegir entregarse a la venganza que alguien le prometía; o podía guardar el archivo como un secreto terrible y buscar otra vía. Sintió, con espantosa claridad, que la próxima decisión no solo cambiaría su vida, sino la de quienes más amaba.

Miró la foto que tenía en su mesita —una vieja imagen con su padre sonriendo— y, por un instante, la ternura la atravesó. Luego la rabia regresó, hiriente y definitiva. Guardó el teléfono en la mesita, se puso de pie con pasos decididos y, con la mano aún temblando, escondió el archivo en el hueco que solo ella conocía dentro de un libro.

Antes de acostarse, su último pensamiento fue la frase que la voz había pronunciado: “Acabar con lo que Haniel más ama.” La idea se instaló en ella como una semilla que no pediría permiso para crecer.

El amanecer traería la cafetería, la entrega, la decisión. La noche le dejó, en cambio, la primera palabra de su nueva identidad: cómplice.

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