Dentro De Tus Redes.

Almass Vannecelli

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No me equivoqué, era él. Me alejé un paso, pero él se acercó. Su mirada, conectada con la mía, me hizo perderme en sus ojos negros. Mi pulso se aceleró; no podía creer que ese hombre pervertido estuviera frente a mí.

—Con permiso —dije, alejándome rápidamente.

Debía salir de allí lo antes posible, así que decidí dirigirme al baño en busca de Esmeralda. Miré rápidamente hacia atrás y vi cómo él me observaba mientras bebía de su vaso de licor. Las luces de la discoteca lo iluminaban, y él sonrió de lado al bajar su vaso. Cuando llegué al corredor del baño, vi a Esmeralda saliendo.

—¿Pasa algo, Almass? ¿Por qué esa cara? —me preguntó, preocupada.

—Debemos irnos, acabo de ver a ese hombre —le respondí, mirando hacia atrás.

—¿Qué hombre? —me inquirió.

—¡El que me robó el beso está aquí! —exclamé, mientras sacaba mi teléfono para llamar a José.

Ella se asombró y asintió. Caminamos hacia la salida mientras llamaba a José. Este me respondió que llegaría pronto y nos quedamos esperando afuera. Me sentía extraña, recordando aquel beso que me había dado hacía dos años. Aparentemente, había mejorado su aspecto en ese tiempo, lo que me hizo preguntarme qué demonios estaba pensando.

—¿Por qué están tan solitas, muñecas? —preguntó un hombre en su idioma coreano.

—¿Y a ti qué te importa? ¡Pérdete! —le respondí con firmeza.

Los tres hombres quedaron sorprendidos al entender mi idioma; uno de ellos intentó agarrar el brazo de Esmeralda, así que lo tomé por el brazo y lo retorcí. Le di un puñetazo en el abdomen y luego otro en la cara, haciéndolo caer al suelo.

—No queremos problemas; mejor váyanse o les romperé los huesos —les advertí con firmeza.

Miré hacia Esmeralda, que estaba detrás de mí, y vi su confusión y un rastro de temor.

—Te daremos una lección, extranjera —dijo uno de ellos, ebrio.

Le entregué mi bolso a Esmeralda, lista para divertirme rompiendo huesos de esos imbéciles. Observé cómo uno de ellos apretaba el puño para golpearme, pero en ese momento alguien se interpuso, y al segundo, el hombre le propinó un golpe en el rostro, haciéndolo caer al suelo. Hizo una señal con la mano y varios hombres se lo llevaron.

—Gracias por defendernos —le dije amablemente al desconocido.

Se volvió hacia mí y, para mi sorpresa, era el mismo pervertido.

—No tienes que agradecer, Minsuk. ¿Estás bien?

—Sí, gracias.

—No deberían estar solas en estos lugares —me respondió.

—¿Quién dice que lo estamos?

Vi cómo el carro de José llegaba; él bajó y abrió la puerta, por lo que Esmeralda se subió. Yo me acerqué a él, quedando muy cerca y sintiendo su aroma tan varonil y delicioso.

—Dime, ¿qué fue lo que me dijiste aquel día? ¿Por qué me llamas Minsuk? —le pregunté, curiosa.

—Muy pronto lo sabrás, mi querida Minsuk —me respondió mientras acomodaba mi cabello rebelde, lo que hizo que mi corazón se detuviera y una corriente recorrer mi cuerpo.

Mis escoltas se acercaron a mí para alejar a ese hombre, pero los de él hicieron lo mismo, y él solo movió la mano para que se detuvieran.

—Aléjense —dije con voz firme.

Ellos asintieron y retrocedieron, y volví a mirar al hombre.

—Quiero saberlo ahora; no habrá otra oportunidad, no creo que volvamos a vernos —le declaré.

—No estoy seguro de eso, mi encantadora y hermosa. Eso es lo que significa —me respondió.

¿Eso es lo que significa? ¿Eso es lo que él piensa de mí? Bueno, eso es precisamente lo que soy, así que no está fuera de lugar.

—Gracias de nuevo a Dios —le respondí y subí al coche mientras él me observaba.

—Quedaste encantada con el pervertido —me dijo Esmeralda entre risas.

—¡Claro que no! Estás muy borracha —le comenté, dándole un pequeño empujón.

Al llegar al hotel, subimos a la habitación, y Esmeralda cayó dormida apenas tocó la cama. Mientras tanto, me di una ducha, me puse una pijama y al buscar mi cartera noté que no estaba. La dejé en el auto; necesitaba mi teléfono o no podría dormir. Al salir de la habitación, no había nadie; los escoltas ya estaban dormidos. Caminé hasta el estacionamiento en busca del auto y de repente sentí unos pasos: un hombre se interpuso en mi camino.

—Señorita, venga con nosotros —me dijo con calma, mostrando su auto.

Arqueé una ceja; no reconocía a ese hombre.

—No iré contigo a ningún lado. Ahora te doy la oportunidad de que te vayas.

—Señorita, no queremos llevarla por las malas, así que colabore y vámonos —me respondió.

—Escucha, no me gusta que me amenacen y no te conviene intentar hacerlo por la fuerza —le respondí.

El se acercó a mí, y al intentar agarrarme del brazo, lo pateé en el abdomen y luego le di un golpe en el rostro. Observé cómo otros hombres se acercaban y me puse en modo defensa. Empecé a luchar con ellos, noqueando a uno tras otro, pero me di cuenta de que solo intentaban agarrarme, no golpearme. Aprieté mi puño y golpeé varias veces a uno de ellos; al caer, me subí encima de él, dándole más golpes hasta que sentí que alguien me colocaba un pañuelo en la nariz con fuerza. Intenté zafarme, pero no lo logré. Todo comenzó a dar vueltas hasta que perdí la conciencia.