¿Romperías las reglas que cambiaron tu estilo de vida?
La aparición de un virus mortal ha condenado al mundo a una cuarentena obligatoria. Por desgracia, Gabriel es uno de los tantos seres humanos que debe cumplir con las estrictas normas de permanecer en la cárcel que tiene por casa, sin salidas a la calle y peor aún, con la sola compañía de su madre maniática.
Ofuscado por sus ansias y limitado por sus escasas opciones, Gabriel se enrollará, sin querer queriendo, en los planes de una rebelión para descifrar enigmas, liberar supuestos dioses y desafiar la autoridad militar con el objetivo de conquistar toda una ciudad. A cambio, por supuesto, recibirá su anhelo más grande: romper con la cuarentena.
¿Valdrá la pena pagar el precio?
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Alas para otro ángel
—Y yo pensaba que este año no sería más catastrófico. Ahora hasta los edificios militares se queman. Quién lo diría, ¿no hijo?
Mi madre no quita la vista del televisor. Está sorprendida, o al menos quiere hacerme creer. Yo sigo paralizado, sin saber cómo huir de ella para correr a mi habitación a esperar, tal vez, el siguiente paso. O sea: ¡Quemaron un edificio militar! ¡Nada más y nada menos un edificio de militares! Estos chicos sí que están locos.
El teléfono de mamá empieza a sonar. Quizás sea la oportunidad perfecta para huir a mi habitación, y de hecho, mis pies ya lo confirman. Entonces, mi madre lanza una nota de voz agitada en su teléfono, y creo que la envía a su grupo de maniáticos "los padres contra el virus".
—Sintonicen el canal doce —dice para su grupo de WhatsApp, alarmada—: está a punto de hablar el coronel Vladímir.
Volteo lentamente hacia el televisor. En la pantalla plana, el fulano coronel está nuevamente frente a los pocos micrófonos que cubren la noticia. Como es de costumbre, un montón de militares lo acompañan, y todos, incluso el propio coronel, están protegidos por esos miserables tapabocas.
La reportera del canal le lanza una pregunta al coronel que destaca entre muchas otras menos exigentes. El coronel alza un poco la cara y creo que se siente incómodo, porque incluso se ajusta la careta transparente que no necesitaba ser ajustada. Es que la pregunta de la muchacha decía, si mi oído no me falla, lo siguiente:
—Coronel Vladímir, ¿la causa del incendio tiene que ver con el traslado del doctor Oliver a la penitenciaría nacional?
—No en lo absoluto —respondió el coronel—. Según nuestros primeros reportes, el incendio fue originado por una falla eléctrica.
—Pero en algunas redes sociales circulaban represalias de un tal grupo llamado Ángeles Callejeros que amenazaba con responder duramente a los militares si no se revocaba la orden de arresto contra el Doctor Oliver.
—Señorita —no sé, pero creo que el coronel Vladímir está riendo debajo de su tapabocas—, me desagrada que usted, que estudió las leyes del periodismo, ande creyendo en los cuentos que se publican por las redes sociales. Eso no es periodismo serio.
—¿Y la mentira lo es?
Él le devuelve sus ojos, pero esta vez parece furioso, como que tiene ganas de ahorcarla. Asiente y desaparece de las cámaras junto a su jauría de militares. La lluvia sigue cayendo, intensa como el fuego que consume el edificio de atrás.
—Iré a dormir —me regreso hacia mamá, y ella está atendiendo a una llamada que la está poniendo nerviosa.
Se quita el teléfono de la oreja, tapa la corneta por donde se recepta y se envía el sonido de su voz, y se levanta para asentir.
—Estaré aquí si necesitas algo —dice después de que rechazo su abrazo por segunda vez en la semana. O sea ¡No!
La dejo sola con su teléfono y sus manías de "Los Padres contra el Virus". De seguro les está escribiendo mensajes muy exagerados sobre el edificio en llamas, y recibe sus llamadas para empeorar todo con sus compulsivas teorías maniáticas.
La habitación me espera a oscuras, con el reflejo de los relámpagos destellando los rincones más sombríos. Cierro la puerta y le paso seguro, no es una buena idea que a mi mamá se le ocurra subir y encontrarme metiéndome por el hoyo que está detrás del afiche de Scarlett J... un momento, un momento... ¿¡Dónde está el afiche!?
La centella que de pronto ilumina la habitación me corrobora que ya no está, y que el hoyo está descubierto de par en par, y que la habitación de Asha, del otro lado, también está a oscuras. Un segundo estruendo brillante me presenta a las cuatro siluetas que se esconden en las esquinas. Van de ropa negra, como los ninjas, y otra vez llevan máscaras de animales con lucecitas en los ojos.
Una lleva la de una tortuga de larga nariz, la otra de gato, la otra de cerdo y la última (si es que lo es) tiene puesta una de... ¿Perro? Si no fuera tan indeciso, pensaría que quien lleva esa máscara es Marcos, el idiota. Bueno, no me equivoqué, si es él. Lo descubro cuando se la quita y se acerca a abrazarme.
—¡Venga! —dice, apretándome tan fuerte que casi estoy seguro de que me quebró algún hueso—. Con ustedes: el chico de las cámaras y las secuencias —me presenta ante los otros, como si fuera necesario aludirme de tal forma.
Gracias a Dios me suelta, y las otras siluetas también lo imitan y quitan sus máscaras de animales con lucecitas en los ojos; La que lleva la de gata es Carla, el cerdo es Francisco y la de tortuga es Iván, estoy seguro de que es él porque lleva el morral en la espalda.
—La señal está en el cielo —dice Carla.
—Y los ángeles están muy alborotados —añade Francisco. Juro que si fuera más valiente le cortaría el flequillo.
—Venimos a alborotar al último —finaliza Iván.
—Quiere decir que venimos a buscarte —adoro las explicaciones de Marcos. Pero ya me estoy creyendo que lo dice porque piensa que soy demasiado bruto como para descifrarlo por mi propia cuenta.
—¿Dónde está Asha? —es lo primero que pregunto. ¡Rayos! Van a pensar que solo ella me interesa— ¿Y Brilla? —camuflo mis pensamientos con la hermana menos odiosa.
—Están en el paraíso —responde Marcos—. Debemos irnos porque el resto de los ángeles nos esperan.
El nudo que aprieta mi abdomen no me da buenas señales. Es decir, si Asha y Brilla están en el paraíso, eso quiere decir que... ¿Vamos a morir? Ay, no. Espero la explicación de Marcos, pero nada que me da algún esclarecimiento. Al parecer quieren que no sepa alguna cosa hasta que lo vea en persona.
Iván saca de su morral un traje negro, creo que es el mismo que usé la noche anterior. Lo avienta junto a un montón de objetos más, entre ellos el... ¡Radiotransmisor! O sea, Iván, no sabes cuánto te quiero. Carla, por otro lado, se acerca a la puerta y ¿la abre? ¿Pero qué?
—Espera —intento alertarla, o sea, si mi mamá la ve nos mata a todos—. Mi mamá está allá afuera.
—Lo sé —ella responde tan tranquila— ¿No crees que estará mejor en su cuarto?
—¿Dormida? —vale, quiero asegurarme de que no le hagan nada a mi madre. Está loca y todo, pero no se lo merece.
—O muerta —me guiña el ojo, sonriente. Se pone su máscara de gato y se va.
—Tranquilo —Francisco intenta relajarme, pero con ese flequillo guindando hacia sus ojos no lo logra—. Mejor ponte el traje.
—¿Te ayudo? —se ofrece Marcos con su risa hipócrita.
—No, puedo hacerlo yo solo —nuevamente espero que me den algo de privacidad, como si ellos en realidad lo fueran a hacer.
—¡Qué esperas, ¡póntela! —Iván me apresura, mientras saca su radiotransmisor— No tenemos toda la noche —luego le habla al aparato—: Aquí Iván. El último ángel ya tiene sus alas. Cambio.
Después de todo, prefiero que me vean desnudo a la otra realidad donde imaginaba que ellos eran un producto de mis sueños. Al parecer soy un ángel ahora, y los ángeles no deben temer a que los vean en pelotas.