La Villana Quiere Vivir

La Duquesa Riqueta de Lawnig regresó al ducado con una sonrisa contenida que apenas dejaba entrever su verdadera emoción. La caja que había conseguido durante el intercambio —conteniendo las piedras mágicas sin procesar de los colosales— descansaba oculta en un cajón al fondo de su vestidor, protegido por llave. Su plan, largamente gestado en las sombras, estaba a punto de ponerse en marcha.

A pesar del caos que se respiraba en el ducado, con rumores sobre la aparición de la señorita Cristal y el regreso inesperado de Eleonoro, la duquesa se mostró imperturbable. Su mente navegaba entre las jugosas ganancias de sus empresas: fábricas de tintes mágicos, comercio de artefactos arcanos y las influyentes redes que controlaba dentro y fuera de la capital. No era solo una noble con ambiciones políticas; era una mujer que movía hilos invisibles a través del poder económico y la magia.

Esa noche, tras guardar cuidadosamente la caja y ocultar el cajón con sus prendas, la duquesa se permitió dormir plácidamente en su cama grande y cálida. El peso de su astuto plan la calmaba más que cualquier fármaco o protección mágica.

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Mientras tanto, lejos del bullicio del ducado, el demonio que había hecho el trato con la duquesa cruzaba senderos rocosos y poblados sin ser notado. Su presencia era apenas una brisa gélida que erizaba la piel.

Al llegar a un antiguo templo dedicado al dios del agua, descendió por el pozo sagrado. La superficie reflejante lo llevó a un plano oculto: un desierto abrasador donde el cielo parecía arder. Allí, en medio de la nada, se alzaba un castillo imposible, forjado en cristal negro y decorado con filigranas de oro líquido que se movían como si tuvieran vida propia. Gárgolas de obsidiana coronaban las torres, y la entrada, con puertas talladas en hueso y rubí, emitía un leve lamento cada vez que se abría.

En el interior, los pasillos de mármol brillaban bajo candelabros flotantes, y una atmósfera espesa de incienso y deseo embriagaba el aire. El gran salón era un coliseo de vicios: apuestas, gritos, sangre y placer. Demonios de todos los aspectos —con cuernos, colas, alas o piel escamada— reían, brindaban y negociaban en mesas rodeadas de esclavos encadenados o mujeres temblorosas con collares mágicos.

En la tarima central, espectáculos crueles eran celebrados como arte. Luchas a muerte, ilusiones eróticas, castigos públicos y juegos macabros se alternaban con danzas infernales. La crueldad era entretenimiento, y el dolor, una moneda más.

El demonio se sentó en el trono más alto del salón, tallado en piedra viva que se retorcía como carne. Desde allí, contempló su imperio de almas perdidas y sonrió. Su pacto con la duquesa había sido una jugada perfecta… y pronto, la verdadera diversión comenzaría.

Eso se debe a qué los colosales son demonios de nivel bajo, medio o alto, carentes de una forma definida. Sus cuerpos pueden ser deformes, robustos o alargados, flácidos o de piel gruesa, dependiendo del tipo de cristal de vida —también llamados piedras mágicas— oculto en sus cabezas.

Estas piedras, extraídas de demonios y colosales, son altamente peligrosas. Por ello, deben atravesar un largo proceso de purificación: se pulen, se moldean y se les extrae la esencia demoníaca mediante agua sagrada. Solo cuando el excedente deja de ser dañino, pueden utilizarse en distintos artefactos.

Funcionan como catalizadores mágicos: mantienen la magia o la vida en objetos —llamados “objetos sagrados” por el templo—, se emplean en instrumentos de medición o extracción de maná, en gemas adaptativas que sustituyen a los caballos en carruajes, en armas mágicas, e incluso, en forma perlada, como colgantes o anillos.

Aun así, las piedras sin purificar se adaptan a diferentes fines, aunque el más peligroso es la re-invocación física de los demonios. Los colosales fueron creados por la jerarquía demoníaca como armas para la guerra, la masacre y la conquista. Cuando uno muere, su cristal puede usarse para traerlo de vuelta mediante un ritual de sangre, con círculos y grabados formados por sacrificios. Así renace como un soldado aún más poderoso, vinculado obedientemente a su invocador.

Para revivir a cualquier demonio es necesario un sacrificio proporcional a su escala. El ritual fragmenta el alma del invocador poco a poco hasta consumirla por completo. A quienes realizan estos actos se les llama “magos negros”, por la oscuridad que va corrompiendo su cuerpo físico, llevándolos eventualmente a un estado conocido como “inmortalidad somnolienta”: la congelación interna de músculos y órganos para su conservación. Este estado, sin embargo, tiene caducidad y efectos secundarios… pero eso no sé aplica para el gran señor de los demonios.

Por eso el hombre del trato con la duquesa, o más bien, el gran señor de los demonios estaba tan seguro de que su diversión comenzaría muy pronto, ya que solo unos pocos demonios de alto rango y él tienen el conocimiento, la autoridad y el poder para utilizar estas piedras sin purificar a voluntad.

Se elevó hasta el trono en la cúspide del salón, desde donde tenía el mejor punto de visión. Ver las almas en pena, torturadas eternamente bajo su poder, le hacía pensar en cuánto tendría que esperar para obtener el alma de aquella mujer que había hecho un trato tan patético con él, todo por un poco de poder a cambio de una vida corta… que terminaría igual que aquellas.

Relajado tras una buena jornada de apuestas, y mientras veía crecer su “fe” —alimentada por el sufrimiento y los contratos cumplidos—, se perdió en sus pensamientos sobre lo ocurrido ese día.

—Gran señor —lo interrumpió un pequeño demonio de aspecto porcino, vestido con un traje negro de mayordomo que lo hacía ver más rechoncho, con pequeños cuernos que brotaban desde las comisuras de su boca.

—No hemos podido localizar la causa de que la barrera colapsara, dándonos más tiempo para entrar.

—¿No? ¿Y qué importa? Los lacayos lograron infiltrarse a tiempo porque pudimos absorber la magia de los magos, aunque fuera por un instante.

—En cuanto a eso, señor… no hemos encontrado rastro mágico en el orbe que nos dieron.

—Revísalo de nuevo.

—Ya lo hemos hecho.

—Que lo hagan otra vez. A veces se retrasa un poco.

—Señor... ya lo hicimos... varias veces, señor. El resultado es el mismo.

El señor demonio miró a su empleado con una frialdad que paralizó el aire.

—El orbe no absorbió la magia. Alguien lo hizo. Al igual que el cuerpo de un demonio de alto nivel.

—¿Cómo es eso posible?

—Señor, lo desconozco. Si quiere, yo...

—No. Yo mismo investigaré.