La puerta chirrió al abrirse, revelando a Serena y a la enfermera Sabrina Santos.
—Arthur, hijo —anunció Serena—, ha llegado tu nueva enfermera. Por favor, sé amable esta vez.
Una sonrisa cínica curvó los labios de Arthur. Sabrina era la duodécima enfermera en cuatro meses, desde el accidente que lo dejó ciego y con movilidad reducida.
Los pasos de las dos mujeres rompieron el silencio de la habitación semioscura. Acostado en la cama, Arthur apretó los puños bajo la sábana. Otra intrusa más. Otro par de ojos recordándole la oscuridad que lo atrapaba.
—Puedes irte, madre —su voz ronca cortó el aire, cargada de impaciencia—. No necesito a nadie aquí.
Serena suspiró, un sonido cansado que se había vuelto frecuente.
—Arthur, querido, necesitas cuidados. Sabrina es muy experta y viene con excelentes recomendaciones. Dale una oportunidad, por favor.
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Capítulo 8
Sabrina bajó a la cocina para preparar el desayuno de Arthur. El olor a café fresco y tostadas llenó el ambiente, pero ni siquiera eso logró aliviar la tensión que se cernía sobre ella. Sirvió el desayuno con la misma eficiencia de siempre, intentando ignorar la presencia de Arthur, que, para su sorpresa, estaba callado. Su quietud era casi más perturbadora que sus provocaciones.
Después del café, ella lo ayudó a prepararse para la fisioterapia, un ritual diario que Arthur parecía odiar con todas sus fuerzas. Durante la sesión, él refunfuñó sobre el dolor y el cansancio, y Sabrina escuchó pacientemente, ofreciendo palabras de ánimo que parecían caer en el vacío. La mañana se arrastró en una serie de tareas repetitivas y monótonas, cada una de ellas puntuada por la impaciencia de Arthur.
Por la tarde, mientras Arthur descansaba, Sabrina aprovechó para ordenar su habitación y organizar algunos documentos. Encontró una caja con fotografías antiguas. En ellas, un Arthur más joven sonreía abiertamente, rodeado por amigos y lo que parecía ser una vida llena de eventos sociales. Había fotos de él en yates, en fiestas lujosas y al lado de mujeres deslumbrantes. El contraste con el hombre amargado de ahora era evidente. Sabrina sintió un destello de empatía, imaginando la profundidad de la pérdida que él debía sentir. Aquel hombre vibrante había sido substituido por una sombra de sí mismo, preso en una oscuridad que parecía haber consumido no solo su visión, sino también su alegría de vivir.
Al anochecer, Sabrina preparó la cena, una comida ligera que Arthur apenas tocó. Ella era responsable de preparar su alimentación recetada por una profesional de la nutrición. A veces, como no conseguía, Vera la ayudaba. Era la primera vez que Sabrina preparaba la comida para un paciente, y no era en vano que su salario era bien más alto que el de las demás profesionales que ejercían la misma función.
Él parecía más distante de lo normal, perdido en sus propios pensamientos. Sabrina lo ayudó a acostarse y, por un momento, pensó que la noche sería tranquila. Pero, como de costumbre, el celular sonó en la madrugada. Era Arthur, una vez más. Utilizando la tecnología de accesibilidad para deficientes visuales en su aparato, él la llamó.
—¡Enfermera! Necesito agua. Mi garganta está seca —la voz de él sonó más exigente que lo normal.
Sabrina suspiró, sintiendo la rabia burbujear. Encendió la luz débil de la luminaria en el cuarto al llegar, y Arthur, incluso sin verla, percibió su llegada.
—Demoró —él murmuró.
Sabrina se aproximó con un vaso de agua. —Aquí está, señor Maldonado. Pero necesito que sepa que mañana es mi último día aquí. No veo la hora de ir a casa.
Sabrina lo ayudó a sentarse en la cama. Arthur tomó el vaso de agua, su mano rozando la de ella. —Finalmente. Pensé que nunca se libraría de usted.
El tono de él era de desdén, y Sabrina sintió un nudo en la garganta. Ella estaba cansada, exhausta de las provocaciones y de la falta de reconocimiento. Aquel sarcasmo, en su último turno, la había dejado aún más irritada.
—Sabe, señor Maldonado —ella comenzó, su voz sorprendentemente calma, pero con un borde afilado que ella no acostumbraba a mostrar—. Yo trabajo para ayudar a las personas. Para traer confort y cuidado. Y, no, yo no estoy pidiendo la dimisión. Mañana iré para casa y retornaré el lunes, a pesar de sus constantes tentativas de irritarme, yo estoy haciendo lo mejor para ser profesional, por favor, tenga consciencia y sea humano.
Arthur se quedó en silencio. Por un momento, Sabrina pensó que él iba a explotar, pero él apenas desvió el rostro. Ella se alejó de la cama, sintiendo un alivio mezclado con la tristeza de tener que decir aquello. No era lo ideal, pero ella necesitaba expresar lo que sentía.
—Espero que un día, un día pueda realmente cambiar. Que reflexione sobre sus arrogancias.
Sabrina salió del cuarto, dejando a Arthur en el silencio pesado de la madrugada. Ella sabía que había cruzado una línea, pero sintió un peso salir de sus hombros. Al llegar a su propio cuarto, ella se tiró en la cama y, por primera vez en muchos días, se durmió sin pensar en Arthur y sus provocaciones.
En la mañana siguiente, Sabrina despertó con una sensación de ligereza. Ella se preparó con una sonrisa discreta en el rostro, sabiendo que se quedaría en casa dos días. Sirvió el desayuno de Arthur en un silencio casi completo. Él parecía diferente, más contenido, y no hizo ninguno de sus comentarios habituales.
Después de ayudarlo con la rutina matinal y la fisioterapia, Sabrina se dirigió a él. —Señor Maldonado, estoy yendo ahora para casa. Otra enfermera ya está llegando para quedarse con usted hasta el lunes por la mañana.
—Buenos días, enfermera. Aproveche y duerma bastante —la voz de él sonaba afilada, como sarcástica—. Y no se quede estresada, su novio debe estar con añoranza de usted, descanse —él continuó, pero frenó la lengua para no dejar el clima más tenso.
Sabrina dudó por un momento, mirando al hombre que la había irritado tanto, pero que, de alguna forma, también la había hecho reflexionar sobre la complejidad de la condición humana.
—Sí, yo voy a descansar bastante y a noviar también. Ahora estoy yendo, hasta luego.
Sabrina salió dejando a Arthur en el cuarto.
—Ella está muy carente para comentar algo así conmigo.
Poco después la otra enfermera llegó y hasta intentó sacar tema de conversación con Arthur. Pero él no estaba con ganas de conversar y la despidió diciendo que quería quedarse solo. La mujer salió del cuarto de él caminando para el cuarto de ella.
Sabrina llegó a casa cansada. Muchas noches sin dormir, y eso ya era esperado, pues ya estaba acostumbrada con esa rutina, pero lo que la dejó frustrada era el comportamiento de Arthur de querer hacer a las personas sufrir propositalmente. Parecía que a él le gustaba el sufrimiento ajeno.
Ella tomó un baño caliente y cayó en la cama. Pero imprevisiblemente no consiguió dormir. Sabrina se revolvía de un lado para otro en la cama, pero el sueño parecía haber huido de ella. Eso duró casi una hora. La cama suave y el cuarto arreglado no proporcionaba aquello que ella tanto deseaba.
Sin más persistencia, ella se levantó caminando hasta la cocina. Preparó algo para comer mientras recibía un mensaje de su amiga, Luana. Sabrina llamó a la amiga y colocó el teléfono en el altavoz.
—Luana, estoy en casa, preparando una deliciosa macarronada, ¿qué tal si te juntas a mí?
—Qué maldad Sabrina. ¿Cómo puedes tentarme así? Pero bien que quería amiga, pero estoy muy ocupada. El hospital está lleno de pacientes.
—Oh, amiga que pena. Disculpa haber llamado, no sabía que estabas tan ocupada. Como enviaste un mensaje para mí, pensé que estuvieras en casa.
—No necesitas preocuparte, Sabrina. Fui yo que envié el mensaje. En verdad, quiero conversar contigo, saber las novedades sobre el nuevo empleo. Mi plantón se cierra a las siete horas de la noche, ¿está disponible después de ese horario? Puedo pasar en tu apartamento.
—Pero es claro gata. Voy a llamar a Vitor y decir que iremos a encontrarnos mañana. Él va a entender.
—Sabrina, no quiero estorbar tu encuentro con tu novio. Mañana paso ahí y ponemos la conversación al día.