Una cirujana brillante. Un jefe mafioso herido. Una mansión que es jaula y campo de batalla.
Cuando Alejandra Rivas es secuestrada para salvar la vida del temido líder de la mafia inglesa, su mundo se transforma en una peligrosa prisión de lujo, secretos letales y deseo prohibido. Entre amenazas y besos que arden más que las balas, deberá elegir entre escapar… o quedarse con el único hombre que puede destruirla o protegerla del mundo entero.
¿Y si el verdadero peligro no es él… sino lo que ella empieza a sentir?
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Capítulo 14
Habían pasado apenas unas horas desde el ataque.
Horas… y sin embargo, sentía que llevaba días respirando dentro de un cuerpo que no me pertenecía.
Nos refugiaron en una propiedad en Gales.
Una casa más pequeña que la mansión anterior, sí, pero no por ello menos imponente. Era como una fortaleza escondida entre colinas cubiertas de niebla. Rodeada de árboles y muros gruesos, con ventanales estrechos y una arquitectura que mezclaba lo moderno con lo medieval. Un castillo de piedra con alma de búnker.
El suelo de mármol frío, el mobiliario lujoso y una quietud extraña le daban un aire de museo funerario.
Había un ascensor oculto en una pared de madera que descendía hasta un sótano insonorizado. Allí había habitaciones, pasillos limpios, salas médicas con iluminación artificial y quirófanos escondidos como secretos bajo tierra.
La casa era un refugio…
Pero también una tumba con paredes doradas.
El helicóptero había aterrizado sin más disparos, y los guardias nos escoltaron con velocidad profesional. Nadie habló. Nadie preguntó por Mateo.
O tal vez… nadie se atrevió.
Mientras nos instalaban en el nuevo refugio, Clara y Gabriel se mantuvieron cerca. Pálidos y en silencio. Gabriel me ofreció agua, mientras Clara me tomó la mano.
Pero yo apenas respondía.
Damián intentó acercarse. Lo vi de reojo mientras hablaba con uno de los jefes de seguridad y se giró hacia mí.
Sus labios se movieron. Iba a decirme algo, pero me di media vuelta y me alejé.
No podía escucharlo, no quería.
Me acerqué a Clara y a Gabriel, los abracé brevemente y pregunté:
—¿Están bien? ¿Les pasó algo?
—No… no físicamente —respondió Gabriel.
—Estoy entera —dijo Clara—. Pero eso fue… eso fue una guerra, Alejandra.
Asentí. Solo para hacer algo con la cabeza.
Luego fui hacia los empleados, los guardias, los rostros que reconocía. Les pregunté si alguien necesitaba atención médica, si había heridos, si todo estaba bajo control. Me dijeron que algunos habían sufrido golpes menores, pero que todos habían llegado bien… menos Mateo.
Nadie lo dijo, nadie pronuncio nada, es como si no hubiese pasado nada.
Pero el hueco que dejó era tan real como la sangre que vi extenderse en el césped.
Después de comprobar que todos estaban físicamente estables, caminé sin rumbo hasta encontrar un baño en la planta baja. Una puerta pesada, de madera antigua, entré, cerré y me dejé caer contra la puerta.
El frío de las baldosas se coló por mis piernas mientras me abrazaba las rodillas.
Y entonces…
Lloré.
No por la guerra.
No por los gritos.
No por las balas.
Lloré por verlo.
Por haber visto a alguien morir frente a mis ojos. Por ver cómo un proyectil, con sonido seco y veloz, impactaba en el pecho de Mateo y lo arrancaba del mundo en un segundo.
Siempre estuve rodeada de muerte. En quirófanos, en emergencias, en pasillos fríos donde las máquinas dejaban de sonar, pero siempre llegaba después, siempre lidiaba con los restos, con las consecuencias, con el “no pudimos hacer nada”. Pero esta vez… esta vez vi cómo sucedía.
Cómo se apagaba una vida en tiempo real. Cómo alguien dejaba de ser y yo… yo no pude hacer nada.
Me tapé la boca para que nadie escuchara mis sollozos, pero no pude detener las lágrimas. Caían una tras otra, implacables, como si mi alma supiera lo que mi mente aún intentaba negar. Mateo estaba muerto y no volvería.