Ni Villana, Ni Santa

Al caer la tarde, Arturo decidió buscarla. Caminó por los pasillos del palacio con pasos medidos, evitando interrumpir a sus asistentes o llamar demasiado la atención. Finalmente la vio en uno de los jardines, sola, contemplando la fuente iluminada por la luz de la luna.

—Esther —dijo con voz suave, acercándose un par de pasos, sin invadir su espacio—. Buenas tardes…

Ella giró la cabeza, sonriendo levemente, aunque con cautela.

—Buenas tardes, Arturo.

Se hizo un silencio incómodo. Arturo miró alrededor, buscando las palabras justas.

—Pensé… —empezó, dudando—… que tal vez… podríamos conversar un momento… si quieres.

Esther lo observó, detectando su timidez y la falta de claridad en lo que realmente quería decir. Dio un paso hacia él, pero mantuvo la distancia.

—Claro… —respondió con cuidado—. Pero no quiero interrumpirte si estás ocupado.

Arturo se rascó la nuca, un poco incómodo, y luego se aproximó apenas un poco más, intentando sonar casual.

—No, no… no estoy tan ocupado. Solo quería… saber cómo has pasado el día.

—Ah… —dijo ella, notando que él no terminaba de mirar directamente a sus ojos ni de expresar lo que de verdad quería—. Todo bien.

Hubo un breve instante de silencio, y Arturo quiso decir algo más, quizás algo que revelara su frustración o lo mucho que la extrañaba. Pero las palabras no salieron claras; se enredaron en su garganta.

Esther, interpretando su vacilación, suspiró suavemente.

—Entiendo… —murmuró, dando un paso hacia atrás—. No quiero incomodarte.

Y con eso, se alejó lentamente, dejando a Arturo quieto, parado junto a la fuente, con el corazón latiendo con fuerza, y la sensación de que había perdido otra oportunidad de acercarse.

Al día siguiente, Arturo caminaba por el patio, revisando mentalmente los informes que había recibido esa mañana. Al levantar la vista, vio a Esther cerca del establo, lista para subir a su caballo.

Por un instante, pensó en acercarse como siempre lo hacía para ayudarla. Pero antes de que pudiera moverse, ella se giró hacia uno de los guardias cercanos, un joven robusto pero muy tímido, y le pidió ayuda.

—¿Podrías sujetarme un momento mientras me subo? —dijo Esther, con una sonrisa divertida, como si estuviera haciendo algo completamente natural.

El guardia se quedó paralizado, enrojecido, sin saber muy bien qué hacer. Esther, viendo su torpeza, comenzó a reírse con esa risa clara y contagiosa que Arturo conocía tan bien.

Él, desde lejos, observaba la escena con una mezcla de sorpresa y desconcierto. No podía evitar sentirse un poco desplazado: él siempre había sido quien la ayudaba a montar, quien sostenía su peso con seguridad. Y verla reír con otro, mientras el guardia apenas podía sostenerla, lo descolocaba más de lo que esperaba.

—Cuidado, ¿vale? —bromeó ella, sujetándose del guardia con una mano, mientras intentaba subir—. No quiero caerme en tu espalda.

El joven apenas balbuceó un “sí” y se tensó aún más, mientras Esther continuaba riéndose. Arturo tragó saliva, sintiendo un ligero pellizco de celos mezclado con ternura.

Se quedó un momento en la sombra de la pared, sin saber si acercarse o quedarse observando. La imagen de ella sonriendo, apoyada en otro, le recordó lo mucho que extrañaba su cercanía y lo complicado que era para él expresar lo que sentía.

Arturo no pudo dejar de pensar en la escena durante todo el día. Cada vez que recordaba la risa de Esther apoyada en el tímido guardia, sentía un hormigueo incómodo en el pecho. Finalmente, al caer la tarde, decidió acercarse a ella en los jardines, donde la encontró revisando unas notas junto a la fuente.

—Esther —comenzó, con un tono que mezclaba curiosidad y reproche suave—, ¿por qué no me dijiste que saldrías a cabalgar?

Ella lo miró con calma, levantando la vista...

—Te dije que no quería incomodarte, Arturo —respondió con voz serena—. Ya sabes… intento no molestar.

Arturo frunció el ceño, confundido y un poco frustrado.

—Pero… no se trata de eso. No es molestia que me acompañes o que compartamos algo así. Solo… —titubeó, buscando las palabras correctas— me hubiera gustado saberlo.

Esther asintió ligeramente, pero su expresión se mantuvo firme.

—Lo sé, pero también debo respetar lo que me pediste. Por eso… —dijo, dando un paso hacia atrás— no volveré a interrumpirte, ni acercarme más de lo que consideras cómodo.

Con eso, se alejó lentamente, dejando a Arturo parado junto a la fuente, con la sensación de haber perdido otra oportunidad de acercarse a ella. Su corazón latía con fuerza, y el deseo de expresarle lo que realmente sentía crecía, mientras ella se alejaba con una calma que parecía desafiarlo.

Arturo se quedó allí, contemplando su figura hasta que desapareció detrás de los setos, comprendiendo por primera vez que la distancia no lo calmaba, sino que lo hacía extrañarla aún más.