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Aurora: Una Belleza Eterna

Aurora: Una Belleza Eterna

Status: En proceso
Genre:Dejar escapar al amor / Amor-odio / Amor eterno / Demonios / Brujas / Leyendas de fantasmas
Popularitas:588
Nilai: 5
nombre de autor: Sebastián Suarez

En las colinas brumosas de Cotswolds, una mansión ancestral guarda secretos que el tiempo no ha logrado enterrar. Allí, entre jardines silenciosos y corredores que susurran recuerdos, una presencia olvidada despierta.

Aurora fue la mujer más hermosa de su época… y se negó a morir. En su desesperación, selló un pacto prohibido, intercambiando su alma por una belleza eterna. Desde entonces, su espectro recorre la tierra, arrastrado por el deseo, el resentimiento y la maldición de una eternidad sin consuelo.

Una novela gótica que entrelaza amor, ambición, engaño y condena, donde la belleza no es un don, sino una trampa… y lo más hermoso puede ser también lo más peligroso.

NovelToon tiene autorización de Sebastián Suarez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 15: "Una tormenta interior"

Lyonel caminaba por las calles empedradas del pueblo con Rose de la mano. La niña saltaba a cada tanto, casi arrastrada por el entusiasmo que le producía la promesa de un pastel de moras. El aire olía a leña quemada y a pan recién horneado, y la mañana se había ido abriendo paso entre nubes pesadas que dejaban pasar una luz blanquecina.

Cuando llegaron a la panadería, la campanilla sobre la puerta tintineó. Tras el mostrador apareció un hombre corpulento, con un bigote espeso que parecía tragarse media sonrisa y unos brazos robustos manchados de harina.

—Buenos días —dijo el panadero con voz grave pero amable—. ¿Qué desean?

Lyonel le devolvió el saludo con cortesía contenida.

—Queremos un pastel de moras.

Rose aplaudió suavemente, sus ojos brillando. El pastelero la observó entonces con atención y su sonrisa se ensanchó.

—¡Oh, pero si eres la hermanita pequeña de la mujer que vino antes! —exclamó el panadero, inclinándose un poco sobre el mostrador, con el bigote erizado como si quisiera remarcar la sonrisa que se abría en su rostro.

Rose se quedó inmóvil, sorprendida. Sus mejillas se encendieron de inmediato, y asintió con la cabeza, sonrojada por el repentino reconocimiento.

—Y dime —prosiguió el hombre, bajando la voz en un tono que pretendía ser cómplice, aunque para Lyonel sonaba irritante—, ¿tu hermana no me ha mencionado?

La niña parpadeó, confundida, sin saber qué responder. Miró de reojo a Lyonel, como buscando ayuda.

—No… no me ha dicho nada —murmuró al fin, con voz pequeña.

Lyonel frunció el ceño, sintiendo cómo una sombra de desagrado le recorría el pecho. ¿Qué significa eso? ¿Por qué insiste?

El panadero no se dio por vencido. Al contrario, su sonrisa se ensanchó aún más.

—Vaya, qué extraño —comentó, frotándose las manos enharinadas—. Pensé que ya no había vuelto por aquí… Bueno, da igual. Dile a tu hermana que la invito a cenar.

Rose lo miró con los ojos muy abiertos, sin entender por qué le hablaba de esa manera. El panadero, sin detenerse, añadió:

—Y si le llevas ese recado, este pastel será gratis. ¿Qué te parece? ¿No sería maravilloso llegar a casa con un dulce y con un mensaje importante?

El comentario cayó como un balde de agua fría. Rose bajó la mirada, incómoda, mientras Lyonel dio un paso hacia adelante, su voz cargada de hielo.

—Esas cosas no se le dicen a una niña pequeña —espetó, con un tono grave que retumbó en la panadería.

El panadero levantó la barbilla, inflando el pecho.

—No se meta, caballero. Es un simple favor —replicó con desdén, intentando no perder su postura de hombre seguro.

Lyonel lo sostuvo con la mirada, los ojos endurecidos.

—No le gustará a Anna saber que usted pide esos favores a su hermanita a cambio de dulces —dijo con calma, pero con la firmeza de un filo que corta despacio.

Rose se aferró a la manga de Lyonel, como si quisiera detener lo que veía crecer frente a ella. El panadero, en cambio, se quedó un instante callado, hasta que sus labios se torcieron en una mueca de disgusto.

—Ustedes los forasteros siempre vienen a entrometerse —gruñó, y sin añadir nada más, giró sobre sus talones con brusquedad. La cortina que daba a la cocina se agitó tras él, y sus pasos golpearon el suelo con la furia de un hombre que no tolera que lo dejen en evidencia.

El aire en la panadería quedó cargado, como si la tensión hubiera impregnado hasta el olor del pan caliente. Rose no se atrevió a levantar la cabeza; Lyonel, en cambio, permaneció de pie, la mirada fija en la cortina cerrada, con una calma aparente que no ocultaba la tormenta que le hervía por dentro.

Rose seguía con la cabeza abajo, nerviosa. Lyonel se agachó a su lado, suavizando el tono.

—Dime, pequeña… ¿lo conoces desde antes?

Rose mordió su labio inferior antes de contestar.

—Sí. La otra vez nos regaló un pastel. Pero fue porque Anna… bueno, ella le dio un beso en la mejilla.

Las palabras retumbaron en el pecho de Lyonel como un golpe. Una imagen fugaz se formó en su mente: Anna, inclinándose, sonriendo, rozando los labios en la piel de ese hombre grasiento. Sintió que la sangre le hervía, un ardor que subía desde el estómago hasta la garganta. Por un instante, tuvo ganas de atravesar la cortina y destrozar al panadero con los puños.

Los pensamientos se quebraron cuando el hombre reapareció con una bandeja. La colocó sobre el mostrador con brusquedad.

—Aquí está su orden.

Lyonel lo miró fijo, sin disimular el desprecio que hervía en sus ojos. El aire en la panadería se espesó, y hasta el crepitar del horno al fondo pareció apagarse bajo el peso de ese silencio.

—¿Cuánto es? —preguntó, su voz baja pero firme, como si cada palabra llevara una amenaza velada.

El panadero se pasó una mano por el bigote, intentando sostener la compostura.

—Habitualmente costaría ocho chelines… —pausó un segundo, y en sus labios apareció una sonrisa torcida—, pero para usted será veinte.

Rose lo miró con los ojos abiertos de par en par, sorprendida por el descaro. Lyonel no apartó la mirada. Dio un paso al frente, y la sombra de su cuerpo se extendió sobre el mostrador, oscureciendo el espacio entre ambos. Su rostro, endurecido como piedra, se inclinó hasta quedar frente al del panadero.

—¿Veinte? —repitió, con una calma que helaba más que un grito—. ¿Me está tomando por un imbécil?

El panadero, quizá creyendo que aún podía sostener su orgullo, levantó la barbilla. —Cobro lo que quiero en mi tienda. Y si no le gusta, puede irse sin su pastel.

Lyonel entrecerró los ojos, y antes de que el hombre pudiera reaccionar, su mano se cerró en el cuello de su camisa. Lo jaló hacia adelante con fuerza, hasta que las narices casi se rozaban. El bigote tembló bajo la presión del agarre.

—Escúchame bien —susurró, con un tono tan bajo que sonaba más aterrador que un grito—. No voy a tolerar otra estupidez. Manténgase lejos de Anna y de su hermana. Si vuelve a acercarse a ellas, si vuelve a usar a la pequeña para enviar mensajes asquerosos, lo lamentará de una forma que no olvidará jamás.

El panadero intentó zafarse, pero Lyonel lo tenía sujeto como una garra. La bravura que había mostrado se evaporó en cuestión de segundos. Sus ojos, antes altivos, se llenaron de un miedo seco.

—Está bien… —balbuceó, tragando saliva con dificultad—. Está bien, lo prometo.

Lyonel apretó un segundo más, para asegurarse de que el mensaje quedara grabado en su carne, y luego lo soltó con brusquedad. El panadero retrocedió un par de pasos, ajustándose la camisa arrugada, el rostro rojo por la vergüenza y la rabia contenida.

Con un movimiento frío y preciso, Lyonel sacó las monedas y las dejó caer sobre la madera del mostrador. El tintineo metálico resonó en la panadería como un juicio final.

—Tome su dinero —dijo con voz dura—. Y rece para que no vuelva a escuchar su nombre en labios de esas niñas.

Se giró entonces hacia Rose. Su expresión cambió de inmediato: la dureza en sus ojos se suavizó, sus labios se relajaron. Con un gesto casi paternal, tomó la bandeja con el pastel y se inclinó hacia ella.

—Vamos, pequeña —dijo en un tono mucho más amable—. Este pastel nos está esperando.

Rose asintió con entusiasmo, aunque sus ojos aún reflejaban un atisbo de nerviosismo por lo que había visto. Lyonel le sonrió con calidez, como si quisiera borrar de su memoria la imagen de él sujetando al panadero con tanta furia. Juntos, salieron de la panadería, dejando tras de sí el silencio pesado de un hombre que sabía que había cruzado la línea equivocada.

El regreso a la mansión se extendió como un respiro contenido en la garganta del campo. Gapola avanzaba con zancadas poderosas, levantando motas de polvo dorado que se quedaban flotando en el aire como brasas apagadas. Rose, instalada frente a Lyonel, reía a carcajadas cada vez que el caballo aceleraba, y su voz infantil se mezclaba con el silbido del viento que cruzaba los trigales cercanos.

A su derecha, las colinas se extendían como lomos de gigantes dormidos, cubiertas por un manto verde salpicado de amapolas. Rose, con los ojos muy abiertos, estiró el brazo como si quisiera atraparlas con la punta de los dedos.

—¡Mira, señor Lyonel! —gritó, casi ahogada por el viento—. ¡Las rosas arden!

Y en efecto, los rosales que bordeaban el sendero parecían incendiarse bajo los haces de sol que se filtraban entre las nubes. El rojo de sus pétalos se quebraba en destellos anaranjados y violetas, como si cada flor escondiera una llama interior. Rose se quedó embelesada, con las mejillas encendidas por la emoción, y Lyonel la observó de reojo. Una sonrisa fugaz le cruzó el rostro, aunque en el fondo su pecho era un campo arrasado por la inquietud.

Cuando por fin alcanzaron la entrada de la finca, las rejas de hierro se alzaban imponentes, con las lanzas negras que parecían custodiar secretos más que abrir paso. El portón se abrió con un chirrido profundo, y Gapola avanzó despacio sobre el empedrado que conducía al vestíbulo. Lyonel desmontó primero y ayudó a Rose a bajar, posando la mano en su hombro con una ternura que contrastaba con la rigidez de su gesto.

Lo que lo detuvo fue el silencio. La mansión, siempre viva con el ir y venir de sirvientes, el murmullo de pasos en los corredores, o la risa ligera de Eliza, ahora reposaba como una casa abandonada. Las ventanas del vestíbulo reflejaban la luz pálida del mediodía, pero dentro no había movimiento alguno. Ni un saludo apresurado de un criado, ni el eco de una voz familiar.

Lyonel frunció el ceño. Ese vacío lo inquietaba más que cualquier bullicio.

—Qué extraño… —murmuró, ayudando a Rose a bajar del caballo.

Pero entonces lo escuchó: un sonido metálico, rítmico, que venía del jardín trasero. Espadas. Lyonel caminó con paso firme hacia la galería, y al asomarse la vio. Eliza, con el cabello recogido y la frente perlada de sudor, sostenía una fina espada de práctica. Frente a ella, con postura impecable y aire seguro, estaba Vincenzo. Ambos reían entre choques de acero, las estocadas ligeras como un juego, pero cargadas de una complicidad evidente.

Lyonel se quedó quieto, con los brazos cruzados sobre el pecho. Hoy no es mi día, pensó, sintiendo el peso de la mañana: primero la discusión, luego la provocación del panadero, y ahora esa imagen. Una punzada lo atravesó al ver cómo Eliza sonreía con una frescura que él nunca había visto dirigida hacia él.

¿Por qué me siento así? se preguntó, apretando la mandíbula. ¿Qué son estos sentimientos? ¿Celos? ¿Molestia? ¿Rabia? Lo mismo que sentí cuando el panadero coqueteó con Anna… ¿Por qué me hierve la sangre de esta manera?

Una mucama apareció a su lado, haciendo una leve reverencia.

—Señor Lyonel, ¿desea que guarde el pastel en la cocina? Puedo servirlo cuando guste.

Él la miró apenas un instante, sin apartar los ojos del jardín.

—Guárdelo. Y sírvale una porción a la pequeña Rose.

—Como ordene —dijo la criada, inclinando la cabeza.

Rose, que se había quedado pegada a la ventana, tiró suavemente de la manga de Lyonel.

—¿Quién es ese hombre que está con la señorita Eliza?

Lyonel respiró hondo antes de contestar.

—Solo… un amigo suyo.

La niña ladeó la cabeza, sin apartar la vista de la escena.

—Se ve muy contenta cuando está con su amigo —comentó con inocencia, sin darse cuenta de la daga que sus palabras clavaban en el corazón de Lyonel.

Él apretó los labios, y su gesto se endureció por un segundo. No respondió. La mucama regresó con un platillo y colocó frente a Rose una generosa tajada de pastel de moras. La niña se olvidó del jardín y sonrió encantada, agradeciéndole antes de hincar el tenedor.

Lyonel, en cambio, giró sobre sus talones y caminó hacia el patio trasero. Sus pasos resonaban sobre el mármol como martillazos, cada vez más firmes, hasta que la luz del sol lo envolvió de lleno y la visión de Eliza y Vincenzo dejó de ser un espectáculo lejano para convertirse en un desafío inevitable.

Descendió las escaleras de piedra que daban al patio trasero. Cada peldaño resonaba bajo su bota como un tambor de guerra, seco y grave, acompañando el fuego que ya ardía en su interior. El aire estaba impregnado del olor de la hierba recién cortada y del roce metálico de las espadas que seguían entrechocando en el jardín.

Cuando Lyonel se acercó al claro, la escena lo golpeó como un cuchillo: Eliza y Vincenzo se movían con agilidad, las estocadas se sucedían rápidas, ligeras, casi juguetonas. El sol arrancaba destellos a las hojas metálicas, que cortaban el aire con un silbido preciso. Eliza reía, su risa cristalina colgaba en el aire como un adorno frágil, y Vincenzo le respondía con frases cortas en voz baja, palabras que Lyonel no alcanzaba a distinguir pero que eran suficientes para apretarle el estómago.

Cada vez que las espadas chocaban, el sonido resonaba en el patio como campanas de guerra, y aun así, en sus rostros solo había diversión, complicidad, una intimidad que Lyonel no podía soportar.

Se detuvo a unos pasos, su sombra alargándose sobre el césped. La voz salió de su garganta más grave de lo habitual, rompiendo la armonía del momento como un trueno repentino:

—Quiero un duelo.

Las espadas se detuvieron. Eliza bajó la suya lentamente y giró hacia él, con las mejillas encendidas por el ejercicio.

—¿Un duelo? —repitió con incredulidad, mirándolo como si no hubiese entendido bien.

—Sí —respondió Lyonel sin vacilar, sus ojos clavados en Vincenzo—. Quiero un duelo contigo.

Vincenzo arqueó una ceja y, tras un breve silencio, soltó una carcajada sonora.

—¿Un duelo tan repentino? —preguntó, divertido—. ¿Y a qué debo este honor, monsieur?

Lyonel avanzó un paso, el rostro endurecido.

—Simplemente… me apeteció.

Eliza bajó la espada de golpe y lo fulminó con la mirada.

—Lyonel, por favor. No seas tan inmaduro. Esto no tiene sentido.

Él no apartó la vista de Vincenzo.

—Para mí sí lo tiene.

—¿Acaso quieres herirlo? —Eliza alzó la voz, sus ojos cargados de reproche—. ¿Qué pretendes demostrar?

—Nada —respondió Lyonel con calma tensa—. Solo quiero probarme.

Vincenzo levantó la mano con un gesto elegante, interrumpiéndola, como si la situación le divirtiera.

—Lo acepto.

Eliza lo miró atónita.

—¿Qué? ¡No estás obligado a aceptar esto!

El italiano inclinó ligeramente la cabeza, dejando que el sol se reflejara en su frente sudada.

—No te preocupes, Eliza. —Bajó la espada con la misma naturalidad de un bailarín que termina una pieza—. Soy un comandante. Llevo años entrenando con la espada. Créeme, no me pasará nada.

—Eso no significa que debas exponerte a un capricho —insistió ella, dando un paso hacia él.

Vincenzo le dedicó una sonrisa confiada, ladeada, que parecía hecha para provocarla tanto como para tranquilizarla.

—No es un capricho, es un reto. Y los retos me mantienen vivo.

Eliza apretó los labios, nerviosa. Miró de reojo a Lyonel, que mantenía la expresión férrea, y luego se inclinó hacia Vincenzo, murmurando apenas para que el otro no la escuchara:

—No seas demasiado duro con él.

Vincenzo soltó una breve risa contenida, la mirada aún fija en Lyonel.

—Lo tendré en cuenta —dijo con voz suave, y añadió en un susurro que la hizo estremecer—. Aunque no prometo contenerme si me provoca.

Eliza lo miró con preocupación, pero no replicó. Solo guardó silencio, con el corazón golpeándole el pecho mientras sabía que nada podía detener lo que estaba por comenzar.

Mientras tanto, Rose se había acomodado en las escaleras de mármol, con la falda recogida cuidadosamente sobre las rodillas para no ensuciarla. Sostenía el plato con ambas manos y comía despacio su pastel de moras, con los ojos enormes, brillantes de expectación. Para ella aquello no era un enfrentamiento peligroso, sino un espectáculo extraño, como una obra de teatro improvisada donde los actores eran personas que quería y temía por igual. Cada vez que clavaba el tenedor en el pastel, lo hacía con la misma atención con la que seguía el tintinear de las espadas.

—¿Van a pelear en serio, señorita Eliza? —preguntó la niña con un leve hilo de voz, mirando de reojo a su compañera.

Eliza se sentó a su lado, entrelazando los dedos sobre el regazo, y dejó escapar un suspiro pesado.

—Eso parece, Rose… —respondió, con la voz cargada de preocupación—. Aunque preferiría que no lo hicieran.

Rose ladeó la cabeza, masticando un pedazo de pastel.

—¿Y si alguien se lastima?

Eliza desvió la mirada hacia Lyonel, que se acercaba al armero. Un brillo de inquietud cruzó sus ojos.

—Eso es lo que temo —susurró.

Lyonel se plantó frente al armero de madera. Sus dedos recorrieron los mangos de varias espadas hasta detenerse en una de hoja recta, pulida y equilibrada. La tomó con firmeza, la levantó a la altura de sus ojos y la giró en la palma para sentir su peso. Con un leve giro de muñeca, comenzó a probarla en el aire: estocadas cortas, giros circulares, un par de fintas rápidas. El filo cortaba el aire con un silbido preciso, dejando trazos invisibles que hablaban de alguien que, aunque no había entrenado en mucho tiempo, no había olvidado la disciplina.

Vincenzo lo observaba con los brazos cruzados, sin perder un solo movimiento. La comisura de sus labios se curvó en una sonrisa ladeada.

—Veo que no eres del todo un novato —dijo, con un tono que mezclaba reconocimiento y burla—. Tienes algo de experiencia con la espada.

Lyonel, sin apartar la mirada, respondió con voz grave:

—Lo suficiente.

Vincenzo alzó una ceja.

—¿Lo suficiente para vencerme? Eso está por verse.

Eliza apretó las manos sobre su regazo, sus ojos saltando de uno al otro como si intentara detenerlos con la sola fuerza de su mirada.

—Por favor, no hagan de esto una locura —intervino con firmeza.

—Lo sé bien —respondió Vincenzo, clavando la mirada en Lyonel—. Pero si un hombre me reta, no me escondo detrás de excusas.

Lyonel no replicó. Avanzó hasta colocarse frente a él, los pies hundiéndose apenas en la hierba húmeda. Sus posturas eran un reflejo: hombros rectos, espadas bajas, respiración controlada. El ambiente se espesó como si el aire mismo esperara el primer choque.

Entonces, el mayordomo Gerald dio un paso adelante. Su figura erguida, con el cabello negro recogido hacia atrás, transmitía la solemnidad de un juez. Levantó la mano como un sacerdote en pleno oficio.

—Caballeros —pronunció con voz grave y clara, que resonó en todo el jardín—. Que este duelo se lleve con honor.

Hizo una pausa, asegurándose de que ambos lo miraran.

—Comiencen.

Rose dejó caer el tenedor sobre el plato con un tintineo, conteniendo la respiración. Eliza se inclinó hacia adelante, los labios apretados. Y en el siguiente instante, el jardín se llenó del primer destello de acero: el choque de dos voluntades encendidas en un mismo campo de batalla.

El jardín se sumió en un silencio expectante. El sol caía oblicuo sobre el césped, arrancando destellos plateados de las hojas de las espadas. Lyonel y Vincenzo se miraban sin pestañear, respirando acompasadamente, como dos depredadores midiendo la distancia antes de saltar.

El primero en moverse fue Lyonel. Dio un paso al frente con la velocidad de un rayo y descargó su espada con un golpe seco, que resonó con violencia al chocar contra la hoja de Vincenzo. El impacto arrancó chispas de acero y obligó al italiano a retroceder medio paso.

—¡Por todos los santos! —murmuró Vincenzo, con un destello de sorpresa en sus ojos—. No esperaba semejante fuerza.

Eliza se cubrió la boca con las manos, mientras Rose se inclinaba hacia adelante, con el pastel olvidado en el plato.

Lyonel no dijo nada. Sus ojos, oscuros y serios, ardían con una determinación desconocida. Giró la muñeca, deslizando el filo hacia abajo y obligando a Vincenzo a tensar su brazo para bloquear de nuevo. El sonido metálico se repitió, más fuerte, más vivo, hasta que las espadas parecían gritar en lugar de chocar.

Rose jaló suavemente la falda de Eliza.

—Señorita… ¿Lyonel siempre ha sido así de bueno?

Eliza, con la voz temblorosa, apenas pudo responder:

—Yo… solo sabía que entrenaba con su abuelo desde pequeño, pero nunca… nunca lo vi combatir así.

El duelo se intensificó. Vincenzo trataba de moverse con la elegancia militar que lo caracterizaba: fintas rápidas, pasos diagonales, golpes de punta. Pero Lyonel respondía con una fuerza seca, brutal, que lo obligaba a retroceder una y otra vez. El acero cortaba el aire con violencia, los pies se deslizaban sobre el césped húmedo, las respiraciones se volvían jadeos entrecortados.

Vincenzo, irritado al ver que no podía imponerse, lanzó una estocada inesperada. La punta de su espada alcanzó la pierna de Lyonel, desgarrando la tela de su pantalón y marcando un corte superficial. Un hilo de sangre brotó y tiñó el borde de la tela.

—¡Lyonel! —gritó Eliza, levantándose de un salto.

El rostro de Lyonel se transformó. Sus labios se apretaron en una línea dura, y sus ojos destellaron con una furia contenida. Con un movimiento calculado, giró la muñeca y enganchó la hoja de Vincenzo, desviándola hacia un lado. Con la otra mano, descargó un puñetazo directo contra el rostro del italiano.

El golpe fue brutal. El sonido del hueso contra el hueso retumbó en el jardín, y la nariz de Vincenzo se quebró en un estallido sangriento. El comandante cayó de espaldas, la espada rodando por el suelo, mientras se llevaba las manos al rostro ensangrentado.

Rose soltó un grito ahogado, y Gerald, con la voz solemne, levantó una mano: —¡El señor Lyonel ha ganado el duelo!

Pero Lyonel no escuchaba. Su respiración era pesada, sus hombros subían y bajaban con cada bocanada de aire. Avanzó lentamente hacia Vincenzo, que yacía en el césped, cubriéndose la cara. Levantó la espada con ambas manos, apuntando directamente hacia él.

—¡Lyonel, no! —gritó Eliza, desesperada, corriendo hacia él.

Vincenzo, con los ojos abiertos de par en par, levantó un brazo en un gesto instintivo para protegerse. El filo descendió con un silbido mortal… pero en el último instante se desvió.

La espada se clavó en la tierra, a un palmo de la cabeza de Vincenzo, rozándole la oreja y abriéndole un corte leve que se tiñó de rojo al instante.

Eliza corrió hacia ellos, con las faldas agitándose y los ojos cargados de furia. Su voz desgarró el aire del jardín como un látigo:

—¡¿Cómo es posible que hagas esto?! ¡El duelo ya había acabado, Lyonel! ¡Ya estaba terminado!

Lyonel retiró la espada de la tierra con un tirón brusco, levantando un terrón húmedo que cayó a un lado. Su voz salió grave, tensa, como si se obligara a mantener la calma:

—No escuché a Gerald.

Eliza lo miró incrédula, su rostro encendido por la ira y las lágrimas conteniéndose en sus ojos.

—¡No mientas! —le espetó, con la voz quebrada pero firme—. ¡Madura de una vez, Lyonel! ¡Te comportas como un niño que no entiende lo que siente, que no sabe cómo afrontarlo!

Las palabras atravesaron a Lyonel como dagas. Se quedó inmóvil, con la espada todavía en la mano, el acero brillando manchado de tierra. Su respiración era pesada, y en su pecho la rabia se mezclaba con la vergüenza en un torbellino insoportable.

—Yo… —murmuró apenas, pero las palabras murieron en su garganta.

Vincenzo se removió en el suelo, jadeando, con la nariz sangrando y la oreja marcada por el corte. Trató de incorporarse, pero sus piernas flaquearon. Eliza lo sostuvo, poniéndose de rodillas junto a él.

—Tranquilo, no te esfuerces —le dijo en voz baja, con dulzura—. Ya pasó.

Vincenzo giró la cabeza hacia ella, esbozando una sonrisa torcida que apenas pudo sostener.

—Tu… caballero tiene… un brazo de hierro.

—No hables —le interrumpió ella, con firmeza—. Necesitas atención.

Lyonel dio un paso hacia ellos, aún con la espada en la mano, pero Eliza lo fulminó con la mirada.

—No te acerques —advirtió con voz firme, cargada de desprecio—. No después de lo que acabas de hacer.

Él se detuvo en seco. El aire parecía más pesado, como si el mismo jardín lo rechazara.

Eliza se levantó, ayudando a Vincenzo a ponerse de pie. El italiano tambaleaba, con la camisa manchada de sangre, pero logró sostenerse apoyado en su brazo.

—Vamos adentro —dijo ella, sin mirar a Lyonel—. Te curaré las heridas.

—No es… necesario —balbuceó Vincenzo, aunque sus pasos lo traicionaban—. Un comandante… ha sufrido cosas peores.

—No discutas —replicó Eliza con tono seco, empujándolo suavemente hacia la mansión.

Pasaron junto a Lyonel sin siquiera detenerse. Eliza apretaba el brazo de Vincenzo con firmeza, su rostro endurecido, los labios apretados en una línea de ira contenida. Ni siquiera volvió la cabeza para mirarlo.

En las escaleras, Rose observaba la escena con el tenedor detenido en el aire, los ojos enormes, brillando de asombro y miedo. El pastel olvidado se deshacía en su plato, pero ella no movía un solo músculo.

Lyonel quedó solo en el jardín. El viento agitaba las hojas de los rosales, y el eco del choque de espadas seguía vibrando en sus oídos. Su pecho subía y bajaba con respiraciones agitadas, y las palabras de Eliza resonaban como martillazos en su mente: “No sabes lo que sientes, no sabes cómo afrontarlo.”

Apretó la empuñadura de la espada hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Quiso gritar, quiso correr tras ellos, pero sus pies permanecieron clavados en la tierra. Lo único que lo envolvía era un silencio pesado, humillante, que le caía encima como una losa.

El viento que agitaba los rosales parecía arrastrar con él los ecos del duelo. Lyonel permanecía inmóvil, con la espada todavía en la mano, y mientras sus pensamientos se hundían en un laberinto de rabia y confusión, la luz del mediodía fue cediendo lentamente. Las sombras de los árboles se alargaban como dedos inquietos, el cielo se tiñó de un gris pesado y el murmullo del jardín comenzó a desdibujarse hasta convertirse en un rumor distante. Era como si el mundo conocido se desgarrara poco a poco, abriendo una grieta invisible donde terminaba la tierra de los hombres y comenzaba el reino de las tinieblas.

Y en esa grieta, aguardaban otros ojos. Otras voces.

Allí estaba Aurora.

La oscuridad que la rodeaba no era simplemente ausencia de luz: era un tejido denso, palpitante, como si cada sombra tuviera su propio latido. El aire olía a hierro caliente y cenizas, y bajo sus pies el suelo se curvaba, respiraba, como si caminara sobre la espalda de una criatura dormida. A su lado, la silueta de Dantalion se erguía con una majestuosidad que desafiaba las formas; su sombra se desplegaba sobre el espacio como un mar de alas negras que deformaba las líneas del horizonte.

—Aurora —su voz retumbó en aquel vacío con el estruendo de un trueno sepultado bajo tierra—. Tenemos asuntos importantes.

Aurora giró el rostro hacia él, y en sus ojos brilló un fulgor rojizo, brasas que ardían en la penumbra.

—¿De qué asuntos hablas? —su voz sonó firme, aunque un temblor imperceptible la delató.

Dantalion avanzó un paso, y el suelo oscuro se estremeció como si algo colosal se moviera bajo la superficie. Sus labios se curvaron en una mueca solemne, cargada de gravedad.

—Lucifer nos ha convocado a una reunión.

Las palabras se clavaron en Aurora como cuchillas heladas. Sintió que el aire desaparecía, que algo invisible le cerraba la garganta. El nombre prohibido resonó en su mente con un eco infinito.

—¿Lucifer…? —repitió apenas, y sus ojos se agrandaron—. ¿Por qué el rey del infierno querría hablar con nosotros?

El demonio se volvió hacia ella, lento como una montaña que gira. Sus ojos, carbones encendidos, la atravesaron con severidad.

—Recuerda tu lugar —tronó, con una voz gruesa que sacudió los muros invisibles de la zona oscura—. Yo soy el segundo al mando del infierno. Y tú —su mirada descendió sobre ella como una losa ardiente— eres mi esposa. Nuestro deber es acudir. No cuestionar.

Aurora bajó la cabeza. Sus labios temblaron, pero no salió palabra alguna. La sensación de cadenas invisibles se cerraba sobre su garganta.

—Dantalion… —atinó a decir, apenas un susurro—. ¿Y si es una trampa? ¿Y si Lucifer quiere…?

El demonio alzó la mano, silenciándola.

—El rey no llama para jugar. Cuando habla, el infierno entero obedece.

Aurora tragó saliva, con el corazón acelerado. Sabía que no había escapatoria, que la voz de Dantalion no dejaba lugar a réplica. Asintió en silencio, aceptando el peso del deber que la aplastaba.

En torno a ellos, el rumor lejano de llamas invisibles comenzó a crecer, como un rugido contenido. El aire vibraba, cargado de expectación, como si todo el infierno contuviera la respiración.

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Anna
Ariadne tenía razón 😢
Anna
Q linda es Ariadne 🥰
sebastian
Pobre Ariadne
sebastian
Pobre Ariadne
Lector de vida
me parece muy interesante la trama, continua así 👌
Carla Vannucci
WOW, me encanto el segundo capítulo, publica el proximo pleaseee
Carla Vannucci
WOW, me encanto el segundo capítulo, publica el proximo pleaseee
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