Manuelle Moretti acaba de mudarse a Milán para comenzar la universidad, creyendo que por fin tendrá algo de paz. Pero entre un compañero de cuarto demasiado relajado, una arquitecta activista que lo saca de quicio, fiestas inesperadas, besos robados y un pasado que nunca descansa… su vida está a punto de volverse mucho más complicada.
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Visita del pasado
*⚠️Advertencia de contenido⚠️*:
Este capítulo contiene temáticas sensibles que pueden resultar incómodas para algunos lectores, incluyendo escenas subidas de tono, lenguaje obsceno, salud mental, autolesiones y violencia. Se recomienda discreción. 🔞
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El reloj de la pared del hospital llevaba horas torturándome con su tictac. El segundero parecía burlarse de mi ansiedad, marcando el paso del tiempo como una cuenta regresiva hacia nada.
Llevaba más de doce horas sentada en esa silla rígida, con los músculos entumecidos y la vista fija en Aina, que dormía entre sueros, monitores y una venda que le cubría parte de la pierna. Tenía una herida leve, decían. Nada grave. El impacto del estallido la había dejado inconsciente unas horas, pero los médicos aseguraban que estaba fuera de peligro.
El pitido constante del monitor cardíaco se había convertido en el fondo sonoro de mi culpa. Pero en mi mente, la escena se repetía en bucle: la sala de cine antigua, mis caderas en movimiento sobre Manuelle, sus manos apretando mi cintura, su boca… luego el sonido. Ese estallido que rompió la fantasía Y la imagen de Aina tirada en el asfalto.
Tragué saliva. El sabor a metal y miedo aún me raspaba la garganta.
Aina se removió en la cama y supe que estaba despertando. Me levanté al instante, acercándome a ella.
—Ey —murmuré suavemente, forzando una sonrisa—. ¿Cómo te sientes?
Ella parpadeó, desconcertada, hasta que me reconoció.
—¿Clar… Clarissa?
—Sí, estoy aquí —le tomé la mano—. Todo va a estar bien.
—¿Qué… qué pasó?
—Alguien puso una bomba en tu vehículo. Tú estabas cerca… cuando explotó. Los médicos dicen que no fue tan grave. Estás bien.
Aina intentó incorporarse, pero la contuve con delicadeza.
—No te esfuerces. Estás a salvo.
—¿Y mis padres?
—Tu mamá está con los médicos. Tu papá… —hice una pausa— está con Vicent.
Aina frunció el ceño, todavía atontada.
—¿Vicent?
—Sí. Llegó hace rato. Ha estado ayudando a calmar a tu papá, que está… bueno, fuera de sí. Tu padre está hablando con medio mundo, desesperado por saber quién está detrás de esto. Vicent ha sido el único que logró que bajara la voz por un segundo.
Ella bajó la mirada y murmuró:
—Claro… no debe ser fácil ser el fiscal y tener a su hija al borde de volar en pedazos.
Me tensé.
—Tuviste suerte —le dije—. Todos tuvimos.
Sus ojos se alzaron lentamente hacia mí. Me escaneó con esa mirada suya que siempre fue demasiado aguda para su edad.
—¿Has estado aquí todo el tiempo?
Asentí sin dudar.
—Desde que supe.
Ella respiró hondo, como si le pesara el aire en los pulmones.
—¿Y… Manuelle?
Sentí cómo el estómago me daba un vuelco. Mi lengua se enredó por un segundo.
—No lo he visto desde ayer —respondí.
Aina asintió, sin más. Pero no me creyó. Lo supe en cuanto entrecerró los ojos y desvió la mirada hacia la ventana.
—No quiero ver a Vicent —dijo, como si le hablara al techo—. No quiero que entre.
—¿Por qué?
—No puedo lidiar con él ahora. Solo… dile que me duele la cabeza. O que estoy dormida. O lo que sea.
—Está bien. No tienes que explicarme.
Ella suspiró y luego me dijo en voz bajita:
—Gracias por estar aquí, Clar.
—Siempre —le sonreí—. ¿Quieres algo? ¿Agua? ¿Té?
—Solo quédate.
Volví a la silla dura, crucé las piernas y encendí el celular. Varios mensajes de Manuelle parpadeaban en la pantalla.
No respondí. Guardé el teléfono en el bolso, apoyé la cabeza en la pared blanca, y cerré los ojos.
Ni siquiera sabía si yo estaba bien.
La luz del atardecer se colaba perezosa por las persianas del hospital, tiñendo de oro las sábanas blancas y los tubos plásticos. Aina dormía de forma intermitente, pero cada vez que abría los ojos, me aseguraba de que yo siguiera ahí. Como si necesitara saber que algo seguía siendo familiar, estable, en medio de todo el caos.
Aina abrió los ojos de nuevo, esta vez más alerta. Parpadeó, su mirada recorrió la habitación y luego se posó en mí.
—¿No te cansas de estar aquí?
—Podría estar en peores lugares —le sonreí, suave.
—Gracias… de verdad.
—No tienes que agradecerme nada.
Guardamos silencio unos segundos. Después de todo, había cosas que flotaban en el aire, no dichas pero sentidas.
Aina giró lentamente el rostro hacia mí.
—Clarissa… —dijo, bajando la voz—. ¿Puedo preguntarte algo sin que te ofendas?
—Dispara.
—¿Tú y Manuelle…?
El aire se me atascó en la garganta.
—¿Qué pasa con Manuelle?
Ella me miró como si pudiera ver más allá de mi piel.
No dije nada.
—Vi algo —continuó—. No todo. Pero suficiente. Y no sé qué me molestó más, si el hecho de que me ocultaras algo así o que… me sintiera como una estúpida.
Me pasé la lengua por los labios, dejando escapar un suspiro tembloroso.
—Aina, somos amigas, pero creo que tengo derecho a mi privacidad. No te lo puedo decir todo. Además…lo de Manuelle y yo solo es sexo casual.
Ella desvió la mirada hacia el techo.
—Tranquila, no te voy a juzgar, Clar. Solo… quiero que tengas cuidado.
—¿Cuidado?
—Mi papá no es ningún paranoico. Si está tan alterado es por algo y desde hace días, entre lo que pasó en la universidad, lo del auto, y la actitud de Manuelle… todo está raro.
—No crees que él tenga que ver con eso, ¿cierto? —pregunté en voz baja.
Aina dudó. Esa fue su respuesta más honesta.
—No lo sé. Pero algo me dice que su familia está metida en algo sucio. Muy sucio. Tal vez él no lo sepa todo, o tal vez sí. Pero hay demasiadas coincidencias, y en mi casa nadie cree en las coincidencias.
Asentí en silencio, sintiendo el sabor metálico de la duda instalándose en mi lengua.
—Solo prométeme algo —dijo ella, volviendo a mirarme—. Si en algún momento te das cuenta de que estás en peligro… aléjate.
La miré. Su vulnerabilidad me apretó el pecho.
—Te lo prometo.
Ella asintió y volvió a cerrar los ojos, más tranquila. Yo me quedé allí, en silencio.
¿Y si Aina tenía razón?
¿Y si, por una vez, el peligro no estaba afuera, sino entre nuestras propias manos?
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Necesitaba una ducha. Urgente. No solo para sacarme de encima el olor del hospital, o la tensión acumulada en mis hombros, sino porque el peso de las palabras de Aina aún se aferraban a mi piel.
Su voz me seguía sonando en mi cabeza:
“Si te das cuenta de que estás en peligro… aléjate”.
Aparqué frente a mi edificio, entré al lobby, con mi bolso al hombro y los audífonos colgando de la chaqueta, pensando en agua caliente, velas aromáticas y, tal vez, una copa de vino.
Pero entonces lo vi.
Una silueta apoyada contra la pared junto al ascensor. Alta, de hombros anchos, rostro sombrío.
Un tic eléctrico se encendió en mi estómago antes de que mis ojos terminaran de enfocarlo. Un frío me recorrió la espina dorsal.
—Hola, Clar —dijo, como si no hubieran pasado nueve malditos meses desde la última vez que lo vi.
—Ezekiel —dije su nombre con un filo de escarcha en los labios—. ¿Qué haces aquí?
No respondió de inmediato. Se empujó con desgano de la pared y avanzó un paso hacia mí, como si eso ya le perteneciera. Como si yo aún le perteneciera.
—Te extrañé —musitó.
Contuve el impulso de retroceder. No le iba a dar ese poder.
—¿Cómo sabías que vivía aquí?
—Te seguí desde el hospital. Te estás desgastando por esa amiga tuya, ¿no? Aina.
Mi corazón tamborileó fuerte, pero me mantuve firme. Ezekiel siempre había sido así: invasivo, persuasivo, alguien que se metía bajo tu piel hasta que no sabías si respirabas por ti o por él.
—No tienes derecho a seguir vigilándome —espeté, bajando la voz.
—¿Vigilándote? No seas exagerada. Solo me preocupas. Después de todo lo que vivimos…
—Lo que vivimos fue un infierno.
Me miró herido, como si de verdad no entendiera.
Claro que lo entendía. Siempre lo entendía.
Habíamos empezado a salir cuando aún estaba en secundaria. Él era mayor, universitario, brillante, dominante. Al principio fue embriagador. Ezekiel tenía la costumbre de mirar a los demás como si fueran poca cosa, pero a mí… a mí me miraba como si fuera el centro de su universo. Me gustaba esa atención. Hasta que dejó de ser halagadora y empezó a ser asfixiante.
Celos. Control. Manipulación emocional. Una vez, le rompió el teléfono a un chico que me invitó a una fiesta. Otra vez, siguió a una de mis amigas durante días porque sospechaba que me “llenaba la cabeza de tonterías”.
Pero lo peor vino cuando decidí terminar. Me apareció en la puerta durante semanas, dejaba flores en mi buzón, mensajes desde otro teléfono. Un día me siguió hasta una sesión de fotos y se hizo pasar por parte del equipo. Tuve que cambiarme de residencia, de número, de rutina.
—Tú y yo no tenemos nada —dije ahora, con voz firme—. Supera eso, Ezekiel.
Me dio una sonrisa torcida.
—¿Nada? ¿Y Manuelle sí? ¿Crees que no sé lo que está pasando?
Ahí lo supe. Me había estado siguiendo. Obser
vando.
—Estás enfermo —murmuré.
Él soltó una risita.
—Te protegí, Clar. Yo te cuidé. Ese chico… no sabes quién es el realmente. Pero yo sí. Y si te digo que te alejes de él, es por tu bien.
Me quedé mirándolo, helada. Cada palabra suya se sentía como una mano invisible cerrándose alrededor de mi garganta.
—Si vuelves a acercarte a mí, juro que me encargo de ponerte tras las rejas—le dije con los dientes apretados.
Él suspiró, teatral.
—No quiero hacerte daño, Clar. Pero no voy a perderte otra vez.
Me di media vuelta y entré al ascensor sin darle el gusto de mirarlo otra vez. Cuando las puertas se cerraron, mis manos temblaban. Tragué saliva.
Me forcé a mantenerme erguida, a no mostrar miedo.
Pero lo sentía y mucho.
Y esta vez, no estaba segura de si el monstruo que acechaba en mi vida era Ezekiel, Manuelle… o ambos.