Ella creyó en el amor, pero fue descartada como si no fuera más que un montón de basura. Laura Moura, a sus 23 años, lleva una vida cercana a la miseria, pero no deja que falte lo básico para su pequeña hija, Maria Eduarda, de 3 años.
Fue mientras regresaba de la discoteca donde trabajaba que encontró a un hombre herido: Rodrigo Medeiros López, un español conocido en Madrid por su crueldad.
Así fue como la vida de Laura cambió por completo…
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Capítulo 14
La tarde despuntaba perezosa, el sol golpeando despacio las paredes simples del apartamento de Laura, tiñendo de dorado el suelo y las cortinas raídas.
Después del susto de la mañana y el alivio con el diagnóstico médico, Laura se permitió respirar. Ahora que Duda estaba mejor, necesitaba continuar con su rutina. Necesitaba más dinero para poder mejorar la alimentación de su pequeña.
Recordó su buena vida mientras sus padres estaban vivos...ciertamente Duda sería bien tratada y tendría todas las muñecas del mundo...
Apiló cuidadosamente las cajas con sus dulces caseros: cocadas, bollitos de lluvia, pan de miel envuelto en papel celofán, bandejas con brigadeiro y beijinho, y partió para el centro de la ciudad.
Era allí, entre las aceras movimentadas y el bullicio de vendedores, que conseguía sacar parte del sustento del día. Quería hacer algo además del constante macarrón instantáneo para que la hija se pusiera fuerte.
Mientras ella se distanciaba, Rodrigo, con la pierna aún latiendo, resolvió atravesar el pequeño corredor y golpear discretamente la puerta del apartamento de Doña Zuleide.
Estaba inquieto.
No sabía a ciencia cierta el porqué, pero sentía necesidad de ver a Duda nuevamente. Tal vez fuese la ausencia de afecto en su vida reciente, tal vez la inocencia encantadora de la niña. La única cosa que sabía era que, mismo con las privaciones de esos días, estaba bien. Se sentía acogido y libre de las preocupaciones de su vida en Madrid.
Zuleide abrió la puerta con una sonrisa contenida, sorpresa, pero no sin simpatía.
—Vaya, si no es nuestro hidalgo madrileño. Puede entrar, Rodrigo. Duda está dibujando en la mesa de la sala.
Rodrigo sonrió con los ojos, el cuerpo aún resintiéndose del esfuerzo de andar. Se sentó cuidadosamente cerca de la niña, que levantó la mirada y abrió una sonrisa larga.
—¡Tío Rodrigo! Ven a ver mi dibujo. Yo hice un castillo. ¿Usted ya vivió en un castillo?
Él dio una risita suave.
—Algo parecido. Pero tu castillo es mucho más bonito que el que yo conocí.
Zuleide observaba la escena, se calentando con aquella amistad improbable. Rodrigo pidió el papel y lápices, y comenzó a dibujar también, creando un caballo alado para acompañar a la princesa de Duda. Pasaron más de una hora así, sonrisas, garabatos y palabras mansas.
Cuando Laura volvió, al atardecer, con los pies doliendo y el alma cansada, subió las escaleras pensando apenas en un baño caliente y en la cena.
Con el lucro de las ventas del día compró el frijol, carne y algunos legumbres. Paró delante de la puerta de Zuleide al ver a su hija sentada en la sala con Rodrigo al lado, inmersos en dibujos esparcidos.
—¿Usted por aquí?— preguntó sorpresa, pero sin agresividad.
Rodrigo levantó la mirada, ligeramente constreñido. Él más parecía una niñera que un asesino letal.
—Vine a hacer compañía para Duda. Espero que no se importe.
Laura apenas asintió, aliviada al ver a la hija riendo.
—Vamos, mi flor. La cena ya ya sale.
Volvieron los tres para el apartamento, quien los viese, ciertamente creería que eran una familia. Laura colocó una olla de frijol en el fuego, picó cebolla y ajo con agilidad de quien tiene prisa, pero no descuida del sabor. Ella cocinaba con un cariño que jamás viera en una cocina lujosa. El aroma de comida casera se esparcía, llenando el apartamento pequeño con una acogida que ninguna cobertura de hotel cinco estrellas jamás podría ofrecer.
Mientras tanto, Maria Eduarda y Rodrigo permanecieron en la sala. Ella sentada a su lado en el pequeño sofá, entregándole una caja de lápices de color. Él, con el bloc de papel en el colo, garabateaba un perrito con alas, arrancando carcajadas de la niña.
—¡Mamá, el tío Rodrigo dibuja más bonito que yo!
—Él tuvo más tiempo para entrenar, hija.
Rodrigo ahora terminaba otro dibujo, era una bailarina, el lápiz colorido se deslizaba sobre la hoja con agilidad. Cuando terminó, el dibujo la niña, que sonrió encantada.
—Es usted danzando.— dijo él, tocando con delicadeza el papel.
—Yo danzo así... — respondió la niña, medio tímida— Pero un día yo quiero danzar bonito como mamá.
Trigo sonrió, tocado. Aquella niña lo hacía sentir algo raro: ternura.
Una inocencia que él había dejado para atrás hace mucho tiempo, sofocada por la prisa de crecer y se tornar poderoso. En su mundo eso era esencial.
En la cocina, Lauro oía todo con leve sonrisa en los labios. No se entrometía. La presencia de Rodrigo al lado de la hija la dejaba inquieta, por miedo, y sí porque aquel hombre misterioso Verde, parecía cada vez más hacer parte de su rutina, de su mundo.
El aroma del frijol invadió el ambiente, mezclándose al olor de tinta y papel. Laura sirvió los platos con arroz, frijol y estofado de carne con patatas y zanahorias. Se sentaron los tres a la mesa improvisada. Ella notó con sorpresa, que era bueno tener una persona más para comer y por la primera vez sintió falta de tener una familia completa.
Zuleide pasó más tarde para saber con Duda estaba, pero encontró a la pequeña anidada en los brazos de Rodrigo. Laura, cansada, pero con una leve sonrisa, señaló para que entrase.
—Ella comió bien, pero se durmió luego en seguida.
—Tiene que hacer unos exámenes en esa niña, ella anda bien dormilona.
Rodrigo, silencioso por veces, no conseguía evitar la sensación de que allí, en aquella simplicidad, había más calor humano que en todas las cenas de gala que frecuentó.
Y allí estaba él, encantado con la simplicidad de aquella mujer y de su hija.
Cuando la noche cayó de vez, y Laura cogió a la hija, que estaba adormecida en los brazos de Rodrigo y la llevó para la cama, Zuleide miró para el hombre a su frente y habló en un tono que apenas él pudiese oír:
—Usted no es una persona simple como quiere hacer parecer... apenas no haga a las dos sufrir. Ellas son mi razón de continuar.
La mirada de aquella señora era casi tan mortal cuanto la de un asesino.
—Laura sufrió mucho en las manos del padre de Maria Eduarda. El canalla llevó toda su herencia y la abandonó grávida. No entre en la vida de ellas si no fuera para quedarse.
Cuando Laura apareció, la señora se calló. De todos y fui para su apartamento.