Gabriela Estévez lo perdió todo a los diecinueve años: el apoyo de su familia, su juventud y hasta su libertad… todo por un matrimonio forzado con Sebastián Valtieri, el heredero de una de las familias más poderosas del país.
Seis años después, ese amor impuesto se convirtió en divorcio, rencor y cicatrices. Hoy, Gabriela ha levantado con sus propias manos AUREA Tech, una empresa que protege a miles de mujeres vulnerables, y jura que nadie volverá a arrebatarle lo que ha construido.
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La prohibición
SEBASTIÁN
Si.
Las palabras de Gabriela me habían dolido más, de lo que realmente podía aceptar. La rabia me estaba carcomiendo…
Corrí tras Valentina antes de que pudiera salir del edificio. La alcancé en el pasillo, la sujeté del brazo y la obligué a mirarme.
—¡Valentina! —rugí, con la rabia atragantada en la garganta—. ¿Qué demonios te pasa?
—¡Suéltame! —chilló, forcejeando—. No soy una niña para que me agarres así.
—Entonces deja de comportarte como una. —Apreté los dientes, intentando controlar el temblor de mi voz—. ¿Qué se supone que estabas pensando? ¿No te basta con haber bajado las notas? ¿Ahora también tienes que escaparte del instituto para hacer… no sé qué con ese niño idiota de Axel?
Ella se quedó en silencio, mirándome con los ojos llenos de furia.
—No es un idiota —escupió.
—¡Claro que lo es! —le interrumpí, la sangre golpeándome las sienes—. ¿Sabes lo que haces cuando sales en moto con ese muchacho? ¿Sabes lo que significa dejarte ver besándote en cualquier esquina como si no tuvieras un gramo de dignidad? Además ya viste la influencia que tiene en ti, cómo has bajado tu promedio en el instituto.
—¡Axel no tiene nada que ver! —me gritó, las lágrimas a punto de desbordarse—. Tú no entiendes nada.
—¡Entiendo demasiado! —respondí, mi voz quebrándose en un rugido—. Y por eso te lo digo: no quiero que vuelvas a hablar con Axel. ¿Me oíste? ¡Se acabó! Y no harás que te lo repita…Tu madre siempre ha sido muy permisiva, siempre te deja hacer lo que te plazca, pero esta vez no voy a dejar que eso pase.
Ella se quedó inmóvil, pálida, como si no pudiera creer lo que escuchaba.
—¿Me vas a prohibir tener amigos también? —soltó, sarcástica, pero la voz le temblaba.
—Si es necesario. —La miré fijo, sin pestañear—. Pero principalmente a Axel. no lo quiero cerca de ti. Nunca más.
Valentina se apartó bruscamente, con los ojos brillando de lágrimas.
—¿Sabes qué, papá? —su voz se quebró, cargada de dolor—. Eso solo demuestra que no confías en mí.
Me quedé en silencio, sintiendo la daga de sus palabras clavarse en el pecho.
—Siempre piensas que voy a cometer errores solo porque sí. —Ella bajó la mirada, respirando con dificultad—. Yo no soy perfecta, lo sé. A veces me equivoco, a veces hago tonterías… pero eso no significa que no sepa lo que quiero o que no pueda decidir con quién estar.
Le rodó una lágrima por la mejilla y la limpió rápido con la manga, como si no quisiera que la viera llorar.
—No confías en mí como tu hija… —dijo en un susurro, con la voz rota—. Y lo peor es que siento que nunca lo vas a hacer.
Intenté acercarme, pero Valentina retrocedió, cruzándose de brazos como si intentara protegerse de mí.
—Papá… —agregó con un hilo de voz—. Lo único que quiero es que me escuches, no que me controles.
Y mientras la veía correr por el pasillo con la mochila colgando, tuve esa sensación asfixiante de que estaba perdiendo a mi hija… igual que hace años casi pierdo a Gabriela.
Conduje hasta la torre de Valcorp con el estómago revuelto. Golpeaba el volante con los nudillos como si eso pudiera borrar la discusión con Valentina. La imagen de su cara llorosa, gritando que no confiaba en ella, me seguía taladrando el cerebro.
Cuando entré a mi oficina, lo último que quería era compañía.
Pero ahí estaba Natalia. Sentada en el sofá de cuero, cruzando las piernas impecables, con un vestido de oficina que parecía sacado de una portada de revista. Una carpeta en la mano y una sonrisa calculada.
—Cielo —me saludó con ese tono dulce—. Justo a tiempo. Te estaba esperando.
Solté un suspiro cansado, dejando las llaves sobre el escritorio.
—No sabía que teníamos reunión.
—No la tenemos. —Se levantó, caminando hacia mí con ese perfume caro que siempre me aturde—. La cita es esta noche, en el club.
Fruncí el ceño.
—¿Qué cita?
—La que organizó tu padre con el mío. —Me acarició la solapa de la chaqueta—. Una cena privada, solo nosotros cuatro.
Cerré los ojos un segundo, mordiéndome la lengua para no maldecir.
—¿Y desde cuándo planean mi agenda sin preguntarme?
Natalia sonrió como si la pregunta fuera un chiste adorable.
—Sebas, sabes que es importante. Mi padre quiere discutir algunos acuerdos estratégicos con el tuyo, y, bueno… —me miró con malicia— también quieren que nos mostremos como pareja sólida.
—¿Pareja sólida? —bufé, apartándome de su toque—. Natalia, esto solo es un acuerdo.
—Claro que no lo es. —Su sonrisa se volvió fría—. Y mientras más rápido lo entiendas, mejor para todos.
Me dejé caer en la silla, pasándome la mano por la cara. Tenía la cabeza partida entre el caos con Valentina y las jugadas corporativas de mi padre.
Natalia, en cambio, parecía disfrutar cada segundo.
—Así que ya sabes —dijo, dándose media vuelta hacia la ventana—. Esta noche a las ocho, en el club. No llegues tarde, cariño.
El resto de la tarde la pasé atendiendo a un par de socios de inversión que habían pedido reunión urgente. Hablamos de adquisiciones, balances y futuros movimientos de Valcorp. Todo lo de siempre: números disfrazados de oportunidades, buitres buscando carne fresca.
Cuando salieron, Natalia seguía en la oficina. Revisando sus uñas, sentada en mi sillón, como si fuera la dueña del lugar.
Me apoyé en el escritorio, cruzando los brazos.
—¿No tienes nada más que hacer? ¿No te requieren en tu empresa?
Ella me levantó la vista con una ceja arqueada.
—¿Por qué? ¿Te incomoda que esté aquí?
—No, Natalia —dije con ironía—, me fascina tenerte sentada horas sin hacer nada más que mirarte las uñas mientras yo trabajo.
Ella entrecerró los ojos, cruzando las piernas con calma.
—Estás insoportable hoy, Sebastián.
—Estoy siendo honesto. —Me incliné hacia ella, sin perderle la mirada—. Sabes perfectamente que no me gusta que estés aquí. Esto no es tu oficina, ni tu pasarela.
Natalia soltó una risita seca.
—Qué lindo. ¿Así hablas con tu novia?
—Así hablo con cualquiera que se meta donde no le corresponde. —Me enderecé, guardando unos papeles en la carpeta—. Así que si no tienes nada productivo que hacer, te sugiero que regreses a tu empresa.
Un silencio cargado se extendió entre los dos.
Ella se levantó despacio, acercándose a mí hasta quedar frente a frente. Su perfume era tan fuerte que me mareaba.
—Eres un maldito arrogante, ¿sabes?
—Sí, pero al menos soy productivo. —Sonreí con descaro.
Me dio un empujón leve en el pecho, fingiendo coquetería, aunque su mirada decía otra cosa.
—Nos vemos en la cena, Sebas. —Su tono era casi una orden.
Cuando salió, dejándome solo en la oficina, respiré hondo.
Si algo me agotaba más que pelear con Valentina… era fingir ser tolerante con Natalia.
A las ocho en punto, entré con Natalia tomada de mi brazo, como si fuéramos la pareja más enamorada del planeta. Ella disfrutaba cada segundo del espectáculo; yo, en cambio, solo quería un whisky doble para sobrevivir la velada.
En la mesa nos esperaban nuestros padres. Mi padre, impecable en su traje gris, con esa mirada que podía cortar acero. Mi madre, siempre sonriente aunque cada gesto escondiera nervios. El padre de Natalia, Roberto Giraldo, un hombre igual de calculador que mi padre.
—Sebastián —me saludó mi padre, estrechando mi mano con fuerza, como si quisiera recordarme quién mandaba.
—Padre. —Respondí con una sonrisa falsa.
—Querido —Natalia lo saludó con un beso en la mejilla, luego a mi madre, y finalmente a su propio padre, que le devolvió una mirada orgullosa.
Nos sentamos. Apenas había tocado la servilleta cuando mi padre inició la conversación:
—Bien, hablemos de negocios.
Como siempre.
Pasaron los minutos entre brindis, palabras bonitas y conversaciones frías. Los viejos hablaron de expansión internacional, fusiones, convenios estratégicos. Yo asentía en silencio, respondiendo lo justo.
En un momento me levanté, pretextando saludar a un par de socios que también estaban en el club. Nos dimos la mano, cambiamos comentarios de cortesía. Fue lo único que me dio un respiro de la hipocresía de la mesa.
Cuando regresé, Natalia me miró con reproche.
—Te perdiste la mejor parte.
—Mejor parte, ¿eh? —me serví un trago—. ¿Qué, ya cambiaron la fecha de nuestra luna de miel también?
Su sonrisa se tensó, como si no quisiera que los demás notaran el roce.
—¿Que te sucede hoy? Estas irritante, Sebastián.
Me incliné hacia ella, bajando la voz para que solo me escuchara:
—Y tú, Natalia, dime una cosa… ¿Enserio te dejarás manipular por esos viejos? Porque sabes perfectamente que no me gusta que la gente se meta en mis cosas. No entiendo porque le tuviste que hablar de nuestros planes.
El rostro de Natalia se tensó, abriendo la boca para responder, pero yo ya no le estaba hablando solo a ella: también era un reclamo contra todo lo que había pasado.
La verdad era simple. Meses atrás, Natalia, emocionada y sin medir consecuencias, había corrido a contarle a las dos familias todo acerca de la boda que habíamos planeado en privado.
Un error. El peor.
Porque en ese instante los Valtieri y los Giraldo metieron las manos en donde no les correspondía: en mi vida.
De un día para otro, mi boda dejó de ser mía.
Cambiaran la fecha que yo había propuesto, movieran el lugar que habíamos escogido, y hasta reescribieran la lista de invitados. Absolutamente todo se hizo a su antojo.
¿Y qué pasó? Yo quedé como el malo de la película.
El egoísta, el inmaduro, el que “no quería ceder”. Incluso tuve una pelea con ellos, como si defender mi opinión fuera un crimen.
Todo, por la estupidez de Natalia de no saber cerrar la boca.
Ella se quedó inmóvil, sus ojos chispeando furia detrás de esa sonrisa perfecta que mantenía para la galería.
—No arruines la cena —susurró entre dientes—. Nuestros padres no necesitan ver que te comportas como un niño malcriado.
Yo me eché hacia atrás, bebiendo de mi copa con calma.
—Entonces no me provoques.
No había pasado ni cinco minutos y ya tenía ganas de pedir otra copa.
El primero en hablar fue el señor Giraldo, padre de Natalia.
—Bueno, ya que estamos todos aquí… hay un tema que no podemos seguir postergando. —Nos miró fijo, primero a Natalia y luego a mí—. ¿Finalmente…cuando se casarán?
Natalia sonrió, como si hubiera ensayado esa pregunta frente al espejo.
—Papá, con todo lo que pasó anteriormente, con el mal entendido y la discusión por la fecha…no hay prisa. Sebastián y yo estamos bien así por ahora.
El hombre soltó una carcajada seca.
—Claro que hay prisa. Necesitamos posicionarlos como una familia sólida. Además… —me miró directamente, con un dejo de desprecio— Sebastián ya está en los treintas, en un abrir y cerrar de ojos estará en sus cuarentas, mientras que mi hija está en la flor de la juventud. Hay que aprovecharla.
¿De verdad dijo eso?
Sentí que la sangre me hervía, pero me limité a llevarme la copa de vino a los labios.
La madre de Natalia, impecable en su collar de perlas, intervino enseguida:
—Y, hablando de familia… —me clavó la mirada—. Sebastián, cariño, escuché que tu hija estaba causando problemas ¿Hay algún problema con Gabriela? Esa mujer lo único que hizo fue malcriar a esa niña.
Natalia me tocó la mano.
Yo carraspeé, incómodo, y bajé la vista a mi teléfono, fingiendo revisar un mensaje.
Antes de que pudiera responder, fue mi padre quien se adelantó, con su tono autoritario de siempre:
—De eso no tiene que preocuparse, cariño. Vamos a tratar de mantener a Valentina perfectamente al margen y controlada para que no haga cualquier estupidez de ahora en adelante.
Sentí un nudo en el estómago. “Controlada”. Como si hablara de un activo de la empresa, no de mi hija.
Sonreí por compromiso, pero por dentro lo único que quería era romper esa mesa en dos.
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(No creen que merezco un especial saludo de la autora?)