Romina, una chica que no conoce el significado de amistad y familia, empieza a conocerlo a través de algunas personas que llegan a su vida. Pero cuando todo realmente cambia, es cuando conoce a Víctor, al hermano de la chica que comienza a ser su amiga, pero lo conoce, en un secuestrado, dirigido por el.
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SEPARADOS POR EL ORGULLO.
...Romina:...
Estar sola tiene sus ventajas.
A veces, el silencio se convierte en una voz, en una guía, en una trinchera. Había pasado demasiado tiempo sin nadie a mi lado, sin brazos que me abrazaran sin pedir algo a cambio. Esa soledad, esa maldita constante en mi vida, me enseñó a sobrevivir. Y no solo a nivel emocional. Me enseñó a construir armas invisibles. A defenderme con códigos en lugar de puños.
Por eso, cuando noté las inconsistencias en mi conexión, supe que no era paranoia. Las cámaras del edificio respondían lento. Los accesos fallaban. Pequeños detalles que para cualquiera serían un error del sistema. Pero yo… yo no soy cualquiera.
Me tomó casi tres días. Romper el sistema de vigilancia de Víctor Luján era casi imposible.
Casi.
Sus redes estaban encriptadas con un protocolo que jamás había visto. Algo que ni siquiera yo, con toda mi experiencia, podía romper de golpe. Me dolieron los ojos, la espalda y los dedos de tanto intentar encontrar una fisura. Pero cuando la hallé… la furia me tragó.
Estaba ahí.
Ese desgraciado.
Víctor había instalado cámaras adicionales. No eran las de seguridad del edificio. Estas eran suyas. Ocultas. En puntos ciegos que solo alguien como él sabría usar.
Y me espiaba.
A mí.
Reproduje los fragmentos con el rostro en llamas. Había imágenes de mi oficina. Mías saliendo del baño. Mías con Elena. Grabaciones sin sonido, sin contexto. Pero suficiente.
Suficiente para entender que había cruzado una línea.
Respiré hondo. Copié todo. Lo guardé en una USB. No temblaba. No lloraba. Era otra vez esa versión de mí misma que nadie quiere enfrentar: la que no siente nada.
La que ya lo ha perdido todo y por eso no le teme a perder más.
Tomé mi bolso. Bajé del edificio sin avisar. Caminé directo a su oficina con pasos firmes, con el corazón hecho un nudo seco en el pecho.
Abrí la puerta sin golpear.
Él estaba ahí, revisando documentos. Levantó la mirada, serio. Sólido. Como siempre.
—Tenemos que hablar.
Y cuando lancé la USB sobre su escritorio, supe que no había marcha atrás.
...****************...
...Victor:...
El golpe seco del USB sobre el escritorio me sacó del ritmo. No dijo nada más. Solo me miró.
Tomé el dispositivo con cautela. Algo en su rostro me dejó helado. No era solo enojo… era traición.
Lo conecté. Un archivo se abrió automáticamente. Video tras video. Fragmentos de las cámaras que yo mismo había instalado, codificadas bajo protocolos que diseñé en mi propio sistema.
Mis ojos se agrandaron.
—¿Cómo conseguiste esto? —pregunté sin levantar la mirada aún.
—No fue fácil —respondió ella, con esa voz que cortaba como cuchilla fina—. Pero resulta que cuando has pasado tanto tiempo sola, aprendes a defenderte. A esconderte. Y a atacar cuando es necesario.
Ahora la miré.
Estaba furiosa. No lloraba. No suplicaba. Estaba hecha de acero caliente.
—¿Tú lo hiciste? —pregunté, aún incrédulo—. ¿Tú hackeaste mi sistema?
—¿Esperabas que no pudiera? —retrucó, alzando la barbilla—. Tal vez pensaste que solo sé usar el maquillaje y los tacones. Pero resulta que aprendí más de lo que los Corjan quisieron aceptar. Aprendí sola, en la oscuridad. Y cuando noté que me vigilabas… solo fue cuestión de tiempo.
—No te estaba vigilando —respondí, alzando la voz por primera vez—. ¡Estaba tratando de protegerte!
—¡¿Es eso lo que tú llamas protección?! —gritó, dando un paso al frente—. ¿Cámaras ocultas? ¿Sin mi consentimiento? ¡Eso es control, Víctor, no protección!
—Tú no sabes cómo funciona esto. No tienes idea del tipo de hombre que te está acechando.
—¡Entonces dímelo! —rugió, con los ojos brillando—. ¡Pero no me mires como si fuera una niña estúpida que necesita que la salven a escondidas!
La tensión era insoportable. Cada palabra era un disparo.
—Te expusiste. Te acercaste a él. Y no me dijiste nada. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Esperar a que algo le pasara a la mujer que…?
Me detuve. Cerré la boca.
Ella frunció el ceño, apenas un segundo. Pero lo notó. Sabía lo que iba a decir.
—A la mujer que… ¿qué, Víctor? —susurró, desafiante—. ¿La mujer que qué?
—A la mujer que ya tiene suficientes enemigos como para también tener un idiota viéndola desde las sombras —respondí, frío, alzando la voz—. No me des lecciones de moral, Romina. Yo no juego limpio, pero juego para que estés viva.
Nos quedamos en silencio.
Ambos respirando agitados. Como si hubiéramos corrido hasta el borde de algo… y aún no supiéramos si caer o regresar.
La guerra no se gana con balas, a veces… se gana con gritos.
Y esa noche, ambos habíamos disparado para matar.
...****************...
La madrugada aún no se deshacía del todo y la ciudad dormía en ese silencio espeso que solo existe antes de las siete. El informe de seguridad en mi computadora llevaba más de una hora abierto, sin que yo leyera realmente nada.
Desde que Romina me gritó aquella última vez, su voz seguía resonando en mi cabeza. Furiosa. Dolida. Hermosa incluso en su rabia.
Llevábamos días sin hablarnos.
Días.
Y cada maldito segundo se me hacía más largo que cualquier operación en el infierno que solía llamar vida.
Claro, era su orgullo. Y el mío.
Ambos estábamos hechos de la misma fibra testaruda. Ninguno daba el brazo a torcer.
Yo no me disculpé. Y ella no volvió.
¿Quién iba a ganar con eso? Nadie.
El teléfono vibró. Vi el nombre: Elena.
Tragué en seco. Ella no llamaba tan temprano a menos que fuera algo importante.
Y lo fue.
—¿Qué pasa? —contesté, tratando de sonar firme.
—Víctor… —su voz era apenas un hilo. Un susurro trémulo—. Es papá.
Me quedé quieto.
—¿Qué tiene?
—Anoche empeoró. Mucho. Elliot y yo lo llevamos al hospital. No quería alarmarte, esperábamos que se estabilizara, pero… los doctores dicen que está muy mal. Que deberías venir ya.
Un silencio denso se metió entre nosotros.
Yo me apoyé en la mesa con una mano, intentando no derrumbarme ahí mismo.
—¿Dónde está? —pregunté, apenas con voz.
—San Miguel. Cuarto 318.
No dije nada más. No podía.
Elena entendió y colgó.
Me quedé solo en la oficina, con el eco de mis pensamientos machacándome el pecho.
Papá estaba muriendo.
Y yo lo había visto solo una vez desde que reaparecí en sus vidas.
No supe por qué —o quizás sí—, pero pensé en Romina.
En su risa cuando hablaba con Irina. En su voz cortante cuando se enfurecía.
En su forma de ocultarse tras la arrogancia porque no sabe —o no quiere— mostrar que también necesita que alguien se quede.
Yo me fui.
Ella me empujó.
Y en el fondo… los dos deseábamos quedarnos.
Pero mi estúpido orgullo me decía que no era momento de rogarle. Y el de ella, probablemente, gritaba lo mismo.
Y mientras tanto, el reloj seguía corriendo.
Mi padre estaba por morir.
Y Romina… estaba ausente.
Y dolía.
Dios, dolía como si me faltaran partes.
Me puse el abrigo y salí.
...****************...
El zumbido de las luces fluorescentes se mezclaba con las paredes blancas. Los pasillos del hospital parecían más fríos de lo normal, y por primera vez en años, sentí que mis pasos pesaban. Como si cada uno me acercara a un destino al que no quería llegar.
Elena me esperaba junto a la puerta del cuarto 318. Sus ojos estaban rojos, pero se mantenía firme. Mi hermana no era como yo: cuando dolía, lo expresaba.
—¿Está despierto? —pregunté.
Asintió. Pero no sonrió.
—Está débil, pero te espera. Ha preguntado por ti toda la mañana.
Tragué saliva. Apreté los dientes.
Mi mano rozó el picaporte con una lentitud casi ritual. Entré.
La habitación estaba en penumbra, con una sola lámpara encendida sobre la cabecera. Ahí estaba él. Nuestro padre.
Más delgado. Pálido. Ojeroso. Con la mirada cansada… pero viva.
Cuando me vio, sus labios temblaron levemente.
—Víctor… —susurró con una voz que ya no tenía la fuerza que yo recordaba.
No supe qué decir. Estuve años lejos. Le fallé. Me volví todo lo que juró que no sería.
Me acerqué. No como un hijo… sino como un soldado que se presenta ante su comandante caído.
—Estoy aquí, viejo —dije al fin, y me senté a su lado—. No iba a dejarte solo.
Él me observó en silencio. Como si no supiera si reprocharme… o agradecerme.
—No te imaginas cuánto deseé volver a verte antes de irme —dijo al fin—. Sé lo que hiciste… y lo que pasaste. Nadie debería vivir con esa carga.
Desvié la mirada. Mis manos estaban cerradas en puños sobre mis rodillas.
—No vine por redención —murmuré—. Solo vine porque eras mi padre.
Y sin embargo… dolía más de lo que creí.
No verlo antes. No hablar. No gritarle lo que siempre quise decirle. No contarle que me gustaba una mujer que no quería enamorarse de mí. Que no sabía si yo quería enamorarme de ella, pero no podía sacarla de mi cabeza.
Me miró con una sonrisa apenas visible.
—Nunca fuiste como yo, Víctor. Gracias a Dios.
Negué. Mi mandíbula tembló un poco, pero me contuve.
—Nunca quise ser como tú —admití.
—Lo lograste —susurró, cerrando los ojos—. Pero no significa que no estés perdido.
Quise decirle que no estaba perdido. Que tenía control. Que había construido una empresa desde la nada. Que protegía gente. Que era fuerte.
Pero me descubrí mudo.
Porque tenía razón.
Y más aún ahora, que Romina no estaba.
—No dejes pasar las cosas importantes, hijo —agregó, sin abrir los ojos—. Aunque duelan. Aunque den miedo.
Yo me quedé ahí. Viendo cómo su respiración se volvía más lenta.
Tomé su mano. No como un profesional. Ni como el hombre frío que todos creían que era.
Sino como su hijo.
Por primera vez en mucho tiempo.
Y mientras mi padre cerraba los ojos en paz, yo solo pensaba en lo que él ya sabía… y yo aún no quería aceptar:
Estaba perdido sin ella.
Cuando salí de la habitación, no sabía si tenía aire en los pulmones.
Cerré la puerta lentamente. Me pasé una mano por el rostro y di un par de pasos por el pasillo… hasta que la vi.
Ahí estaba ella.
Romina.
Parada al fondo del pasillo, junto a la pared, en completo silencio. Su cabello rizado cayéndole sobre los hombros, los ojos fijos en mí. No llevaba maquillaje, ni una armadura sarcástica. Solo estaba ella. La mujer que había aprendido a vivir sin amor… y que ahora, estaba ahí, por mí.
Ninguno dijo nada.
No hacía falta.
Nuestros pasos se encontraron a mitad del pasillo.
Y sin una sola palabra, me abrazó.
Fuerte.
Como si no supiera cómo sostenerme, pero igual lo hiciera.
Y yo la abracé de vuelta. Como si no supiera cómo dejarla ir.
Mi rostro se escondió entre su cuello y su cabello. El mundo desapareció.
Solo éramos ella y yo.
En medio de la ausencia. En medio del orgullo. En medio del caos que éramos.
Pero juntos.
Aunque no supiéramos por cuánto.