Ella tiene 17, él 25.
Ella quiere vivir, él quiere estabilidad.
Ella apenas empieza, él ya está listo para formar una familia.
No tienen nada en común... excepto lo que sienten cuando se miran.
Lía no está buscando enamorarse. Oliver no puede permitirse hacerlo. Pero el destino no siempre pregunta.
Un roce de manos, una conversación a medianoche y el miedo de amar cuando no se debe…
Una historia dulce, intensa y real sobre el amor que llega en el momento menos adecuado… o tal vez, en el más perfecto.
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capitulo 12
Narra Lia
Desperté con la luz entrando apenas por la ventana. No era ni muy temprano ni muy tarde, ese punto perfecto en el que el sol todavía no te obliga a levantarte, pero ya no puedes seguir durmiendo sin sentirte un poco culpable.
Me estiré como un gato y miré hacia el lado. Oliver no estaba. Seguro ya se había bajado a preparar café o a respirar aire fresco o algo muy de él, como organizar su mochila aunque no la fuera a usar.
Aún podía sentir la risa suave en el pecho, de todo lo que hablamos anoche.
No sé cómo terminamos contando tantas cosas. Todo fue fluyendo… las bromas, los silencios, los recuerdos. Me sentí cómoda. Mucho. Como si hablar con él fuera tan natural como respirar. Como si no tuviera que pensar demasiado lo que decía, porque sabía que él no lo iba a malinterpretar. Ni juzgarme.
Y me di cuenta de algo.
No sé qué quiero.
O mejor dicho, sí sé lo que no quiero.
Estoy cansada de estudiar. Llevo toda mi vida siguiendo horarios, cumpliendo con materias, memorizando cosas que no me sirven, sacando buenas notas para que otros se sientan orgullosos. Mis papás, los profes, incluso yo misma. Pero ya… estoy agotada.
No quiero una carrera universitaria. No me imagino sentada en un aula otros cinco años más. No quiero eso.
Quiero trabajar, sí. Tener mi dinero, valerme por mí misma. Pero algo que me guste, algo que me deje respirar. Algo donde pueda usar las manos, el corazón, lo que soy.
Y más que todo eso…
Quiero ser feliz.
Reírme sin culpa. Llorar cuando me dé la gana. Dormir abrazada a alguien que me quiera de verdad. Comer pizza sin pensar en calorías. Ver películas los domingos. Cantar en la ducha. Tener hijos. Ser mamá joven. Jugar con ellos en el jardín. Ver a mi esposo llegar cansado y sorprenderlo con la cena lista y un beso en la frente.
¿Eso suena mal?
A veces me siento fuera de lugar por pensar así. Como si todo el mundo estuviera corriendo hacia una meta y yo quisiera salirme del camino y plantar flores. Pero… ¿y si esa es mi meta? ¿Y si no hay nada de malo en querer eso?
Anoche se lo dije a Oliver. Que quería ser una mantenida. Lo dije riendo, claro. Pero en el fondo, también lo sentía un poquito real. Quiero cuidar y que me cuiden. Amar sin tener que dividir mi energía en cosas que no me llenan.
No sé si él me entendió del todo. Me dijo que yo tenía 17 como si fuera demasiado joven para pensar en bebés o en casarme, y quizás tiene razón. Pero también soy lo suficientemente grande para saber lo que no me hace feliz.
Y lo que me haría feliz…
Eso sí lo siento en cada rincón.
Me senté en la cama, abrazando mis piernas. Sonreí sola, pensando en lo bonito que fue hablar con él. No había mariposas en la panza ni esa tontería romántica de película, no. Era más… calidez. Como un abrazo largo que no se da, pero se siente.
Quiero que él esté en mi vida, aunque sea solo así. Aunque sea solo un amigo.
Y aunque no se lo diga en voz alta, me gusta saber que no me aleja. Que no se incomoda cuando lo abrazo, o cuando me engancho a su brazo, o cuando le doy un beso en la mejilla sin avisar.
Me deja ser yo.
Y eso…
Eso es hermoso.
[...]
Una semana.
Siete días completos sin verlo.
168 horas sin escuchar su voz, sin que me mire con esos ojos medio tiernos, medio juzgones que tiene, sin que me pase el brazo por los hombros como si yo fuera una niña, sin que me diga “vas a romperte los dientes” cada vez que como algo crujiente a lo bestia.
Antes, eso me habría dado igual. Ni siquiera lo habría notado.
Pero esta vez… esta vez sí lo noté.
Estaba tirada en el sofá, viendo la misma serie de siempre que ya ni me daba risa, cuando me sorprendí pensando en él. Primero fue algo chiquito, como: “Qué cara pondría Oliver con esta escena ridícula”. Luego fue: “Me pregunto si ya terminó de leer ese libro que se llevó al viaje”. Y después fue: “¿Por qué no me ha llamado?”
Sacudí la cabeza. No tenía sentido. Él no me debía ningún mensaje. No éramos novios ni nada parecido. Apenas amigos. Muy cercanos, sí, pero amigos.
Igual, agarré el teléfono y marqué al departamento de Elías.
Nada.
Ni un alma contestó.
Qué raro.
Volví a mirar el celular y, sin pensarlo demasiado, marqué su número directo. Al segundo tono, contestó.
—¿Hola? —dijo, con esa voz seria de "estoy ocupado".
—Oliver —sonreí, como si él pudiera verme—. ¿Estás trabajando?
—Sí —dijo, sin sonar molesto—. Estoy en eso justo ahora. ¿Todo bien?
—Sí… bueno… no sé. Solo quería verte —le solté, así, sin anestesia—. ¿Puedes venir a mi casa cuando salgas?
Hubo una breve pausa. Pensé que diría que no, que estaba cansado o que tenía planes o que no quería manejar hasta aquí.
Pero no.
—Claro —respondió, con voz más suave—. Te escribo cuando salga.
Y colgó.
Ahí fue cuando me dio un microataque de emoción.
Como si acabara de ganarme una visita VIP del mismísimo príncipe de Inglaterra.
¡¿Qué me pasa?!
Me lancé escaleras arriba, directo a mi habitación, abrí el armario y me quedé parada mirando la ropa como si fuera a recibir un Oscar y no una visita random de Oliver. Empecé a sacar blusas, faldas, shorts, lo que sea. Me probé dos cosas y me las quité en segundos. Nada me convencía.
Y lo peor de todo: no sabía por qué me emocionaba tanto.
No es como si quisiera impresionarlo.
No es como si me gustara.
¿O sí?
Sacudí la cabeza.
No.
Oliver es… Oliver.
Es un hombre increíble, sí, pero también es mi amigo. Mi compañero de risas, de charlas, de bailes tontos. No debería estar revisando si el short me hace buena figura para que él me vea.
Pero lo estoy haciendo.
Me senté en la cama, con la blusa a medio poner, y me cubrí la cara con las manos.
Estoy loca. Estoy oficialmente loca.
Pero también estoy feliz.
Feliz de que venga.
Feliz de que me haya dicho que sí.
Feliz de saber que voy a verlo.
No sé si esto es amor, si es confusión o si simplemente es que lo extraño un poquito más de lo que debería.
Pero no me importa.
Hoy… solo quiero que llegue.
Y que me mire como siempre.
Y reírnos.
Y que me diga “vas a romperte los dientes”, como si me cuidara.
Porque creo que sí me cuida.
Y yo a él también.
[...]
No tenía ni una pizca de ganas de andar oliendo a cebolla, ajo ni condimentos esa tarde.
Quería estar bonita, tranquila… y sin las manos llenas de grasa.
Así que hice lo más lógico.
Pedí comida.
Conozco a Oliver. No es complicado.
Le gustan los sabores simples, nada muy exótico. Así que ordené lo que sabía que le encanta: pasta con salsa blanca, pollo al horno con vegetales y, por supuesto, pastel de chocolate con fresas.
Ese maldito pastel que casi me obliga a compartir en el viaje.
Lo metí en la nevera con cuidado, como si fuera un tesoro.
La comida la serví en platos bonitos y la dejé tapada, lista para calentar cuando llegara.
Y me prometí algo: si preguntaba si lo cociné, no iba a mentir… pero tampoco pensaba confesar nada si no lo hacía.
Luego subí a mi cuarto. Me bañé con calma, lavé mi cabello y me tomé mi tiempo para estilizarlo. Lo planché con amor y le hice pequeñas ondas en las puntas, que siempre me hacen sentir como actriz de película antigua.
Me puse un short de mezclilla que no me queda grande precisamente.
La verdad, ese short resalta todo lo que tiene que resaltar.
Lo combiné con un body nude ajustado, una correa linda que hacía juego, y mis tenis favoritos. Me veía casual, sí… pero también un poquito linda. Nada que parezca un esfuerzo descomunal, como para que no piense que me arreglé por él.
Que según yo, así ando todos los días. Claro.
El maquillaje fue casi invisible. Un toque en los ojos, un poco de brillo en los labios, y listo. Me miré al espejo.
Sonreí.
No sé si me gustaba lo que veía, pero al menos me sentía bien. Cómoda. Bonita.
Y justo cuando me puse perfume (o tres litros del que más me gusta), me llegó su mensaje:
> “Ya voy de camino.”
Ahí me dio un microinfarto.
Me eché crema en las piernas, me subí los calcetines y bajé corriendo.
Eran las siete de la noche.
El cielo ya se veía azul oscuro por la ventana.
Encendí unas luces cálidas del salón y puse música bajita. Nada muy obvio.
Ambientito suave, como de "casual pero pensé en ti".
Me senté en el sofá con el celular en la mano, pero sin hacerle caso.
Y esperé.
Mi corazón iba más rápido de lo normal, pero no lo admití. Ni a mí misma.
Y justo entonces… sonó el timbre.