Luna Vega es una cantante en la cima de su carrera... y al borde del colapso. Cuando la inspiración la abandona, descubre que necesita algo más que fama para sentirse completa.
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Capítulo 7: Precio de la Fama
En el asiento trasero del coche, Luna mantiene el móvil sujeto entre las manos con una rigidez disimulada.
La pantalla ilumina sus facciones, dibujando en su rostro un brillo frío que contrasta con la negrura de las gafas que lleva todavía puestas. Afuera, los cristales polarizados devuelven un reflejo opaco de la ciudad; adentro, el silencio es apenas interrumpido por el zumbido bajo del motor y las respiraciones contenidas de sus escoltas.
Uno de ellos revisa el retrovisor, como si quisiera asegurarse de que no se percata de su mirada. Pero Luna no aparta los ojos del titular que arde en la pantalla:
"¿LA FAMA SE LE HA SUBIDO A LA CABEZA?"
La pregunta parece escrita con bisturí.
Aprieta la mandíbula, sin hacer el gesto obvio de un suspiro, pero lo siente: un aire enredado en su pecho que no sabe cómo liberar.
No es nuevo.
No es la primera vez.
Sabe perfectamente cómo funcionan los titulares; sabe que venden mejor cuando reducen a una persona a una caricatura. La artista problemática. La diva que se cree intocable. La voz que dejó de ser canción para convertirse en espectáculo.
Aun así, duele. Siempre duele.
La tentación de abrir los comentarios late bajo su pulgar, pero se detiene a medio camino. Sabe lo que encontraría: un campo de batalla. Fanáticos defendiéndola a muerte. Odiadores festejando la caída. Y en medio, un océano de indiferencia disfrazada de juicio moral.
Desbloquea la pantalla, la vuelve a bloquear. Juega con ese gesto como si pudiera decidir, por unos segundos, si quiere enfrentarse al abismo o no.
El coche se detiene frente a la entrada del hotel. Uno de los guardias se gira hacia ella:
—Señorita Vega, estamos listos.
Luna asiente, pero no mueve un músculo. Todavía no.
Con el teléfono aún en la mano, desliza la vista hacia la calle.
Piensa en la cafetería. En esa muchacha desconocida que habló sin temblar, que le dijo lo que nadie más se atrevería a decirle. "Tus letras ya no me llegan."
Las palabras resuenan con más fuerza que el titular en la pantalla.
Ella lo sabe. Esa tal Selena también. Y ahora, esa noticia, con su veneno disfrazado de pregunta, no hace más que confirmarlo: el mundo también lo empieza a notar.
Deja el móvil sobre su regazo, lo cubre con la palma como si temiera que alguien pudiera leer a través de la pantalla.
La voz de su jefe de seguridad la saca de su ensimismamiento:
—¿Quiere que le guardemos el teléfono, señorita?
—No, gracias —Luna niega con la cabeza.
Levanta el rostro.
Endereza la espalda.
El gesto es automático, un traje invisible que ha aprendido a usar antes de cruzar cualquier puerta. Afuera la esperan los flashes, las preguntas, los murmullos. Afuera debe ser Luna Vega, la mujer que no se quiebra, la estrella que nunca duda.
Pero adentro, mientras los guardias abren la puerta y el ruido de la calle invade el coche, una certeza íntima se clava en ella como una astilla: todo el mundo puede llamarlo fama, ego o exceso, pero en realidad es otra cosa.
Soledad.
Luna atraviesa la entrada del hotel como si cruzara un umbral invisible.
Afuera quedan los flashes, las preguntas que se atropellan, los micrófonos empujados como lanzas contra su rostro.
—¿Por qué no asistió al memorial de su padre?
—¿Qué opina de las críticas a sus conciertos recientes?
—¿Es cierto que cancelará fechas en el extranjero por problemas de salud?
No responde a nada.
Sus labios permanecen sellados, el mentón elevado, la mirada blindada detrás de las gafas oscuras. La multitud grita, exige, se estira, pero ella solo camina, sostenida por ese aplomo aprendido a fuerza de golpes y giras interminables.
Al entrar, el bullicio se apaga de golpe, reemplazado por el aire fresco del lobby. Allí la espera Jennifer, tablet en mano, rostro firme y con ese trasfondo de preocupación que nunca logra disimular. Con ella no hacen falta máscaras: la conoce demasiado.
—El concierto es esta noche en el estadio principal —informa, con voz clara, aunque sus ojos se desvían un instante hacia el semblante cansado de Luna—. Tenemos pruebas de sonido en un par de horas. Cuando tengas un momento, debes pasar por vestidor para ver el conjunto.
Luna asiente sin palabras, caminando casi por instinto hacia los ascensores. Jennifer la sigue de cerca, los tacones marcando un ritmo rápido sobre el mármol.
—¿Estás borracha? —pregunta de pronto, casi en un susurro, aunque con esa firmeza de que no teme incomodarla.
Luna apenas gira el rostro. Sus labios se curvan en una mueca que pretende ser sonrisa, pero que se queda a medio camino.
—No todavía.
Jennifer frunce el ceño, acelera el paso hasta ponerse a su lado.
—Luna... no hagas esto otra vez.
La cantante no responde.
Sus pasos resuenan en el pasillo alfombrado, cada uno más pesado que el anterior, como si el cuerpo cargara una armadura invisible. Al llegar a la suite, un guardia abre la puerta y ella entra sin mirar atrás.
El interior la recibe con un silencio absoluto: sofás mullidos, cortinas cerradas, el aire acondicionado zumbando suavemente. Un espacio de lujo, perfecto, impecable... y sin embargo vacío.
Jennifer deja la tablet sobre la mesa de centro y la observa con preocupación.
—Tienes que descansar un poco antes de salir. Te lo ruego.
Luna se deja caer en el sillón, hundiéndose en él como si quisiera desaparecer.
Sus ojos viajan a la pantalla de su móvil aún encendido en la mano: el mismo titular sigue allí, ardiendo. "¿La fama se le ha subido a la cabeza?"
Cierra los ojos, como si pudiera borrar con un parpadeo tanto las voces de afuera como las dudas que resuenan dentro.
Jennifer suspira, se acerca y le quita suavemente el teléfono de las manos.
—No leas más por hoy. No necesitas eso.
Luna no protesta.
Solo hunde la cabeza contra el respaldo, con esa pesadez que la acompaña en cada ciudad, en cada nuevo estadio. Una nueva noche la espera, un concierto más, otro público que la aclamará como si fuera invencible.
Pero aquí, en la soledad de su suite, ni los aplausos ni los titulares sirven de escudo.
Jennifer la observa un instante, indecisa, y al final dice con voz baja:
—Voy a encargar que te traigan té. Algo que te asiente.
Luna asiente apenas, sin abrir los ojos. Por dentro, la pregunta no deja de arderle: ¿cuánto tiempo más podrá seguir fingiendo que todo está bajo control?
Aprovecha que Jennifer se retira y se incorpora lentamente.
Camina hacia el minibar con una seguridad que en realidad no siente. Al abrirlo, la desilusión la golpea de lleno: no hay nada. Ni una botella, ni un envase pequeño que pudiera servirle de escape.
Suspira entre dientes. Jennifer, previsora como siempre, se ha asegurado de que no hubiera alchol en la habitación.
Pero Luna no se rinde. Busca la manera, se busca la vida, como ha hecho hasta ahora.
Sale al pasillo en silencio, con las gafas aún puestas, como si ese gesto le otorgara cierta invisibilidad.
Allí se encuentra con un empleado joven, delgado, que empuja un carrito de servicio. Al verlo, ella alza el mentón, lista para imponer su voluntad.
—Disculpa... —su voz es suave, casi melódica—. ¿Podrías traer una botella de ginebra a mi habitación? Y un paquete de cigarrillos.
El empleado se sobresalta un poco, se detiene con el carrito y titubea. Sus ojos se mueven con nerviosismo, como si buscara una salida rápida.
—Señorita Vega... —traga saliva—. Su manager nos ha hecho prometer que no traeríamos nada que pudiera repercutir su salud para el concierto de esta noche.
Luna lo observa en silencio unos segundos.
Después baja la mirada hacia la chapa de identificación en su uniforme. Frederic. El nombre le dispara un recuerdo inmediato: hace apenas unos días hizo lo mismo en la cafetería, para descubrir cómo se llamaba aquella chica que tanto la había llenado de curiosidad.
Selena.
—Frederic... —repite con suavidad, saboreando las sílabas—. ¿Puedo llamarte Fred?
Él asiente, nervioso.
—S-si, por supuesto.
La sonrisa de Luna aparece entonces, lenta, calculada, como si supiera exactamente qué hilos tocar.
—Supongo que tienes hijas, ¿verdad, Fred?
El empleado parpadea, desconcertado, pero responde con sinceridad:
—Así es.
—Seguro que les gusta mucho mi música... —dice ella, modulando la voz con un deje de encanto venenoso.
—Por supuesto, señorita Vega. A todos nos encanta —responde rápido, demasiado rápido, como si temiera contrariarla.
Luna inclina un poco la cabeza, los labios dibujando una sonrisa más amplia, casi triunfal.
—Pues imagínate si pudieras recibir mi último disco firmado, nada más y nada menos que por mí...
El silencio del pasillo se espesa. Frederic traga saliva otra vez, atrapado entre las órdenes de Jennifer y la tentación de complacer a la estrella que tiene frente a sí.
Luna sostiene la sonrisa como si fuera un arma. La curva de sus labios parece amable, pero en el fondo es filo puro.
—Imagínatelo, Fred —su voz es lenta, arrastrada, como si quisiera encantarlo—. Tus hijas, abriendo el sobre, viendo mi firma con su nombre escrito. Eso sí que sería un recuerdo, ¿no crees?
Él traga saliva, las manos se aprietan en el carrito de servicio que empuja. Intenta mantener la compostura, pero sus ojos delatan la tensión.
—Señorita Vega... lo lamento, de verdad. Jennifer... su manager... nos hizo prometerlo. No podemos traerle alcohol ni cigarrillos.
Luna ladea la cabeza, como si evaluara a una presa. Su voz baja un tono, casi un murmullo, cargado de una dulzura envenenada.
—No me gusta repetir las cosas, Fred. Tú trabajas aquí, ¿no? Yo solo quiero una botella de ginebra y un paquete de cigarrillos. Nada más.
Él intenta responder, pero la garganta le tiembla. No es un "no" lo que le sale, sino un titubeo que suena a derrota. Luna aprovecha la grieta:
—¿Sabes qué pasará si no me ayudas? No pasará nada. No diré tu nombre, no pediré que te despidan. Pero... —se acerca un paso más, lo suficiente para que él perciba el perfume caro y la tensión de su voz—, cada vez que pongas la radio y escuches una de mis canciones, vas a acordarte de este momento. Y vas a pensar en lo fácil que habría sido hacer feliz a alguien como yo.
Frederic siente que las piernas le pesan. Mira la chapa de identificación que ella ha pronunciado con familiaridad, y por un instante cree que si acepta, cruza una línea peligrosa. Si se niega, la culpa lo perseguirá igual.
—Yo... veré qué puedo hacer —responde al fin, casi inaudible.
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