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"¿Qué pasa cuando la fachada de galán encantador se transforma en un infierno de maltrato y abuso? Karina Sotomayor, una joven hermosa y fuerte, creció en un hogar tóxico donde el machismo y el maltrato doméstico eran la norma. Su padre, un hombre controlador y abusivo, le exige que se case con Juan Diego Morales, un hombre adinerado y atractivo que parece ser el príncipe encantador perfecto. Pero detrás de su fachada de galán, Juan Diego es un lobo vestido de oveja que hará de la vida de Karina un verdadero infierno.
Después de años de maltrato y sufrimiento, Karina encuentra la oportunidad de escapar y huir de su pasado. Con la ayuda de un desconocido que se convierte en su ángel guardián y salvavidas, Karina comienza un nuevo capítulo en su vida. Acompáñame en este viaje de dolor, resiliencia y nuevas oportunidades donde nuestra protagonista renacerá como el ave fénix.
¿Será capaz Karina de superar su pasado y encontrar el amor y la felicidad que merece?...
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El inicio del infierno...
El agarre de Juan Diego sobre su mano se hizo tan fuerte, que Karina sintió que le podría romper los huesos de la mano.
—Cielo, me estás lastimando... suelta mi mano —susurró con un gesto de dolor en el rostro.
Juan Diego la miró con enojo, pero suavizó su agarre sin decir una palabra. Karina se sentía minúscula a su lado, como una hormiga frente a un saltamontes. Su estatura imponente, su postura rígida y ese rostro de acero la hacían sentir cada vez más reducida.
Al llegar a la mesa, su rostro se transformó de inmediato con una sonrisa impostada.
—Disculpen, señores. Como era de esperarse, mi esposa no encontraba el baño —dijo con tono relajado, tomando asiento nuevamente.
Anastasia, la esposa del ruso Viktor Ivanov, observaba con desconfianza al español. Algo en él no le daba buena espina. Además, la mirada de vergüenza y miedo que reflejaba el rostro de la pelinegra le dejaba la impresión de que ese matrimonio no era tan perfecto como Juan Diego intentaba aparentar. Mientras Karina había ido al baño, él había hablado con entusiasmo de lo gratificante que era estar casado con ella. Sin embargo, Anastasia había estado en una relación abusiva durante su juventud, y sabía identificar a leguas a los hombres que se disfrazaban de mansos corderos.
Y aunque su esposo tuviera la apariencia de un hombre frío y distante, con ella era todo un príncipe: la trataba como a una verdadera reina. Prueba de ello era esa cena, donde tenía voz y voto, algo que jamás experimentó en su antigua relación.
—Señora Morales —dijo Anastasia con una sonrisa diplomática—, me gustaría invitarla a observar un lugar muy bonito de este restaurante. Es más, deberíamos ir todas y dejar a estos caballeros finiquitar las alianzas.
La rusa hizo una sutil seña a su esposo, quien entendió que ella requería su apoyo.
—Mi reina tiene razón —dijo Viktor—. Además, ya que seremos socios, sería bueno que ustedes se conozcan y socialicen un poco.
—La señora Anastasia tiene razón —intervino el árabe Sheikh Abdullah—. Deberían aprovechar para conocer nuestro maravilloso restaurante. Además, mi bella Layla podrá darles un recorrido exclusivo.
Juan Diego, por debajo de la mesa, le apretó con fuerza la mano a Karina, dándole la clara señal de que debía negarse. Pero, con un acto de rebeldía, ella aceptó.
—Estoy de acuerdo —dijo con una sonrisa desafiante—. Me gustaría tener la oportunidad de apreciar un poco más el arte y el diseño de este lugar.
La pelinegra habló con entusiasmo, lo que enfureció a Juan Diego, quien sintió deseos de ahorcarla por su desobediencia. Sin embargo, se contuvo y mantuvo su falsa sonrisa ante los demás.
Las mujeres de Arabia, Turquía, Francia, Rusia, Argentina y España caminaron con gracia por los lujosos pasillos del exclusivo restaurante Al-Qasr. Entre conversaciones amenas, disfrutaban del desparpajo y la naturalidad con la que hablaba Layla sobre el prestigioso restaurante y su historia.
—¿Te apasiona la arquitectura? —le preguntó Anastasia a Karina, buscando romper el hielo y confirmar sus sospechas.
—Sí, señora. Me encanta. Por eso elegí estudiar arquitectura.
—Qué bien —respondió la rusa, con una sonrisa cálida—. Se te nota la emoción en los ojos al hablar del tema. Te vi muy atenta a todo lo que Layla explicó sobre la construcción de este lugar. Por favor, no me llames señora. No soy tan vieja... solo te llevo unos pocos años.
Karina rió con suavidad.
—Sí, todo esto me emociona. Me gustaría conocer un poco más de este país y sus infraestructuras, pero a mi esposo no le queda mucho tiempo para llevarme a conocer.
—Sí, eso nos contó. Se le ve muy emocionado por su matrimonio. ¿Qué tal ha sido tu experiencia como recién casada? —preguntó Anastasia con cautela.
—Supongo que... buena —respondió Karina sin mucha emoción, dejando entrever que se sentía perdida en ese matrimonio.
—Karina, ¿me permites darte un consejo? —preguntó con dulzura la rusa.
—Sí, señora... digo, sí, Anastasia.
—Sabes, la mayoría de las mujeres permitimos muchas cosas en la primera etapa del matrimonio. A veces por ignorancia. Jamás permitas cosas que te hagan sentir incómoda o que te generen dudas. El hombre que realmente te ama sabrá cuidarte y velar por tu bienestar.
Karina deseaba preguntarle sobre las dudas que Juan Diego le generaba, pero como un gran depredador, él apareció imponente por el pasillo, interrumpiendo la conversación para llevársela. Conocía muy bien a la rusa y a la argentina; sabía que podrían abrirle los ojos a su esposa y no deseaba ser expuesto ni perder el control que ya había ganado sobre ella.
—Cariño, vine a buscarte. Quiero llevarte a admirar el edificio más alto del mundo, el Burj Khalifa, que está ubicado justo aquí en Dubái.
—Pero yo quería hablar un poco más con Anastasia y las demás —respondió Karina, sin esconder su decepción.
—Cariño, ya habrá tiempo para eso. Esta oportunidad de conocer el edificio podría ser la única que tengas —le dijo con una sonrisa suave, acariciándole la mejilla.
—Tienes razón, cielo. Vamos. Anastasia, gracias por la charla y tus consejos. Cuídate. Nos veremos después.
—Un placer hablar contigo. Mira, esta es mi tarjeta, por si algún día quieres hablar o me necesitas —dijo la rusa, entregándole discretamente su tarjeta de presentación.
Karina la recibió y se despidió de las demás mujeres con una sonrisa amable.
En cuanto salieron del restaurante, el rostro del magnate se tornó frío y amenazante. No dijo una sola palabra durante todo el trayecto hasta el Burj Khalifa, pero Karina podía sentir la hostilidad en su mirada, el peso de su silencio, la tensión que lo envolvía.
—Cielo, vamos al hotel. Ya no quiero ver el edificio. Estoy cansada... y creo que tú también —dijo con tono suave, intentando apaciguar el momento.
—Ya la oíste, Bastian. Regresemos al hotel —ordenó con tono irritado.
Al llegar, Juan Diego subió con prisa a la habitación del hotel sin siquiera esperarla. Estaba claro que estaba molesto.
Karina entró varios minutos después. Cuando lo hizo, él ya se estaba poniendo ropa más informal.
—¿Vas a salir otra vez? —preguntó con timidez.
—Sí. Y por tu bien, no me esperes despierta —respondió con frialdad. Sus palabras eran una clara amenaza.
Karina bajó la mirada y no respondió. Ignorando que no prestar atención a su camuflada amenaza horas más tarde le pasaría factura.
Juan Diego estaba enloquecido por los celos. La imagen de Karina sonriendo y conversando con aquel hombre desconocido en el restaurante, junto con su desafío al levantarse de la mesa e irse con las esposas de los empresarios, lo tenían fuera de sí.
Sin saber qué hacer con su furia, bajó al bar del hotel y comenzó a beber sin parar. Varios tragos después, algunas mujeres coquetas intentaron acercarse, seducidas por su apariencia imponente y su aire de poder. Pero él las rechazaba una a una. En todas ellas veía el rostro de su esposa, imaginándola siendo coqueta, provocadora, sonriendo con otros. Esa imagen le encendía aún más el odio y el rencor.
Mientras tanto, Karina, en la habitación, no lograba conciliar el sueño. Estaba inquieta, preocupada por la manera en que su esposo se había marchado, sin despedirse, visiblemente molesto. En su cabeza se repetían pensamientos culposos. No entendía qué había hecho tan mal como para enfurecerlo de esa manera. Se sentía ignorante, fuera de lugar, como si nunca pudiera estar a la altura de las exigencias de su esposo.
Pasadas las dos de la madrugada, el magnate regresó al hotel. Tropezaba al caminar por el pasillo, borracho, con los ojos vidriosos y la mirada perdida.
Karina se levantó de un salto al verlo entrar, alarmada por su estado.
—Juan Diego... estás bien, ven, siéntate un momento —dijo, acercándose para ayudarlo.
—¡No me toques, maldita zorra! —rugió, empujándola con violencia.
Ella cayó al suelo con un gemido ahogado, desconcertada.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué me tratas así? ¿Qué te hice? —preguntó con los ojos llenos de lágrimas.
El hombre soltó una carcajada amarga, cargada de veneno.
—¡Eres una puta descarada! —escupió, lleno de rabia—. Qué rápido te olvidaste de mí, ¿verdad? Ahí estabas, coqueteando como una cualquiera con ese imbécil del restaurante.
—¡No estaba coqueteando! —respondió Karina, desesperada—. Ese señor solo me indicó dónde estaba el baño. Yo solo le agradecí.
—¡¿Y cómo pensabas agradecerle, eh?! ¿Ofreciéndole tu cuerpo en el baño? ¿Queriendo que te hiciera gritar como una perra? —vociferó, acercándose peligrosamente.
—¡Juan Diego, por favor! ¡Respétame! Yo jamás haría algo así —gritó ella, en un intento de detenerlo.
—¡Cállate, perra! —gritó él, alzando la mano y dándole una bofetada que la hizo tambalear.
Antes de que pudiera reaccionar, él se lanzó sobre ella con furia. Karina gritaba, forcejeando, luchando por liberarse.
—¡Suéltame! ¡Estás loco, Juan Diego! ¡Reacciona! ¡Tú no eres así! —lloraba entre sollozos.
Pero el rostro del hombre estaba desfigurado por la ira y los celos. La sujetó con fuerza, ignorando sus súplicas, su llanto y su miedo.
—Te voy a enseñar a respetarme... —susurró con tono amenazante.
—No me hagas esto... Por favor —dijo ella en un último intento de llegar a su humanidad.
Lo que sucedió después fue una noche de terror para Karina. Él descargó su furia sobre ella, la abuso con violencia, sin piedad. Golpes, insultos, dolor. Cuando terminó, ella yacía tendida en la alfombra, apenas consciente, el cuerpo cubierto de moretones, el alma rota en mil pedazos.
Juan Diego se acomodó la ropa, respirando agitado. Sin mirar atrás, salió de la habitación, dejando tras de sí un silencio tan helado como su corazón...