En el imperio de Valtheria, la magia era un privilegio reservado a los hombres y una sentencia de muerte para las mujeres. Cathanna D’Allessandre, hija de una de las familias más poderosas del imperio, había crecido bajo el yugo de una sociedad que exigía de ella sumisión, silencio y perfección absoluta. Pero su destino quedó sellado mucho antes de su primer llanto: la sangre de las brujas corría por sus venas, y su sola existencia era la llave que abriría la puerta al regreso de un poder oscuro al que el imperio siempre había temido.
⚔️Primer libro de la saga Coven ⚔️
NovelToon tiene autorización de Cattleya_Ari para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
CAPÍTULO 07
030 del Mes de Maerythys, Diosa del Agua
Día del Corazón Roto, Ciclo III
Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria
CATHANNA
Mi madre me mataría si llegara a descubrir dónde me encontraba ahora. Había logrado fugarme del castillo luego de la hora de dormir. Fue complicado y, por un breve instante, Celeste casi me descubre, pero al parecer poseía tantas cosas en la cabeza que me ignoró. Solo esperaba llegar cuanto antes y poder dormir… o fingirlo.
—Vendrás conmigo al paraíso esta noche, Cathanna —declaró Katrione, sonriendo en grande, como si lo que hubiera dicho fuera la mejor idea del mundo—. Por fin lo conocerás después de tanto tiempo.
Fruncí el ceño y entreabrí los labios. No era cualquier lugar; lo llamaban el paraíso en la tierra, en el que el lujo y el placer se entrelazaban en un espectáculo cautivador, y donde solo entraban los más poderosos de todo el imperio: ministros corruptos, cazadores con complejo de dioses y guardias que se creían intocables. La escoria con más dinero, básicamente. Un negocio sucio, pero bastante lucrativo.
Katrione trabajaba ahí desde los quince años para ayudar a su madre enferma con los gastos del pequeño hogar que arrendaban. No podía atreverme a juzgarla por sus decisiones; las monedas que ganaba siendo una mujer de esas era absurdamente bueno. Pero tampoco me gustaba saber que mi mejor amiga era una prostituta.
—¿Estás jugando conmigo, Katrione? —hablé, soltando una risa incrédula—. ¿Recuerdas que soy la hija de un hombre reconocido por el imperio? Poner un pie ahí, en medio de toda esa gente repulsiva, es una chifladura. Sería mi sentencia de decapitación públicamente.
—No seas exagerada, Hanna. —Rodó los ojos, sin dejar de sonreír de esa manera tan hermosa. ¿Cómo era posible que un humano sufriendo, sonriera como si nada le pasara?—. No todas las personas que van ahí son tan horribles como parecen. Te lo aseguro. Créeme.
—Si alguien va a esos lugares, tan bueno no puede ser. —Me crucé de brazos, evitando su mirada—. Me parece muy ordinario.
—¿Recuerdas que trabajo ahí? —Curvó una ceja.
Suspiré pesadamente, relajando mis brazos. No me gustaba recordar que Katrione debía permitir que varios hombres asquerosos tocaran su cuerpo solo para poder sobrevivir como cualquier otra persona. No sentía repulsión por ella, pero sí por todos esos: hombres con esposas, con hijas, aquellos que la sociedad respetaba, pero que en la oscuridad buscaban lugares como ese para tomar a mujeres que, en muchas ocasiones, como Katrione, ni siquiera querían estar ahí.
Lo sabía porque ella misma me lo había dicho en incontables momentos: detestaba la forma en que la tocaban, cómo su piel se estremecía de repulsión, cómo terminaba llorando después de salir de cada habitación. Verla de esa forma solo me estremecía completa.
Le había implorado que lo dejara, que yo le pediría a mi padre que le consiguiera otro trabajo, uno más decente, pero nunca aceptaba. No sabía si era por miedo a lo que podría pasarle si lo hacía, o porque la cantidad de monedas que recibía era difícil de rechazar.
—No te estoy juzgando a ti, Katrione —dije con sinceridad, apoyando mis manos en sus hombros, intentando sonreír—. Sé que tienes necesidades. Los juzgo a ellos por lo que hacen.
—Tengo que aprovechar mi belleza mientras pueda. —Sus hombros se encogieron—. El tiempo no perdona jamás, Cathanna. En unos años solo será un horrible recuerdo que desearé sacar de mi mente. Mientras tanto, me toca vivir de esta manera. —Torció los labios en una mueca llena de tristeza.
En algo tenía muchísima razón: su belleza era hipnotizante, difícil de arrancar de la mente. Su cabellera larga y ondulada, me recordaba al dorado del trigo bajo la luz del sol. Y sus ojos, de un azul marino, solían observarme con una intensidad peculiar; no era algo desagradable, pero me resultaba extraña. Mi mejor amiga era hermosa.
—Podrías encontrar un marido, Katrione —propuse, acercándome más a ella—. Hay muchas opciones en las que puedes aprovechar tu belleza. No solo vendiéndote. Lo digo en serio.
—No me interesa tener un esposo. No sirvo para estar detrás del trasero de un hombre todo el tiempo. Además, ¿quién aceptaría a una mujer como yo como esposa? —Soltó una risa breve, carente de humor—. Nadie, definitivamente. Ya estoy usada, como dicen todos.
Sus palabras no fueron sorpresa para mí, pero, aun así, seguían dejando un mal sabor en mi garganta. Sabía que, en esta sociedad, una mujer como ella, marcada por tantos prejuicios, jamás sería vista como alguien digna de ser convertida en una esposa. Y, sin embargo, eso no significaba que no lo mereciera tanto como otras. Katrione era una persona muy buena, solidaria y empática, y con eso debía bastar.
—Pero Katrione...
—Olvida eso, Hanna. —Puso un dedo en mi boca, silenciándome—. Mejor acompáñame. Por favor.
Volví a suspirar, sin decir nada más. Ella sonrió y comenzó a escarbar en su closet hasta que sacó un vestido que dejaba mucho a la vista. Ni en mis peores sueños me pondría algo como eso. No combinaba con mi estilo, ni con mi dignidad, ni con nada que gritara Cathanna.
—Póntelo —insistió Katrione, acercándome la ropa, con una mirada macabra—. Solo por hoy. Quiero salir con mi mejor amiga, ¿acaso es mucho pedir eso, Hanna? Por favor.
—Sí, si es mucho pedir. No uso esa ropa. Solo mírala.
—Sí, sé que usas vestidos elegantes que recogen la mugre del suelo —soltó con sarcasmo, ondeando un falso vestido con las manos ocupadas—, pero no es para tanto. Solo por esta vez. Hazlo por mí. Por favor, Hanna. Por favor. Por favor. Por favor. Solo por hoy, ¿sí?
Negué. No podía hacerlo. Iba en contra de mis principios, en contra de todo lo que mi madre me había enseñado durante muchos años. Además, nunca había ido al paraíso. Sabía de él por las historias que me relataba Katrione y eran demasiado horribles.
—Confía en mí, cariño. Solo tienes que verte un poquito menos inocente. —Aplaudió emocionada y me empujó hacia el baño de su habitación—. Te doy diez minutos, Hanna.
—¿Diez minutos para qué? —Fruncí el ceño, sujetando el vestido con dos dedos, como si fuera una enfermedad—. ¿Para salir convertida en un mal chiste? Esto es peor que cualquier cosa mala.
Katrione ignoró mi comentario y cerró la puerta antes de que pudiera seguir protestando. Miré la ropa con susto. No podía estar pasando esto. Comencé a cambiarme a regañadientes. Minutos después, me miré en el espejo y tragué saliva. La tela de satén roja se ajustaba en todos los lugares correctos, el corsé resaltaba mi figura y los lazos brillantes en el frente apenas mantenían unidas las aberturas estratégicas, dejando entrever la piel morena de mi cuerpo.
—¿Dónde están las medias veladas? —hablé en un tono alto para que ella escuchara—. ¿Dónde está el velo para cubrirse? ¿Dónde está el resto del vestido, Katrione? ¡Por los dioses! ¡Esto es horrible!
—No usamos nada de eso, Cathanna. Ya no estamos en la época de nuestros abuelos —gritó desde el otro lado—. Saldrás así.
—¡Estás demente!
—El tiempo corre, mujer.
Abrí la puerta del baño despacio y salí, sintiendo la incomodidad adentrarse en cada parte de mi ser. Me bajé el vestido.
—Si muero esta noche, te juro que volveré como fantasma solo para atormentarte toda tu existencia. —La señalé con el dedo.
—Admítelo, te ves increíble. —Ella se acercó a mí y me tomó de la mano para darme una vuelta—. Dioses, qué mujer tan hermosa. No sabía que tenías esas tremendas tetas, Hanna. Y mira esas curvas. —Me recorrió con la mirada mientras yo negaba con la cabeza—. Si yo fuera hombre, te juro que te pediría matrimonio ahora mismo.
—Cállate, Katrione —dije riendo, aunque sentí cómo se me subía el calor por el rostro—. Me veo como si fuera a cobrar por minuto.
—¡Ese es el punto! —Me puso las manos en los hombros—. Es bueno romper los límites de las vestimentas, aunque sea solo por una simple noche. No es como que el mundo vaya a acabarse porque no uses un vestido largo hasta el suelo, Hanna. Disfruta solo un poco.
Ya estaba metida en esto, ¿cierto?
Antes de que pudiera decir algo más, Katrione me empujó para que me sentara en la silla de su tocador y comenzó a revolver entre sus cosas de maquillaje.
—Un poco de magia aquí y allá y estarás lista —dijo ella.
—Espero no terminar como un payaso.
—No seas dramática, Hanna. Solo quiero hacerte ver más de calle. —Me sonrió emocionada—. Confía en mí.
—Kat, tengo la cara de una persona que duerme ocho horas y se asusta con la literatura de terror. No hay maquillaje que arregle esta cosa, mujer. —Apunté mi rostro, con una sonrisa pequeña.
—Déjamelo a mí. —Puso sus manos en mis hombros y les dio un pequeño apretón—. Soy una experta en el maquillaje en personas como tú.
—Bueno, al menos vuélveme irreconocible. —Suspiré de manera dramática—. Nadie debe saber que yo, Cathanna D’Allessandre, estoy metida en ese lugar de mala muerte, donde quién sabe qué cosas tan asquerosas se hacen con vosotras. ¡Es impensable!
Katrione rió nuevamente y empezó a maquillarme sobre el desastroso intento de maquillaje natural que me había hecho yo misma antes de salir del castillo. Nunca fui buena maquillándome; apenas sabía darme unos retoques cuando sentía la piel grasosa.
Sentí el trazo suave en mi ojo cerrado. Jamás me habían delineado de una manera tan marcada como se los hacía Katrione, y aunque quería quejarme para que dejara de hacerlo, guardé silencio.
Cuando terminó, sacó un labial rojo intenso y me lo aplicó con cuidado en ambos labios. Llevé la vista hacia el espejo. No me veía mal. De hecho, me veía muy bien. Mis ojos pequeños parecían más grandes y afilados con el delineado. Curvé una ceja, asombrada.
—¿Qué hiciste conmigo?
—Te volviste la versión de ti que no sabías qué querías ser.
—Eso sonó ridículamente filosófico.
—Solo di gracias y vámonos.
Me crucé de brazos.
—Gracias. Ahora vámonos antes de que me arrepienta.
—Oh, Hanna, arrepentirte ya no es una opción.
—No entiendo cómo pudieron cambiar los vestidos por esta ropa tan horrible —murmuré, ajustando el vestido a mis piernas mientras salíamos de la habitación—. ¿Cómo pueden caminar por la calle con esto sin morir de frío? Por todos los dioses del Alípe.
Katrione solo rodó los ojos.
—No seas tan melodramática.
Cuando bajamos las escaleras, la madre de Katrione, Sealine, nos vio y su expresión de sorpresa fue tan evidente que, por un segundo, creí que iba a mandarme de vuelta a casa. Pero antes de que pudiera decir algo, Katrione me agarró del brazo y me arrastró.
—¡Nos vemos luego, mamá!
Subimos al carruaje que cada noche llevaba a Katrione al paraíso. Una vez dentro, corrí las cortinas; no quería que nadie me viera así. Me sentía extraña, como un maniquí al que las miradas perseguían solo por lo que llevaba puesto. Me hundí en mi lugar, desviando la mirada de Katrione, quien me observaba con una sonrisa.
—Te juro que no te arrepentirás. —Me dijo con ese tono de emoción, acomodándose en el asiento—. Es muy divertido la música alta. Las mujeres bailando. Mis compañeras lo hacen genial.
—No confío en tus palabras, Kat —murmuré, incómoda.
—Me ofendes demasiado, Hanna. ¿Cómo no vas a confiar en el amor de tu vida? —Se llevó una mano al pecho, fingiendo dolor mientras abría la boca de forma dramática—. Nunca te llevaría a ninguna situación peligrosa. Por favor, confía en mí, Cathanna.
Asentí, y después de lo que pareció una eternidad, llegamos al dichoso lugar: el paraíso, cuyo nombre sonaba elegante, pero que en realidad ocultaba un hoyo de perdición.
Katrione me guío por la parte trasera, hasta una gran puerta de madera que servía de entrada para las trabajadoras del sitio. Al cruzarla, una cortina de terciopelo cayó tras nosotras y de inmediato me encontré en un pasillo flanqueado por varias puertas. Y entonces, sonidos obscenos inundaron mis oídos: gemidos demasiado fuertes, tan exagerados que no podía evitar pensar que se trataba de una simple mentira para satisfacer los fetiches masculinos con los ruidos.
—Por los dioses… —susurré, asqueada—. Pero… ¿Qué es eso?
—No hagas esa cara, Hanna.
—Oh, ¿y qué se supone que haga? ¿Aplaudirles? —La miré, incrédula.
—La gente solo disfruta. —Sonrió con arrogancia—. No es para tanto. Tú también lo harás, tarde o temprano.
—Créeme, no podría estar menos interesada.
—Con lo placentero que es el sexo… Te estás perdiendo de mucho.
—Creo que tenemos definiciones distintas de lo que significa “placentero”.
Katrione rodó los ojos y me pidió que la siguiera, hasta que salimos a un salón amplio, iluminado por varios candelabros en el techo, y donde muchas personas bebían como si no hubiera un mañana y conversaban animadamente. Llevé la mirada al escenario, torciendo los labios.
—Siéntate en esa mesa del centro —indicó, señalándola—. Si alguien intenta tocarte, no dudes en golpearlo hasta que muera. ¿De acuerdo? No estás aquí para vender ningún servicio sexual.
Obedecí, a pesar de sentirme demasiado incómoda. Caminé despacio a la mesa, viendo a las personas: hombres y mujeres. Algunos ya mayores y otros que parecían muy menores como para estar aquí. Me senté con la vista frente al escenario adornado con cortinas de terciopelo. Varias mujeres bailaban en el tubo, tres de ellas completamente desnudas, y las otras dos con ropa mínima. Observé sus movimientos con curiosidad, entrecerrando apenas los ojos.
Katrione apareció en escena después de varios minutos que se sintieron demasiado largos para mí, vistiendo un atuendo que gritaba provocación. Sus pezones estaban cubiertos por dos corazones hechos con cristales rojos, dejando el resto de sus senos expuestos sin pudor. Bajé la mirada y fruncí el ceño. Lo único que cubría su zona íntima era un diminuto hilo de encaje. Me removí incómoda en mi asiento, tratando de apartar la mirada de ella a toda costa.
—Hermosa damisela…—escuché la voz arrastrada a mi lado, impregnada de un tono zalamero que me hizo apretar los dientes con fuerza. Apenas giré la cabeza a él, y el hedor a alcohol me tocó de lleno, obligándome a hacer un mohín de asco—. ¿Trabajas aquí?
Negué, tratando de mantenerme tranquila. El hombre era alto, de ropas gastadas y una barba desordenada que probablemente no había visto el agua en semanas. ¿No se suponía que venían personas con mucho dinero? Él tenía una apariencia de habitante de calle.
—Es una lástima, porque me gustaría verte desnuda.
—Qué hombre tan asqueroso —susurré.
Sus ojos vidriosos recorrieron mi rostro con un atrevimiento que me revolvió el estómago. Volví la vista al frente, ignorándolo, y el siguió su camino, pasando delante de mi mesa, tambaleándose.
Mi madre me asesinaría con sus propias manos si llegara a enterarse de que su hija se encontraba en este lugar de mala muerte.
—¿Cuánto tiempo estaremos aquí?
—¿Apoco quieres irte ya?
Aquellas voces provenían de la mesa detrás de mí. No hacía falta girarme para saber quiénes eran, pero aun así lo hice, con cuidado para no ser descubierta. Calen estaba allí, con su habitual expresión serena, acompañado por sus compañeros de academia, Dary y Fendi, quienes miraban a las mujeres con lujuria.
—Ya me conozco a todas las mujeres de este lugar —dijo mi hermano con ese tono que rara vez usaba cuando hablaba conmigo, y tampoco se lo permitía—. En Aureum hay muchísima carne nueva. Podemos buscar unas que todavía no sepan lo bien que cogemos.
Hice un gesto de asco al escucharlo.
—Permanezcamos un rato aquí y ya, hermano —dijo Fendi.
—Pensé que amabas a Deletenaia con locura, Calen —escuché la voz burlona de Dary, y mi rostro se arrugó—. ¿Qué ha pasado?
—Ya me dejó en claro muchas veces que su noviecito va antes que yo —bufó Calen—. No sé qué le ve a ese pobre muerto de hambre.
Pasé las manos por mi cabeza con frustración y volví la mirada al frente. Katrione seguía bailando con una sonrisa cautivadora, ajena a todo lo que pasaba aquí. Necesitaba irme ya. Calen podía hacer lo que quisiera, no era mi problema ni mi intención impedírselo, pero yo no podía darme el lujo de arruinar mi imagen de niña buena. Porque después de todo, si lo era. Siempre lo había sido y siempre lo seré.
Dirigí la mirada hacia la mesa de ellos otra vez. De inmediato noté como Dary me observaba con una expresión extraña, como si me hubiera reconocido. Me levanté rápido, sin darme cuenta de que había una persona caminando detrás de mí. Sentí el choque, y luego escuché como esa persona caía sobre la mesa de ellos con un sonido estruendoso. Abrí los ojos de golpe, alejándome tan rápido como podía.
Me detuve cuando llegué a un pasillo rojo, flaqueado por puertas de madera. Cerré los ojos, maldiciendo internamente. Pasé una mano por mi cabello, jalándolo con más fuerza de la necesaria. Quedarme ahí no era lo que quería, pero sabía que, si salía, posiblemente terminaría siendo descubierta por mi hermano, y eso era peor que escuchar los fuertes gemidos de una mujer junto con un varón de esa manera tan dramática que solo logró darme mucho asco.
Me giré y sentí cómo el mundo se me venía abajo en un instante. Frente a mí estaba mi abuelo… y eso era aún peor que enfrentar a mi hermano y sus amigos. Peor que cualquier otra cosa que hubiera podido pasar en ese club. Su rostro, más arrugado de lo habitual, me observaba con una dureza que me heló la sangre. Retrocedí instintivamente, con el corazón golpeándome el pecho con fuerza.
—Abuelo… —murmuré, atemorizada.