Cuando Seraphine se muda buscando paz, jamás imagina que su nuevo vecino es Gabriel Méndez, el arquitecto que le rompió el corazón hace tres años… y que nunca le explicó por qué.
Ahora él vive con un niño de seis años que lo llama “papá”.
Un niño dulce, risueño… e imposible de ignorar.
A veces, el amor necesita romperse para volver a construirse más fuerte.
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¿Se puede saber qué demonios estás haciendo?
...CAPÍTULO 20...
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...GABRIEL MÉNDEZ ...
—¿Qué carajos haces aquí?
Lo digo antes de cerrar la puerta. De hecho, la puerta queda abierta porque cerrarla con fuerza sería admitir que estoy a punto de perder los estribos…
Adelina se suelta del brazo con el que la jalé y se acomoda el vestido con toda la calma del mundo. Demasiada calma para alguien que acaba de prender fuego a una gala entera.
—Vaya recibimiento —dice, sonriendo—. ¿Ese es el saludo que le das a una mujer que viene impecable a apoyarte? Pensé que te alegraría verme.
—No —respondo, seco—. Ese es el saludo que le das a alguien que juró que no vendría. Pensé que habíamos sido claros. Dijiste que No vendrías a la gala.
Ella sonríe.
—Dije que no vendría contigo —aclara, ladeando la cabeza—. Nunca dije que no vendría.
Me paso una mano por la cara y cierro los ojos dos segundos.
Uno.
Dos.
—No empieces con tus juegos, Adelina —digo, bajando la voz—. Por favor. No hoy. No aquí. Y mucho menos… con ella.
Su sonrisa se tensa.
—¿Con ella? —repite, cruzándose de brazos—. Ah, claro. La protagonista de tu monólogo interno diario. ¿Ahora resulta que todo esto es por ella?
—No te metas con Seraphine —digo, ya sin paciencia—. Ella está aquí porque tú me dejaste plantado y alguien tenía que venir conmigo. Ella solo me está haciendo un favor. Un favor que tú complicaste.
Adelina suelta una risa breve, incrédula.
—¿De verdad te escuchas? —dice—. ¿Ahora la culpa es mía?
Se acerca un paso.
—No seas imbécil, Gabriel. Esto pasó porque tú llevas semanas pensando en todas las maneras posibles de cogerte a tu ex.
Mi gesto es inmediato, desagradable.
—¿Puedes NO decir eso así? —le espeto—. Estamos en una gala, no en un bar de mala muerte.
—¿Ah, ahora te ofende el vocabulario? —replica—. Lo curioso es que no te ofende pensar en ella mientras estás conmigo.
Dios…apágala, por favor.
—Baja el tono —le digo—. No recordaba que pudieras ser tan vulgar.
—¿Vulgar? —resopla—. Vulgar es fingir que no te pasa nada cuando no puedes dejar de hablar de ella. Vulgar es traerla aquí sabiendo lo que siento.
Se queda en silencio unos segundos. Luego suspira, como si se rindiera.
—No quiero pelear —dice, más suave—. De verdad no. Yo… entiendo tu situación. Puedo entenderte. Puedo esperar. Lo que haga falta.
Levanta la mirada hacia mí.
—Porque yo sí te am—
—No —la corto en seco—. No sigas.
Su expresión se quiebra apenas.
—Esto también es por mi padre —añado—. Lo sabes. Él te empuja, te mete aquí, te vende la idea de que encajas. Te tiene manipulada.
—No —niega ella enseguida—. No es por él y el asunto familiar que tenemos detrás. Yo… yo siento algo real por ti.
Da un paso más y rodea mi cuello con los brazos, como de costumbre. Puedo sentir su delicioso aroma golpear mi nariz por un segundo.
Me quedo quieto un segundo.
Solo uno.
Luego tomo sus muñecas y las bajo con cuidado.
—Adelina, no.
—Siempre peleamos —dice, casi suplicante—. Y siempre lo arreglamos. Esta vez no tiene por qué ser diferente.
Se inclina, buscando mis labios.
La dejo.
Un segundo.
Tal vez dos.
Lo suficiente para darme cuenta de que no está bien.
Me aparto.
—No —repito—. Esto no. No hoy. No así.
Ella me mira, herida.
—Hablemos otro día —continúo—. Con calma. Ahora lo mejor es que tomemos distancia.
Abro la puerta sin mirarla más.
Porque si me quedo un segundo más, voy a decir cosas que no puedo sostener y porque hay alguien a quien necesito encontrar antes de que esta noche empeore todavía más.
Salgo al salón, escaneando entre la gente.
......................
La estoy buscando desde que salí casi a los empujones de la oficina donde dejé a Adelina conteniendo las ganas de incendiarme la vida.
Cuándo por fin la veo.
Seraphine está de espaldas a mí, ligeramente inclinada hacia un tipo alto —demasiado alto— que habla con las manos como si estuviera explicando el sentido de la vida.
El tipo gesticula con entusiasmo, como si estuviera explicándole cómo salvar el mundo con un PowerPoint. Sera asiente, interesada.
Demasiado interesada para mi gusto.
No me fijo bien en el sujeto, pero no la necesito. Lo que me golpea es la sonrisa de Sera.
Esa.
La que aparece cuando baja la guardia.
La misma sonrisa que me lanzó aquella noche en la boda de Rubén y Marisol, cuando chocó conmigo y nos conocimos por primera vez. Y al mismo tiempo, me acabara de fichar para arruinarme la vida y hacerme perder la cabeza por quererla.
Siento algo raro en el pecho.
Algo incómodo.
El tipo se quita el blazer con toda la naturalidad del mundo y se lo coloca sobre los hombros, con cuidado, como si fuera un gesto ensayado frente al espejo.
Casi me da un tic.
Ahí es donde pierdo la compostura.
—Por supuesto —murmuro—Es todo un caballero.
Camino hacia ellos con una sonrisa de esas que uso con clientes difíciles y políticos con ego frágil.
—Sera —digo, interrumpiendo sin culpa—. Te estuve buscando.
Ella se gira.
Me mira.
Parpadea.
—Ah… Gabriel.
Ese ah duele más de lo que debería.
El tipo finalmente se da vuelta y me ofrece la mano con una sonrisa confiada.
—Ignacio Roldán —dice—Director de Planeación Urbana de la alcaldía. Un placer.
Ah.
O sea… ese Ignacio.
—Claro —digo, estrechándole la mano—. El que decide dónde se gasta el dinero que nunca alcanza.
Ignacio ríe, creyendo que bromeo.
—Exactamente ese.
Sera me mira como diciendo “no seas grosero”.
—Estábamos hablando del proyecto cultural del centro histórico —explica ella—. Ignacio quiere renovar la imagen visual del plan urbano.
—Y Seraphine tiene ideas muy claras —agrega él—Bastante claras. Son mejores que muchas de las que presentan mis asesores.
—No me sorprende —digo—Seraphine tiene ideas brillantes…para todo.
Sera me pisa el pie con el tacón.
Ignacio sigue, encantado:
—Además, trabaja con una sensibilidad muy particular.
Ajá.
Sensibilidad.
Por supuesto.
—Es diseñadora gráfica —añado—. Y peligrosa con los colores.
—Gabriel…
—¿Qué? Es un cumplido.
—¡Ah! Por Dios…mis modales. No me he presentado. soy Gabriel Méndez —le digo fingiendo vergüenza, estrechándole la mano con un poco más de fuerza de la necesaria.—Soy arquitecto, CEO de “MÉNDEZ ARQ”
Ignacio asiente.
—Claro. La firma joven. Muy interesante lo que están haciendo.
—Gracias —contesto—. Intentamos no arruinar ciudades.
Sera me lanza una mirada de compórtate.
Ignacio ríe, sin notar la tensión.
—Bueno, Seraphine es una diosa de las estrategias. Deberías escucharla más seguido.
La estocada casual.
—Oh, la escucho —digo—. Bastante.
Ignacio sonríe más amplio.
Sera se acomoda el blazer sobre los hombros y recién entonces parece darse cuenta.
—Ah… gracias —le dice a Ignacio—. Pero ya estoy bien.
Y se lo devuelve.
Ignacio mira su reloj.
—Debo saludar a alguien más —dice—. Fue un gusto, Seraphine. Seguro seguiremos hablando.
—Igualmente —responde ella, con esa sonrisa otra vez.
Se va.
Yo lo sigo con la mirada, viéndolo perderse entre la gente.
—¿Qué fue eso? —pregunta Sera, cruzándose de brazos.
—Nada —digo—. Solo verificando que no estés negociando el presupuesto municipal sin mí.
—Estábamos hablando —responde—. Como personas normales.
—Normal no incluye que le sonrieras como una adolescente viendo a su banda favorita.
—Es simpático —agrega ella, como quien tira una granada y se aleja.
—Muchísimo —respondo—. Especialmente por el ritual del blazer. Muy original.
—Estaba haciendo frío.
—Claro.
Me mira y sonríe de lado.
—¿Estás celoso, Gabriel?
Me atraganto con el aire.
—¿Yo? —me río—. Por favor. Solo estaba… evaluando el entorno.
—Ajá.
—Además —añado—, tú dijiste que solo somos amigos, ¿recuerdas?
—Exacto —dice—. Amigos.
Hace una pausa.
—Así que relájate, Méndez. No todos los hombres que me hablan quieren casarse conmigo.
Lo intento.
De verdad, lo intento.
La miro.
—No es eso lo que me preocupa.
—¿Entonces?
Suspiro.
—Que alguno lo intente… y tenga éxito.
Ella se ríe, negando con la cabeza, y se aleja un par de pasos.
Pero mientras la veo girar para saludar a otra persona, con la espalda recta y el cabello brillando bajo las luces, me doy cuenta de algo profundamente molesto:
Creo que nunca fui capaz de superarla.