Arim Dan Kim Gwon, un poderoso CEO viudo, vive encerrado en una rutina fría desde la muerte de su esposa. Solo su pequeña hija logra arrancarle sonrisas. Todo cambia cuando, durante una visita al Acuario Nacional, ocurre un accidente que casi le arrebata lo único que ama. En el agua, un desconocido salva primero a su hija… y luego a él mismo, incapaz de nadar. Ese hombre es Dixon Ho Woo Bin, un joven biólogo marino que oculta más de lo que muestra.
Un rescate bajo el agua, una mirada cargada de algo que ninguno quiere admitir, y una atracción que ambos intentan negar. Pero el destino insiste: los cruza una y otra vez, hasta que una noche de Halloween, tras máscaras y frente al mar, sus corazones vuelven a reconocerse sin saberlo.
Arim ignora que la mujer misteriosa que lo cautiva es la misma persona que lo rescató. Dixon, por su parte, no imagina que el hombre que lo estremece es aquel al que arrancó del agua.
Ahora deberán decidir si siguen ocultándose… o si se atreven a dejar que el amor, como los latidos bajo el agua, hable por ellos.
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¿Nos volveremos a ver?
El aroma del café recién hecho, zumo de naranja, tostadas, Nutella, Waffles, frutas y huevo revuelto, una hora después llenaron la habitación, y Dixon, medio despierto, alcanzó a percibirlo. Sus labios se curvaban en una sonrisa somnolienta.
—¿Desayuno…? —preguntó con voz ronca, levantándose apenas un poco y dejando que Arim lo ayudara a incorporarse.
—Llegó hace un momento.
—Creo que no podría llegar solo a la mesa.
—Yo me encargo —dijo Arim, cargándolo suavemente en brazos mientras Dixon lo miraba con una mezcla de gratitud y vergüenza—. Parece que hoy solo serás mi invitado especial.
—Es todo un halago.
Casi al medio día, después de que el desayuno hubiera sido un ritual entre risas suaves, miradas furtivas y algún que otro roce accidental de manos, Arim ayudó a Dixon a recoger sus cosas. La habitación del motel, aunque temporal y sencilla, todavía olía a ellos: un perfume sutil mezclado con la sal del mar y el calor de la noche anterior.
—Bueno… —dijo Arim mientras ajustaba el antifaz que todavía ocultaba su identidad—. Hora de dejar esta habitación encantada y volver a la realidad.
Dixon suspiró, medio adormilado, con esa mezcla de cansancio y satisfacción que lo mantenía pegado a la realidad y al recuerdo de la madrugada.
—Gracias por todo… No sé cómo llegaré a casa en este estado —musitó, con una sonrisa pícara, mientras se incorporaba con torpeza.
—Tranquilo, delfín —respondió Arim, extendiendo su mano para ayudarlo—. Eres más fuerte de lo que crees… aunque mis brazos confirman que no te quejas de estar cargado.
Dixon rió suavemente, aceptando la mano, mientras caminaban hacia la salida. Afuera, la brisa marina les golpeaba la cara, mezclando el aroma de sal y arena con la calidez del sol. La playa estaba casi desierta, solo algunas sombrillas y las olas acompañando el murmullo de sus pasos.
Se detuvieron a unos metros del agua, mirándose con la intensidad de quien no quiere dejar ir un momento que ya sabe que será imposible de repetir.
—Supongo que esto… —dijo Dixon, con un hilo de voz, mirando las olas romper en la orilla—. Esto es… adiós, ¿no?
Arim se quedó en silencio unos segundos, sus ojos fijos en los de Dixon detrás del antifaz. La verdad era que él también sentía que este encuentro era improbable de repetirse; no podía permitirse ser vulnerable más allá de esa playa. Sin embargo, una parte de él no quería soltarlo.
—Sí… supongo que… —respondió, sus palabras cortadas por la emoción—. No creo que nos volvamos a ver.
Dixon tragó saliva, intentando mantener la compostura, pero su corazón le gritaba que no podía ser tan simple.
—Es irónico… —murmuró—. Toda la vida imaginé encuentros mágicos, y parece que la vida decidió darme uno real… solo para que termine en un adiós. La verdad es que vengo pensando desde anoche y siento que te he escuchado en otra parte.
Arim dio un paso más cerca, bajando la voz para que solo él lo escuchara.
—No digas eso, delfín. A veces, los adioses no son finales… solo pausas incómodas. Y si escuchaste antes tal vez sea una predicción de que me des tu número. No te prometo pedirte matrimonio ni hacer público lo nuestro, pero creo que te llegaría a querer.
Dixon lo miró, confundido, con esa mezcla de ternura y desespero en la mirada. No estaba dispuesto a permanecer en una relación en las sombras. Dedujo que algo esconde ese hombre.
—¿Mi número? ¿No conforme con destruir mi cuerpo ahora quieres acosarme?—preguntó, intentando bromear para aliviar el nudo en su garganta—. Suena como si alguien estuviera inventando peticiones de juego que nadie pidió. Eres muy goloso.
Arim rió suavemente, esa risa grave y cálida que hacía que Dixon sintiera mariposas en el estómago.
—Exactamente… peticiones ridículas que nadie pidió, pero que aún así yo sería feliz.
Se quedaron en silencio unos segundos, escuchando únicamente el romper de las olas y el crujir de la arena bajo sus pies. Arim se inclinó apenas hacia Dixon, rozando sus labios con los de él, un beso corto, dulce, cargado de más deseo.
—Cuidate, delfín —susurró, separándose lentamente.
—Tú también… Señor domador—dijo Dixon, con una sonrisa triste y el corazón acelerado.
Se alejaron lentamente, cada uno por un lado de la playa, con el viento jugando con sus cabellos y el sol comenzando a descender hacia el horizonte. Dixon miró hacia atrás varias veces, esperando ver al domador todavía allí, pero solo encontraba la espuma de las olas y la gente que de divertía en la playa.
Arim, por su parte, caminaba con la sensación de que había perdido algo que ni siquiera podía definir completamente. Sin embargo, una parte de él sonreía, recordando la mirada de ese delfín, la forma en que se dejó cuidar, y cómo incluso detrás de ese antifaz había algo que lo había capturado sin remedio.
—Quizá esto… —susurró para sí mismo—. Quizá esto solo sea el principio… aunque nadie lo sepa todavía. Puede que lo vuelva a encontrar.
Ambos sabían que el mundo esperaba, con sus obligaciones y rutinas, pero la memoria de esa noche, de esa playa, y de ese encuentro clandestino con antifaces y risas contenidas, los acompañaría mucho más allá de Tahití.
El regreso a la rutina fue un golpe de realidad. Arim volvió a su área residencial en Tahití sintiendo que sus pasos eran más pesados de lo normal. La brisa del mar todavía olía a sal y a recuerdos, y su antifaz imaginario le pesaba más que cualquier traje formal. Habían pasado 24 horas de la fiesta de las mascaras. Entró al despacho del aeropuerto, donde el tráfico de aviones y la precisión de horarios le recordaban que no podía detenerse, que su vida no estaba hecha de playas y encuentros clandestinos, sino de decisiones, permisos y operaciones.
Seo Jin lo esperaba, con esa sonrisa calculada que siempre escondía más de lo que dejaba ver.
—¿Todo en orden? —preguntó, notando el ligero distraimiento de su socio.
—Sí… todo bajo control —respondió Arim, tratando de sonar firme, aunque una sonrisa nostálgica se asomaba en sus labios al recordar los ojos de Dixon.
Mientras revisaba informes, coordinaba vuelos hacia Bora Bora y otros sitios, se aseguraba de que cada avión estuviera listo para despegar a tiempo, no dejaba de pensar en aquel antifaz, en las risas y en cómo alguien tan inesperado podía alterar su mundo en cuestión de horas. Cada decisión se le hacía más pesada, cada movimiento más calculado, y aún así, su mente viajaba de nuevo hacia la playa, hacia su delfín, hacia ese encuentro que lo había sacudido más de lo que quería admitir.
Por su parte, Dixon volvió a su rutina en la casa de huéspedes, donde Ara Dupree lo esperaba con la lista de clases de buceo, surf y natación. La semana transcurrió entre risas con los turistas, salidas en catamarán, lecciones improvisadas y visitas al banco para depositar dinero de su propio trabajo, siempre con la sensación de que algo faltaba. Cada ola le recordaba la cercanía de ese hombre tan galante, sensual y bien dotado que lo dejó adolorido pero también lo dejó pidiendo más, cada respiración profunda bajo el agua le traía de vuelta ese calor que sentía entre los brazos de aquel hombre.
En una tarde cualquiera, mientras Dixon enseñaba a un grupo de adolescentes a mantenerse a flote en el agua, cerró los ojos un segundo y se vio caminando por la playa con su domador, sintiendo el sol en su piel, la arena bajo sus pies y las manos de ese dios del sol sosteniéndolo cuando tropezaba. Se mordió el labio, sonriendo como un tonto frente a los estudiantes.
—Delfín, ¿estás bien? —preguntó una de las chicas, rompiendo su ensueño.
—Sí, sí… solo recordando… cosas del mar —respondió, tratando de sonar natural.
Esa noche, después de cerrar la casa de huéspedes, Ara lo encontró tomando notas sobre nuevas excursiones y tarifas.
—Estás distraído —comentó, arqueando una ceja—. ¿Quién te tiene así? Llegaste ayer de esa fiesta con tus hermanas y traías más chupetones que un salmón en pleno verano.
Dixon sonrió y negó con la cabeza, sin querer revelar demasiado. Solo sabía que, de alguna manera, un encuentro inesperado había cambiado la forma en que veía su mundo.
Mientras tanto, Arim, en su oficina del aeropuerto, finalmente se permitió tomar un respiro. Miró por la ventana los aviones listos para despegar hacia Bora Bora y pensó en lo extraño que era cómo alguien podía invadir su mente y su corazón sin permiso. Levantó la mirada y vio la línea del horizonte sobre el océano; por un instante, casi podía sentir la risa de ese ángel de la sensualidad, la calidez de su cuerpo y la chispa de complicidad que había compartido con él.
Durante la semana, ambos continuaron con sus responsabilidades, pero con pequeñas pausas para pensar el uno en el otro: Dixon al enseñar, al surfear, al preparar clases de buceo; Arim al coordinar vuelos, desembarques y embarques, revisar operaciones, hablar con sus socios. La distancia física no borraba el recuerdo de la playa ni las sensaciones de la noche que habían compartido.
Y aunque ambos creían que quizá no se volverían a ver, cada uno mantenía viva la memoria de aquel encuentro, de los antifaces, de las risas, de los besos y la pasión inesperada. Una chispa que, aunque encubierta por las obligaciones y la rutina, no dejaba de arder silenciosamente, esperando la oportunidad de convertirse en algo más.