Valentino nunca imaginó que entregarle su corazón a Joel sería el inicio de una historia de silencios, ausencias y heridas disfrazadas de afecto.
Lo dio todo: tiempo, cariño, fidelidad. A cambio, recibió migajas, miradas esquivas y un lugar invisible en la vida de quien más quería.
Entre amigas que no eran amigas, trampas, secretos mal guardados y un amor no correspondido, Valentino descubre que a veces el dolor no viene solo de lo que nos hacen, sino de lo que nos negamos a soltar.
Esta es su historia. No contada, sino vivida.
Una novela que te romperá el alma… para luego ayudarte a reconstruirla.
NovelToon tiene autorización de Peng Woojin para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capítulo 10: Aprender a irme
El lunes llegó como si nada hubiera pasado. Como si la revelación de la noche anterior no hubiera cambiado algo dentro de mí. Me desperté, me vestí, fui a clases. Hice todo lo que siempre hacía, pero con una diferencia: esta vez, me propuse no esperarlo.
No esperé su saludo en la mañana.
No esperé que me mirara en clase.
No esperé que buscara mi atención, ni que su voz sonara diferente cuando me hablaba.
Por primera vez, decidí no aferrarme a lo que él no estaba dispuesto a darme.
Pero, irónicamente, fue justo ese día cuando Joel pareció notarlo.
---
En el receso, como de costumbre, se sentó con su grupo de siempre. Fernanda estaba ahí, riéndose con ellos, como si nunca hubiéramos compartido nada. Como si nuestros años de amistad fueran un recuerdo borroso que ya no tenía peso en la vida de ella .
Yo pasé de largo.
Me fui a la otra esquina del patio, donde el sol no pegaba tan fuerte y la gente no hablaba tan alto. Había algo en ese rincón que siempre me había dado paz, pero hasta ahora nunca me había atrevido a quedarme allí solo. Antes, lo evitaba porque temía que, si me alejaba demasiado, Joel lo notaría.
Pero ese día me di cuenta de que la pregunta correcta no era si él lo notaría.
Era si eso importaba.
Estaba cansado de medir mis pasos en función de él. De preguntarme qué diría, qué haría, cómo reaccionaría si yo cambiaba algo.
Así que me senté en mi rincón y saqué mis audífonos, listo para pasar el receso en mi propio mundo.
Y entonces, lo vi.
Joel, de pie, a unos metros de mí, con las manos en los bolsillos y la mirada puesta en mí.
---
Nunca antes se había acercado a buscarme cuando yo me alejaba.
Siempre era al revés.
Siempre era yo quien lo encontraba, quien insistía, quien rompía el hielo después de sus ausencias.
Pero esta vez, fue él quien se movió primero.
Se acercó, miró el espacio vacío a mi lado y, sin pedir permiso, se sentó.
No dijo nada al principio.
Solo se quedó ahí, como si estuviera probando si yo lo iba a echar o no. Como si supiera que algo en mí había cambiado y no estuviera seguro de cómo manejarlo.
—No te vi en la mesa —murmuró al final.
No era una pregunta. No era un reproche. Solo un comentario, dicho con una extraña neutralidad.
—Estaba aquí —respondí sin más.
Silencio.
Joel miró al frente, jugando con la cremallera de su chaqueta, como hacía siempre cuando estaba inquieto.
—¿Estás enojado conmigo?
La pregunta me golpeó más de lo que esperaba. No porque fuera falsa, sino porque era la primera vez que él me lo preguntaba.
No cuando ignoró mis mensajes.
No cuando me trató como un desconocido en público.
No cuando me dejó fuera de su vida sin explicaciones.
Solo ahora, cuando fui yo quien se alejó.
Quise responder con la verdad. Decirle que sí, que estaba enojado, que estaba herido, que estaba cansado de ser el único que parecía importarle esta relación.
Pero en lugar de eso, respiré hondo y respondí lo único que realmente sentía en ese momento.
—Estoy cansado.
Joel parpadeó, como si no supiera qué hacer con esas palabras.
—¿Cansado de qué?
Lo miré. Directo a los ojos.
—De esto. De cómo siempre soy yo quien tiene que esforzarse.
Su expresión se tensó. No porque no supiera de qué hablaba, sino porque probablemente nunca pensó que se lo diría en voz alta.
—No es así… —empezó a decir, pero se detuvo a mitad de la frase, como si ni él mismo se creyera sus palabras.
Y ese fue el momento en que lo supe.
No iba a cambiar.
No porque fuera cruel o porque quisiera hacerme daño a propósito, sino porque simplemente no veía el problema.
Para él, todo estaba bien tal como estaba.
Era yo quien había esperado más de lo que él estaba dispuesto a dar.
Era yo quien había confundido afecto ocasional con cariño real.
Era yo quien se había quedado, aún cuando dolía.
Así que, por primera vez, decidí no discutir. No rogar. No tratar de explicarle algo que él nunca entendería.
Solo asentí, me levanté y me fui.
Y aunque parte de mí esperaba que me llamara, que dijera algo, que intentara detenerme…
No lo hizo.
Y eso me dolió.
Pero, al mismo tiempo, me confirmó lo que ya sabía.
Era hora de aprender a irme.