Rosella Cárdenas es una joven que solo tiene un sueño en la vida, salir de la miserable pobreza en que vive.
Su plan es ir a la universidad y convertirse en alguien.
Pero, sus sueños se ven frustrados debido a su mala fama en el pueblo.
Cuando su padrastro se quiere aprovechar de ella, termina siendo expulsada de casa por su propia madre.
Lo que la lleva a terminar en la hacienda Sanroman y conocer a la señora Julieta, quien en secreto de su marido está muriendo en la última etapa de cáncer.
Julieta no quiere que su familia sufra con su enfermedad. En su desesperación por protegerlos, idea un plan tan insólito como desesperado: busca a una mujer que ocupe su lugar cuando ella ya no esté.
Y en Rosella encuentra lo que cree ser la respuesta. La contrata como niñera, pero en el fondo, esconde su verdadera intención: convertirla en la futura esposa de su marido, Gabriel Sanroman, cuando llegue su final.
¿Podrá Rosella aceptar casarse con el hombre de Julieta?
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Capítulo: Deuda de lealtad
Por un instante, Gabriel cerró los ojos y se dejó arrastrar por la embriaguez del momento.
El dulce sabor de aquellos labios lo atrapó como una corriente invisible que lo envolvía por completo.
No sabía qué fuerza lo había impulsado a besarla, pero en ese beso encontró una mezcla de ternura y fuego que jamás había sentido.
Era distinto, casi prohibido, como si el tiempo se detuviera solo para ellos.
Nunca un beso tan fugaz le había hecho estremecer así.
Jamás un roce de labios había despertado en él esa sacudida eléctrica que lo recorrió hasta el alma, ni mucho menos el deseo urgente que, sin querer, se apoderó de su cuerpo.
Cuando comprendió lo que hacía, un escalofrío lo sacudió de golpe.
Se apartó bruscamente, respirando con dificultad, como si hubiera cometido un pecado irreparable.
Tocó sus propios labios, incrédulo, intentando borrar la sensación ardiente que todavía permanecía ahí, impresa en su piel.
La joven, débil y desorientada, cayó sobre el asiento trasero del coche.
Gabriel la observó unos segundos, perturbado por lo que acababa de ocurrir.
Su respiración era leve, apenas perceptible.
No sabía quién era, ni de dónde había salido, solo había sentido el impulso de ayudarla… hasta que ese impulso se transformó en algo más, algo que no podía explicar.
Encendió el motor y miró hacia la oscuridad del camino.
¿A dónde debía llevarla? ¿Qué dirían si alguien lo veía con una desconocida en ese estado?
Durante unos segundos pensó en dejarla en algún hospital de la ciudad, pero la distancia era larga y ella parecía demasiado frágil para soportar el trayecto.
Entonces, solo una idea cruzó su mente: llevarla a casa, a la Hacienda Sanromán.
Allí podría llamar a un médico y darle refugio hasta descubrir quién era y qué le había sucedido.
***
La noche caía sobre la Hacienda Sanromán, una imponente construcción colonial rodeada de campos silenciosos y cipreses antiguos.
Las luces del interior titilaban, reflejándose en las ventanas.
En una de ellas, Julieta Sanromán observaba la oscuridad con expresión ausente.
Su rostro, antes luminoso, se veía ahora pálido y cansado.
Los últimos meses habían sido crueles con ella. Apenas dormía, apenas comía.
Su cuerpo se consumía lentamente, y en sus ojos se adivinaba un secreto que la carcomía por dentro.
Cuando escuchó el sonido del motor acercándose, se incorporó con esfuerzo.
Vio a su esposo descender del coche con algo —o alguien— en brazos.
Frunció el ceño. Gabriel caminaba con paso decidido, sosteniendo a una joven inconsciente contra su pecho.
Julieta bajó las escaleras apresurada, ignorando el dolor que la atravesó en el costado.
—¿Qué sucede? —preguntó con voz temblorosa.
Gabriel la miró sorprendido, casi con culpa. La luz de los faroles iluminó a la muchacha que llevaba entre los brazos: su piel era de porcelana, su cabello caía en ondas oscuras y su vestido, desgarrado, dejaba ver heridas recientes.
—La encontré en el camino —explicó—. Intentaban dañarla y la salvé, se desmayó. No sé quién es, ni qué le pasó. Voy a llevarla a la habitación de huéspedes y llamaré al médico.
Julieta lo siguió sin pronunciar palabra.
Sus ojos no podían apartarse de la joven.
Había algo inquietante en esa belleza inconsciente, algo que le provocaba un nudo en el estómago.
Cuando Gabriel la dejó sobre la cama, llamó a los empleados.
—¿La conocen? —preguntó con tono grave.
Todos negaron. Nadie la había visto antes.
Entonces Julieta se acercó, con los brazos cruzados.
—Gabriel, amor —dijo con una sonrisa tensa—, estabas cansado. Deberías descansar tú también. Yo cuidaré de ella.
Él negó con la cabeza.
—No, cariño. Es una chica que rescaté en el camino. Mañana buscaremos a su familia. Ya viene el médico.
Julieta bajó la mirada hacia la ropa desgarrada, hacia los moretones, en la piel blanca de la muchacha. Sintió un estremecimiento.
—¿Intentaron…? —no terminó la frase.
Gabriel se quedó rígido.
—Pero, la salvé. Pobrecita… Es muy joven —respondió con tono grave—. Debemos ayudarla.
Ella asintió y tomó su mano con suavidad.
—Por eso te quiero, Gabriel. Siempre eres un hombre de buen corazón.
Él le devolvió una sonrisa cansada, una que no alcanzó sus ojos.
En el silencio de la habitación, solo se oía la respiración débil de la desconocida.
Cuando la doctora llegó, ambos salieron para dejarla trabajar.
El tiempo pareció hacerse eterno hasta que finalmente la profesional salió del cuarto, secándose las manos.
—Se desmayó por un bajón de presión —explicó—. Está fuera de peligro, aunque muy asustada. Necesita reposo.
Gabriel asintió, aliviado, y salió para verificar si alguien había conseguido alguna información sobre la identidad de la muchacha.
En ese momento, la doctora se volvió hacia Julieta con expresión grave.
—Señora Sanromán… ¿Cuándo piensa decirle a su esposo lo suyo?
Julieta apretó la mandíbula y siseó:
—No se lo diré. Es mi decisión.
—Pero si no toma el tratamiento… —insistió la doctora.
Julieta la interrumpió con una mirada resignada.
—Es tarde, y lo sabes. Estoy totalmente invadida. Muy pronto este cáncer terminará conmigo. No quiero compasión, doctora. Solo quiero dejar todo en orden antes de irme.
La médica bajó la cabeza, impotente.
—Como desee. Haré lo posible por aliviar su dolor mientras tanto.
Julieta le agradeció con un gesto y entró en silencio a la habitación.
La joven aún dormía, respirando con calma.
Julieta se acercó despacio, observando su rostro iluminado por la tenue luz de la lámpara.
Tenía facciones delicadas, casi angelicales
. Se quedó allí, contemplándola, mientras un pensamiento se abría paso en su mente como un susurro.
“Es tan bella, tan joven… Dios mío, ¿por qué me la pones en el camino? ¿Es acaso esta muchacha la respuesta a mis plegarias? ¿Será ella el futuro que mi familia necesita cuando yo ya no esté?”
Sintió una punzada en el pecho, no solo por la enfermedad, sino por la mezcla de tristeza y alivio que la invadió.
Tal vez el destino le estaba ofreciendo una última oportunidad para dejar algo bueno detrás.
Tal vez esa chica era la pieza que faltaba para proteger a su esposo, a su hacienda… a su legado.
De pronto, la joven se movió.
Abrió los ojos lentamente, confundida, y miró a su alrededor con miedo. Cuando vio a Julieta, se incorporó con torpeza.
—¿Quién es usted? ¿Dónde estoy? —preguntó con voz débil.
Julieta sonrió, ocultando la emoción que le temblaba en la garganta.
—Tranquila, pequeña. Estás a salvo. Mi esposo te salvó la vida. Estás en nuestra casa.
La joven parpadeó, intentando recordar, pero todo era un vacío en su mente.
Julieta se inclinó un poco más, sus ojos brillando con una mezcla de compasión y poder.
—Ahora, descansa. Tienes una deuda de gratitud con nosotros —dijo suavemente, aunque su tono escondía una firmeza inquietante—. Y conmigo… tendrás una deuda de lealtad.
creo que quizo decir Arnoldo.!!!