el mundo de los sueños se despliega en toda su gloria: nubes formadas por palabras flotan en un cielo etéreo, un río de luz líquida serpentea hacia un bosque oscuro y ominoso en el horizonte, y formas abstractas se mezclan con paisajes imposibles. La niña parece semitransparente, lo que indica que se encuentra atrapada entre los dos mundos.
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El Inicio del Viaje
Emma nunca había sentido algo tan extraño. Cada paso hacia el bosque oscuro parecía estirarse en el tiempo, como si el aire fuera más denso. El río de luz líquida que la había guiado comenzaba a desvanecerse a medida que los árboles gigantes proyectaban sus sombras sobre el suelo de cristal. Las hojas no eran verdes ni marrones, sino negras como la tinta, y sus ramas se entrelazaban en el cielo, formando un techo impenetrable.
La niña intentó calmar su respiración mientras avanzaba, pero el bosque estaba lleno de ruidos: crujidos, murmullos, y un leve susurro que parecía llamarla por su nombre. Emma... Emma.... Se detuvo, mirando en todas direcciones.
—¿Quién está ahí? —preguntó, su voz temblando.
Nadie respondió, pero un camino se abrió entre los árboles. No era un sendero claro, sino más bien un pasaje que parecía haberse formado en ese mismo instante. Emma dudó por un momento, pero recordó las palabras de la mujer de ojos dorados: "Debes encontrar el corazón del laberinto." No podía quedarse parada.
El sendero la llevó más adentro del bosque, donde las sombras eran más profundas y el aire más frío. Finalmente, llegó a un claro. En el centro, una puerta enorme de madera oscura se alzaba, incrustada con grabados que parecían moverse cuando los miraba. No había paredes ni edificio, solo la puerta, flotando en medio de la nada.
Al acercarse, una figura apareció junto a la puerta: una anciana encorvada, vestida con harapos que parecían hechos de raíces. Sus ojos eran pequeños y brillantes, y su sonrisa mostraba más dientes de los que Emma pensaba que alguien podía tener.
—Hola, niña —dijo la anciana, su voz chirriante como el crujir de ramas secas—. Has llegado a tu primera prueba.
Emma sintió un nudo en el estómago, pero intentó sonar valiente.
—¿Quién eres? ¿Qué prueba?
La anciana soltó una risa seca.
—Soy la Guardiana del Temor. Nadie cruza esta puerta sin enfrentarse a su mayor miedo. Responde mi pregunta, y podrás continuar. Pero si fallas... bueno, digamos que no querrás fallar.
Emma tragó saliva.
—¿Qué tengo que hacer?
La anciana dio un paso hacia adelante, sus ojos brillando con intensidad.
—Dime, Emma, ¿qué temes más: perderte o encontrarte?
La pregunta la tomó por sorpresa. Al principio, parecía sencilla, pero cuanto más pensaba en ella, más complicada se volvía. Recordó su vida antes del accidente, los momentos en los que se sentía insegura, cuando tenía miedo de no encajar con los demás o de no ser suficiente. Pero también recordó las veces en que su imaginación la había salvado, cuando se perdía en sus historias para escapar de la realidad.
Sin embargo, enfrentarse a quién era realmente... esa idea le parecía aterradora. Saber qué tan valiente o cobarde era en el fondo.
—Temo encontrarme —dijo finalmente, con la voz apenas audible—. Porque eso significa enfrentar quién soy realmente.
La anciana la miró fijamente por un largo momento, como si estuviera evaluando su respuesta. Finalmente, sonrió, y la puerta comenzó a abrirse con un chirrido que resonó por todo el claro.
—Buena respuesta, niña. Pero recuerda, este es solo el comienzo.
Emma cruzó la puerta, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda. Al otro lado, el bosque había desaparecido, reemplazado por un prado interminable. Flores gigantes se balanceaban con el viento, y cada pétalo emitía un tenue brillo. A lo lejos, un río dorado serpenteaba entre las colinas, y el cielo era un lienzo de colores cambiantes.
Por un momento, Emma sintió alivio. El prado era hermoso, un contraste total con el oscuro bosque. Sin embargo, algo seguía sin sentirse real. Cada flor que tocaba desaparecía en una nube de polvo brillante, y las colinas parecían cambiar de forma cuando las miraba directamente.
A medida que caminaba, comenzó a ver objetos dispersos por el prado. Una cometa roja descansaba sobre la hierba, igual a la que solía volar con su padre. Más adelante, un cuaderno con tapas rojas idéntico al que usaba para escribir sus historias se encontraba abierto, sus páginas en blanco. Cada objeto que encontraba era un recuerdo de su vida, como si el prado estuviera reuniendo fragmentos de quién era.
Emma recogió la cometa y el cuaderno, sintiendo una mezcla de nostalgia y tristeza.
—¿Por qué están aquí? —se preguntó en voz alta.
—Porque son parte de ti —respondió una voz detrás de ella.
Emma se giró rápidamente, encontrándose cara a cara con un niño. Tenía su misma edad, pero algo en él no estaba bien. Su piel era pálida, y sus ojos eran oscuros, como pozos sin fondo. Vestía ropas idénticas a las que Emma llevaba el día del accidente.
—¿Quién eres? —preguntó Emma, dando un paso atrás.
El niño inclinó la cabeza, con una sonrisa fría en los labios.
—Soy tú. O, mejor dicho, soy la parte de ti que no quieres ver.
Emma sintió un escalofrío recorrerla.
—Eso no tiene sentido.
—Claro que sí —dijo el niño—. Este lugar es hermoso, ¿verdad? Podrías quedarte aquí para siempre. No hay dolor, no hay miedo. Solo paz.
Emma sintió una punzada de duda. Era cierto que el prado era hermoso, y que había algo reconfortante en estar rodeada de sus recuerdos. Pero también sabía que no era real.
—No puedo quedarme aquí. Mi familia me espera.
El niño la miró con burla.
—¿Tu familia? ¿Crees que importa? Este mundo es mejor que el real. Aquí puedes ser quien quieras, hacer lo que quieras. ¿Por qué querrías despertar?
Emma apretó los puños.
—Porque mi vida no está aquí. Está allá afuera, con mi familia, mis amigos, mis historias. No puedo quedarme en un sueño.
El niño soltó una risa fría, y su cuerpo comenzó a cambiar, transformándose en una sombra que crecía y se alzaba sobre ella.
—Entonces despiértame, si puedes —susurró la sombra antes de lanzarse hacia Emma.
Emma corrió, sujetando los recuerdos que había recogido como si fueran escudos. La sombra la perseguía, pero cada vez que levantaba la cometa o el cuaderno, la oscuridad retrocedía un poco. Finalmente, llegó al borde del prado, donde un puente de cristal se extendía hacia el horizonte.
Emma cruzó el puente sin mirar atrás. Cuando llegó al otro lado, la sombra había desaparecido, pero el prado también. Ante ella se alzaba una estructura colosal: el laberinto.
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