De Sirvienta A Reina

La mujer la miró fijamente, luego soltó una fuerte carcajada. Sin decir más, tomó a Lissa de la mano y la llevó consigo hasta la cuarta planta del lugar. Aquella zona de la mansión parecía aún más lujosa que la anterior. Se detuvieron frente a una gran habitación cubierta por cortinas.

La madame entró con Lissa, y la joven pudo ver a varias mujeres, cuyas edades variaban entre los quince y los veintisiete años. Al verla, todas hicieron una reverencia ante la anciana y se colocaron en una larga fila, desde la más joven hasta la mayor.

—Esta niña dice que puede curar enfermedades, pero no posee magia ni habilidades especiales —anunció la madame a las jóvenes—. Así que vamos a comprobar si es verdad lo que dice.

Se giró hacia una de las mujeres y señaló a una de ellas.

—Miranda, ven aquí.

Al centro de la habitación avanzó la misma chica que Lissa había visto salir de la oficina de la madame.

—¿Cuál sería el trato entonces, madame? —preguntó la pelinaranja, observando con atención a Miranda.

—Sencillo. Debes curarla de la enfermedad que padece. Si lo logras, te quedarás aquí bajo mi protección y nunca te faltará nada —hizo una pausa y observó a Lissa con frialdad—. Pero si has mentido, te irás. Lo que te pase más allá de estas puertas no será asunto mío.

—Está bien —respondió Lissa con una gentil sonrisa.

Se acercó a Miranda y le pidió que se sentara en uno de los sofás de la habitación. Luego comenzó a hacerle preguntas sobre su condición.

Miranda le explicó que, semanas atrás, un médico la había diagnosticado con luminodermia, una enfermedad que afectaba la piel y causaba un dolor insoportable cuando la zona afectada entraba en contacto con la luz. Además, el área dañada mostraba un brillo inusual. Lissa escuchó atentamente y le pidió a la joven que le mostrara la parte de su piel afectada.

Con calma, Miranda desató los cordones del corsé de su vestido y se desvistió ante la presencia de todas. Lissa observó cómo su abdomen y pecho tenían un brillo extraño, acompañado de ciertas marcas. Las demás jóvenes explicaron que, desde que Miranda contrajo la enfermedad, no había podido trabajar. Su especialidad era la danza, similar a la danza árabe del mundo de Lissa, pero con esas marcas y el brillo en su piel, ningún cliente pagaría por verla bailar.

Lissa examinó más de cerca la piel de la joven y notó que los síntomas eran similares a los de la porfiria cutánea tarda, una enfermedad que causaba sensibilidad a la luz solar y lesiones en la piel.

—¿Podrían traerme un libro sobre plantas medicinales de este reino y de todo el continente? —pidió Lissa con firmeza.

La madame la miró con extrañeza. En ese mundo, los médicos y curanderos usaban la magia para sanar, mientras que las plantas solo servían para aliviar males menores o preparar pociones.

Pocos minutos después, Lissa tenía el libro en sus manos. Pasó más de dos horas leyendo e informándose sobre la medicina de aquel mundo. Todas las jóvenes presentes la observaban con curiosidad, intrigadas por lo que haría a continuación.

Finalmente, Lissa pidió que la llevaran al sitio donde atendían a las enfermas. Descendieron a la tercera planta y llegaron a una antigua habitación destinada a tratar a las trabajadoras del lugar y, en caso de emergencia, a los clientes.

Se movió rápidamente por la habitación, buscando los ingredientes necesarios para preparar un ungüento que ayudaría a Miranda a recuperarse. Tras media hora de trabajo, pidió a la joven que se acostara en una de las camillas para poder aplicarle el tratamiento.

—¿Qué es eso que le estás poniendo? —preguntó la madame con desconfianza—. ¡Ni se te ocurra dañar a una de mis chicas! Si algo le pasa, no saldrás viva de aquí.

—Tranquila —respondió Lissa con calma—. Es un ungüento de caléndula, salvia del árbol yukari y raíz de luna. La caléndula tiene propiedades cicatrizantes y reducirá la inflamación de la piel; la salvia aliviará el dolor; y la raíz de luna potenciará los efectos de ambas. En una semana como máximo, estará sana.

Todas, incluida la madame, quedaron pasmadas ante la seguridad de Lissa y su habilidad para aprender rápidamente y elaborar un remedio eficaz. La joven se incorporó y le explicó a Miranda que debía guardar reposo hasta que sanara por completo.

La madame ordenó a las demás chicas que se prepararan para iniciar su jornada de trabajo. Antes de marcharse, miró a Lissa con severidad.

—No cantes victoria aún, mocosa —advirtió—. Esperemos a que pase la semana. Entonces decidiré qué hacer contigo.

Se retiró, pero no sin antes ordenar que Miranda se hiciera cargo de la niña.

El tiempo pasó rápido. En esa semana, Lissa aprendió muchas cosas sobre la medicina de aquel mundo. Algunas plantas eran similares a las de su mundo, pero otras eran completamente desconocidas. También descubrió enfermedades nuevas y extrañas.

Miranda estuvo pendiente de Lissa durante esos días, permitiéndole verificar que su paciente se recuperaba bien. Además, le explicó que la madame no era una mala persona. Lissa había sentido curiosidad por la anciana, pues notó la preocupación genuina que mostraba por sus chicas.

Aquella tarde, todos los trabajadores de la mansión se reunieron para presenciar la recuperación de Miranda. Nadie podía creerlo. En ese mundo, la luminodermia no tenía cura. Ni siquiera los sanadores de los templos podían erradicar la enfermedad, solo aliviar el dolor.

—Esta niña ha demostrado su valía ante todos nosotros, curando a Miranda —anunció la madame a sus empleados—. Desde ahora, pertenece a esta familia. Todos la tratarán bien y le deberán respeto, así como ella deberá respetarlos a ustedes, pues es la más joven de la casa.

Tras sus palabras, todos miraron a Lissa e hicieron una reverencia en señal de agradecimiento.

Horas después, la madame llamó a Lissa a su oficina para hablar sobre los términos de su acuerdo.

—Y bien, ¿todavía piensa matarme? —preguntó Lissa con una sonrisa burlona.

—Sin duda, te has ganado mi respeto, mocosa —respondió la mujer, sorprendiendo a la joven con una dulce sonrisa—. Como dije allá abajo, bienvenida a la familia, Eyra Rosenberg.

Lissa permaneció en silencio unos segundos. Aún no se acostumbraba a ese nombre ni al hecho de que ahora esta era su vida.

—Como le dije antes, madame, ha hecho la mejor inversión de su vida —se levantó y se acercó a la mujer—. Yo la ayudaré a curarse de su enfermedad. Es una promesa.

Extendió la mano, mostrando su dedo meñique.

—Vale, mocosa —dijo la mujer, enlazando su meñique con el de Eyra—. Es una promesa. Y ya que somos socias, puedes llamarme Thyra.

Sonrió gentilmente.

—Thyra Eriksson.