Doce años pagué por un crimen que no cometí. Los verdaderos culpables: la familia más poderosa e influyente de todo el país.
Tras la muerte de mi madre, juré que no dejaría en pie ni un solo eslabón de esa cadena. Juré extinguir a la familia Montenegro.
Pero el destino me tenía reservada una traición aún más despiadada. Olviden a Mauricio Hernández. Ahora soy Alexander D'Angelo, y esta es mi historia.
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Alexander D'Angelo
Punto de vista de Alexander
El momento había llegado. Hoy, después de quince años, finalmente regresaría a la ciudad que me vio nacer, pero que al mismo tiempo fue testigo de mi propia muerte.
—Señor, es hora de subir al avión —. Mónica Ventura, mi asistente y mano derecha, capturó mi atención.
Sin decir palabra alguna, asentí en señal de aprobación y me desplacé por el largo pasillo que me llevaría a mi nueva vida. Una vida muy diferente a la que conocí, pero que era la única ruta a mi venganza.
El avión privado de la familia D'Angelo sobrevolaba la ciudad que me vio nacer y morir. Mi mirada se fijó en la ventanilla, recordando la más grande traición de las personas que consideraba mi familia: la traición de los Montenegro.
Hace Quince Años
—¡Póngase de pie, el acusado! —. La voz del juez resonó brutalmente en toda la sala.
Con el peso de una culpa que no me correspondía, levanté mi pesado y cansado cuerpo. Detrás de mí, estaba mi madre. Sus ojos llenos de lágrimas y su expresión de dolor: una imagen que nunca podré olvidar y la que aún me da fuerzas para seguir adelante.
—Debido a las pruebas presentadas por la familia Andrade y en vista de que la firma del señor Hernández aparece en los documentos que señalan la estafa, esta corte lo condena a doce años de prisión.
Las palabras del juez resonaron en mis oídos. El murmullo a mi alrededor se desvaneció. La vida para mí había terminado. Con tan solo veinte años, y un futuro brillante arrebatado por la mentira y la traición de mis verdugos, caí de nuevo en la silla. Ya no tenía fuerzas para luchar, ¿quién creería en las palabras de un don nadie?
Pero entonces, escuché el grito desesperado de mi novia, Amelia, nombrando a mi madre, y volví a la realidad.
Volteé. La vi. Era la mujer que me había dado la vida, tumbada en el frío piso de aquella corte. Entré en desesperación, quise ir con ella, pero el peso de las cadenas que oprimían mi inocencia me lo impidió.
Fui arrastrado por los guardias fuera de la sala. Mis gritos de desesperación ahogados por la furia incontenida de esos sujetos que me devolvieron a mi destino.
Ese día el joven inocente murió. Mi alma se llenó de odio, y mi vida se dirigió por un solo motor: la venganza.
Fin del Recuerdo
El avión aterrizó en una pista privada, lejos del foco público.
Y es que Alexander D'Angelo había aparecido como el único heredero de una gran fortuna. Yo, el supuesto hijo de Francesco D'Angelo —un hombre multimillonario que pasó sus últimos días encerrado en una prisión—, tomé el control del imperio hace apenas tres años. En poco tiempo, había logrado limpiar el nombre de su "padre" y levantar la empresa familiar a un nivel que ninguna otra lo igualaba.
Finalmente, el avión aterrizó. Bajé con pasos firmes y decididos. El momento que había esperado durante quince años había llegado y no había fuerza en este mundo que me detuviera.
—Todo está listo para su reunión con Elías Montenegro —dijo Mónica, caminando a mi lado.
—La información que te pedí, por favor.
Mi asistente me entregó un sobre con información detallada de mis enemigos. Si iba a destruirlos, lo haría con estilo. Un auto de lujo color negro nos esperaba en el estacionamiento del aeropuerto privado.
Las calles por las que transitaba estaban llenas de recuerdos, lugares que había visitado con Amelia, a quien consideré el amor de mi vida, y con Ignacio y Lorenzo Montenegro, a quienes veía como mis hermanos. Recordar esos tiempos me llenó más de odio. Imaginar mi vida si esto no hubiera pasado me hizo romper la burbuja de un sueño que nunca fue y endurecí nuevamente mi corazón.
Una media hora después, llegué a la empresa de Montenegro, una estructura agradable a la vista con ventanales que se alzaban de manera asombrosa, mostrando el poderío de la familia. Una sonrisa irónica se dibujó en mi boca, pues este lugar pronto dejaría de existir, y de él no quedaría ni siquiera la sombra.
Bajé del auto, mi Rolex brillando al toque de la luz del sol de la tarde. Mi traje, perfectamente confeccionado justo a la medida, y mi cabello estilizado sin un solo mechón fuera de lugar. Era la imagen que quería proyectar: un hombre de negocios, firme y despiadado.
Mis pasos firmes me condujeron al interior del edificio. En el lobby, la recepcionista me recibió, y su primera reacción fue coquetearme.
—Buenas tardes, señor. Indíqueme su nombre —. Su voz chillona hizo que doler a mis oídos.
—Buenas tardes, soy el señor D'Angelo —. Los ojos de la recepcionista se abrieron como platos al escuchar mi nombre. —Tengo una cita con el señor Montenegro.
—Disculpe, señor D'Angelo —. La recepcionista se veía nerviosa. —Por favor, sígame, que yo lo conduzco hasta la oficina del señor Montenegro.
Seguí a la interesada mujer a través del largo pasillo, los pisos relucientes reflejaban cada paso que daba, mi firmeza y seguridad hacían temblar a más de uno.
—En el último piso lo espera la secretaria del señor Montenegro.
Lance una mirada de advertencia a la recepcionista, las puertas del ascensor se cerraron justo cuando ella iba a decir algo. El edificio era el más alto de la ciudad, las paredes de cristal del enorme elevador me daban una vista maravillosa a la ciudad, la misma ciudad que una vez me vio morir. Las puertas finalmente se abrieron, una mujer que no reconocí me estaba esperando: era la secretaria de Montenegro.
—Bienvenido, señor D'Angelo, por favor sígame.
Fui detrás de la mujer, cada paso era doloroso, no sabía si una vez frente al hombre que destruyó mi vida iba a poder controlar el impulso de partirle la cara, de acabar con su miserable vida con mis propias manos. Llegamos hasta una oficina que estaba al fondo de un largo pasillo, la mujer abrió la puerta sin anunciarse, algo que me pareció interesante y en al fondo sentado como un rey se encontraba el gestor de mi tragedia: Elías Montenegro