Marina Holler era terrible como ama de llaves de la hacienda Belluci. Tanto que se enfrentaba a ser despedida tras solo dos semanas. Desesperada por mantener su empleo, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para convencer a su guapo jefe de que le diera otra oportunidad. Alessandro Belluci no podía creer que su nueva ama de llaves fuera tan inepta. Tenía que irse, y rápido. Pero despedir a la bella Marina, que tenía a su cargo a dos niños, arruinaría su reputación. Así que Alessandro decidió instalarla al alcance de sus ojos, y tal vez de sus manos…
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Capítulo 1
Algunos hombres en la situación de Alessandro se habrían quejado de la intrusión de la prensa. Él no lo hacía. Pensaba que tenía poco de lo que quejarse en la vida, y sabía que, incluso para alguien cuyo imperio financiero atraía la atención mediática tanto como el suyo, era perfectamente posible tener una vida privada.
Sin duda, habría sido más difícil si le hubiera dado por frecuentar clubes nocturnos hasta altas horas de la madrugada o asistir a los estrenos con modelos escasas de ropa, pero esas cosas no lo atraían.
Consideraba la seguridad un mal necesario, un efecto secundario del éxito, pero no era ningún recluso que viviera tras muros de tres metros.
Si hubiera tenido familia, tal vez habría visto peligros potenciales en todas las esquinas, pero no era el caso. Solo tenía una exesposa, con la que últimamente intercambiaba tarjetas navideñas en vez de insultos, y un padre con quien tenía poco contacto. Como se sabía capaz de cuidar de sí mismo, Alessandro no se alarmó al ver que la verja electrónica de la entrada a su hacienda inglesa, que sí tenía tres metros de altura, estaba abierta.
Irritado, redujo la velocidad y echó un vistazo a su alrededor. Aunque no asumía que la razón fuera oscura y siniestra, el hecho en sí indicaba un descuido que no esperaba de sus empleados.
Su ceño se frunció aún más cuando vio un montón de globos de colores enredados en una rama, junto al discreto y elegante cartel que decía: «Casa Belwered : Propiedad privada».
Hacía tres años que era propietario de Belwered y en sus escasas visitas nunca había encontrado motivo de queja. Empleaba siempre a los mejores trabajadores, ya fueran ejecutivos o jardineros, pagaba muy bien y esperaba que se ganaran su salario.
Era una fórmula que funcionaba. No era un hombre paciente o sentimental en su vida profesional y personal. Si sus empleados no cumplían los estándares que esperaba de ellos, eran despedidos.
Bajó la ventanilla, estiró el brazo y agarró el cordel que colgaba de los globos. Cuando tiró, dos explotaron contra las ramas y el resto volaron por el aire en libertad. Siguiendo sus evoluciones con los ojos, arrugó la frente. No podía inferir nada significativo respecto a la verja abierta y los globos; pero había habido un cambio reciente en la plantilla y el ama de llaves cumplía un papel fundamental en Belwered.
La anterior ocupante del puesto había sido muy eficaz y combinaba su destreza para dirigir a otros empleados con la capacidad de mantenerse en segundo plano. Nunca había resultado molesta.
Bajo su vigilancia no habría habido verjas abiertas, ausencia de guardas o globos. Cabía la posibilidad de que la culpable no fuera la nueva ama de llaves, así que le concedió el beneficio de la duda. Nadie podía decir de él que no fuera escrupulosamente justo; entendía que pudiera haber errores humanos.
Lo que no soportaba era la incompetencia.
Por el momento, estaba dispuesto a creer que la nueva ama de llaves era tan perfecta como había indicado su secretario, que había entrevistado a las candidatas. Confiaba en Lewis , dado que el joven siempre había demostrado un juicio excelente; habían sido su esfuerzo y diplomacia lo que había calmado la animosidad local cuando Alessandro compró la mansión.
Hacía tres años, los lugareños habían recibido el cambio de propietario de la casa solariega con una suspicacia que rayaba en hostilidad. Dado que la familia que había dado nombre a la casa y al pueblo no había aportado nada tangible a la localidad durante décadas, y que el último propietario había pasado más tiempo en clubes nocturnos y clínicas de rehabilitación que reparando el tejado o ganando dinero, a Alessandro le parecía perversa la lealtad de los lugareños.
Con la ayuda de Lewis, había manejado la situación con su pragmatismo habitual. No quería hacer amistad con sus vecinos, pero tampoco la inconveniencia de estar en guerra con ellos. Las quejas iniciales habían ido disminuyendo y las visitas de funcionarios de conservación y patrimonio que cuestionaban las reformas habían dejado de producirse. Él se había preocupado de emplear a obreros y empresas locales para los trabajos de restauración y había hecho una cuantiosa donación para cambiar el tejado de la iglesia.
Consideraba la situación resuelta.
De todas sus casas, era en la que Alessandro se sentía más relajado. Era bellísima y él disfrutaba de la belleza. Solo invitaba allí a sus mejores amigos. Siempre que cruzaba la verja tenía la sensación de librarse de las presiones del trabajo.
Cuando pensó en los días de relajación que tenía por delante, su ancha y sensual boca se curvó con media sonrisa. Un momento después, la sonrisa se apagaba.
Los globos enganchados en la rama podían haber sido accidentales, lo que tenía antes sí, no. Junto a una de las columnas clásicas de la entrada, había una caja de cartón.
Leyó con incredulidad e irritación el letrero manuscrito que indicaba que los huevos eran de corral y costaban una libra la media docena. No había ningún huevo, solo una jarra llena de monedas y billetes, señal de que se habían vendido pronto y de la honradez de los lugareños.
Los largos dedos tamborilearon en el volante. Había recorrido la mitad de la carretera que llevaba a la casa cuando oyó el ruido: una mezcla de música, risas, ladridos de perro y voces.
–¿Qué...? –apretó la mandíbula y maldijo. Un segundo después pisó el freno al llegar a la cima del montículo que ofrecía la primera imagen de la deliciosa mansión palladiana, una joya arquitectónica emplazada en un parque con un lago y jardines formales muy bien cuidados.
La pradera oeste, donde a veces había observado a sus invitados jugar al croquet, y donde se había imaginado disfrutando del silencio y la soledad, con una copa de brandy y un libro, apenas se veía bajo la inmensa carpa, varias tiendas más pequeñas, el escenario, los puestos y una especie de tiovivo, cuyas enormes tazas de té giraban al ritmo de la música de una canción de Justin Timberlake, a un volumen tan alto que sentía las vibraciones en el pecho incluso a esa distancia.
Observaba la surrealista escena, fascinado a su pesar, cuando los altavoces anunciaron que el ganador del premio por la mascota mejor adiestrada era Lion. Resultado que, a juzgar por los aplausos y vítores, era muy popular.
Alessandro blasfemó largo y tendido en varios idiomas. La persona responsable de esa aberración no seguiría allí mucho tiempo.
De hecho, tal vez los despidiera a todos porque, aunque la idea fuera de una sola persona, presumiblemente el ama de llaves, el resto de la plantilla, incluido su bien pagado y supuestamente profesional equipo de seguridad, había dejado que ocurriera.
¡Fantástico! Ahí quedaba lo de dejar el estrés atrás. Su nivel de resentimiento se elevó mientras decía adiós a su muy necesitado y esperado descanso. Cierto que tras unos días la inactividad lo aburriría y se sentiría inquieto; lo malo era que ya no iba a tener la opción de aburrirse…