Emma ha pasado casi toda su vida encerrada en un orfanato, convencida de que nadie jamás la querría. Insegura, tímida y acostumbrada a vivir sola, no esperaba que su destino cambiara de la noche a la mañana…
Un investigador aparece para darle la noticia de que no fue abandonada: es la hija biológica de una influyente y amorosa pareja londinense, que lleva años buscándola.
El mundo de lujos y cariño que ahora la rodea le resulta desconocido y abrumador, pero lo más difícil no son las puertas de la enorme mansión ni las miradas orgullosas de sus padres… sino la forma en que Alexander la mira.
El ahijado de la familia, un joven arrogante y encantador, parece decidido a hacerla sentir como si no perteneciera allí. Pero a pesar de sus palabras frías y su desconfianza, hay algo en sus ojos que Emma no entiende… y que él tampoco sabe cómo controlar.
Porque a veces, las miradas dicen lo que las palabras no se atreven.
Y cuando él la mira así, el mundo entero parece detenerse.
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capitulo 1
El frío de la mañana se colaba por las ventanas viejas del orfanato, como todos los días. Emma apretó las manos sobre el balde con agua tibia y siguió fregando el suelo del pasillo, sintiendo cómo las rodillas le dolían de estar tanto tiempo en esa posición. No se quejaba. A estas alturas, a pocos meses de cumplir los dieciocho y salir de allí, no valía la pena quejarse.
El orfanato siempre había sido su hogar, aunque nunca lo sintió así. Era un edificio gris, con paredes desconchadas, dormitorios compartidos y horarios estrictos. Había reglas para todo: levantarse a las seis, tender la cama en cinco minutos, desayunar en silencio, tareas asignadas antes de ir al colegio.
Hoy le había tocado limpiar los pasillos. A otras les había tocado la cocina, y a las más pequeñas, barrer el patio. Las demás chicas pasaban junto a ella, algunas la saludaban con un gesto tímido, otras ni la miraban. Nunca fue exactamente amiga de nadie. Emma era callada, reservada, la que lloraba en silencio por las noches y miraba la ventana como si esperara que alguien, algún día, llegara por ella.
Pero nadie llegó. Nunca.
Hasta hoy.
—¡Emma! —la voz de Lucía, una de las niñas de doce años, la sobresaltó—. Te buscan en la dirección.
Emma levantó la cabeza, confundida.
—¿A mí? —preguntó, como si fuera imposible.
Lucía asintió, con los ojos grandes y curiosos.
—Sí. La señora directora dijo que vayas ya. Hay un hombre que quiere verte.
Emma sintió un nudo en la garganta. Se levantó despacio, se secó las manos en el delantal, y caminó hacia la oficina de la directora con el corazón latiéndole más rápido de lo normal. Tal vez alguien quería adoptarla… aunque ya estaba tan cerca de cumplir la mayoría de edad que ni siquiera tenía sentido. Nadie quería adoptar a una chica mayor. Y mucho menos a ella.
Respiró hondo antes de abrir la puerta.
Dentro de la oficina, la directora estaba sentada tras su escritorio, con su habitual expresión severa. Frente a ella, un hombre alto, de traje oscuro, con un maletín apoyado a su lado. Se giró hacia Emma y sonrió con suavidad.
—Hola, Emma —dijo con voz grave pero amable—. Soy Daniel Cooper. Investigador privado.
Ella lo miró sin entender nada.
—¿Un… qué? —balbuceó.
—Un investigador privado. Trabajo para una familia en Londres —continuó él, abriendo el maletín y sacando unos papeles—. Están… buscándote, Emma.
—No… no entiendo.
Daniel la invitó a sentarse.
—Emma, hace catorce años, cuando tenías tres, fuiste secuestrada de tu casa. Tus padres biológicos te han buscado desde entonces. Nunca han dejado de buscarte. Y ahora, por fin, hemos podido encontrarte.
Emma lo miró como si le hablara en otro idioma.
—No —murmuró, negando con la cabeza—. Eso no es posible. Tiene que ser un error.
—No lo es —dijo Daniel con firmeza, pero con una ternura que la desarmó—. Sabemos que suena increíble, y que debe ser abrumador para ti… pero no es un error. He venido para llevar a cabo una prueba de ADN y confirmarlo, aunque ya tenemos suficientes pruebas.
Emma sintió que el aire se le atascaba en los pulmones. Un zumbido llenó sus oídos mientras las lágrimas se le agolpaban en los ojos.
—No puede ser… —susurró—. Yo… yo ya había dejado de… esperar.
Daniel le tendió un pañuelo y continuó:
—No solo vas a tener un hogar, Emma. No solo vas a tener una familia… Sino que vas a estar con tus verdaderos padres. Ellos te han amado y buscado cada día de tu vida.
Las lágrimas empezaron a caerle por las mejillas, calientes e incontenibles. No se atrevía a decir nada. Se sentía como en un sueño. ¿Ella? ¿Después de tantos años? ¿Con su verdadera familia?
Todo en lo que había dejado de creer estaba ahí, frente a ella, en forma de un hombre de traje con unos papeles y una sonrisa compasiva.
—Vamos a hacer la prueba cuanto antes —dijo él suavemente—. Y cuando lo confirmemos… tus padres quieren que vueles a Londres para reunirte con ellos.
Emma miró el suelo, con el corazón desbocado. Sentía miedo, emoción, incredulidad, todo al mismo tiempo. Y un pensamiento no dejaba de repetirse en su cabeza:
"Ojalá no sea un sueño. Por favor, que no sea un sueño."
[...]
Desde que aquel hombre, Daniel Cooper, le explicó quién era y por qué la buscaba, los días se habían vuelto largos e inquietantes para Emma.
Le habían tomado la muestra de ADN esa misma tarde. Un simple hisopo en la boca y una promesa: en menos de una semana, tendrían la confirmación.
Una semana.
Siete días que a Emma le parecieron siglos.
Trató de seguir su rutina como siempre. Limpiar, ordenar las camas, barrer los pasillos, ayudar en la cocina. Le gustaba quedarse en la cocina cuando podía, picar verduras, amasar pan, sentir el olor cálido que escapaba del horno. Eso le daba paz. También pasaba horas en el rincón más soleado del orfanato, con un libro en las manos. Leía y releía las mismas páginas porque no lograba concentrarse. Su mente volvía, una y otra vez, a la misma pregunta:
"¿Y si es cierto? ¿Y si de verdad son mis padres?"
A veces, al caer la tarde, subía al baño del segundo piso, el que casi nadie usaba, y se miraba en el pequeño espejo manchado mientras se cepillaba el cabello.
Era imposible no preguntarse por qué nunca nadie la había elegido. Desde niña, siempre había visto cómo llegaban familias sonrientes a buscar hijos, cómo otras niñas se iban con maletas nuevas y ropa bonita. Y ella… se quedaba atrás.
Pero no era fea. Al menos, eso creía. El espejo le devolvía el rostro de una chica de piel clara con pequeñas pecas en la nariz, unos ojos verdes enormes y llenos de melancolía, pestañas largas que a veces le hacían cosquillas en las mejillas, labios carnosos que pocas veces se curvaban en una sonrisa.
No tenía un cuerpo llamativo como algunas de las chicas mayores, pero sí un rostro dulce y hermoso. Su cabello rizado, color castaño, era lo que más le gustaba de sí misma. Siempre lo trenzaba en la parte delantera, dejando los rulos sueltos por detrás, recogidos a medias con un moño discreto.
"Quizá no buscaban una niña bonita", pensó más de una vez, mientras las lágrimas le picaban en los ojos frente al espejo. "Quizá nadie quería a alguien como yo."
Pero ahora… todo parecía diferente.
Los días pasaron y, poco a poco, la ilusión fue ganando al miedo. Por las noches, imaginaba cómo sería esa familia, si se parecían a ella, si la abrazarían al verla, si la mirarían con amor.
Por primera vez en su vida, Emma soñaba despierta.
Esa mañana, al despertar, supo que algo estaba por pasar. El aire se sentía distinto, como si el tiempo se hubiera detenido a esperar junto con ella.
Cumplió con sus tareas lo mejor que pudo, aunque las manos le temblaban cuando fregaba los platos del desayuno. A media mañana, mientras recogía las sábanas del dormitorio, se asomó por la ventana… y lo vio.
El coche negro del investigador se estacionó en la entrada. Emma contuvo la respiración al ver a Daniel bajarse del vehículo con su maletín. A su lado, un hombre y una mujer elegantes, con abrigos oscuros, que se miraban con una mezcla de ansiedad y esperanza.
Emma sintió que el corazón le daba un vuelco.
Quería salir corriendo, bajar las escaleras y preguntarles si eran ellos. Quería gritarles que sí, que era ella, que los había estado esperando toda su vida. Pero sus piernas no la obedecieron.
Se apartó de la ventana, presionando las sábanas contra su pecho, y se escondió en la esquina más oscura de la habitación, con las mejillas encendidas y las lágrimas a punto de brotar.
No quería ver más. No podía soportar la idea de que no fueran ellos, o de que no la quisieran. Así que se quedó quieta, esperando a que la llamaran.
No pasó mucho tiempo antes de que la voz de la directora resonara por el pasillo:
—¡Emma! La están esperando en la oficina.
Emma cerró los ojos y respiró hondo. Era el momento.
El momento que había esperado —y temido— toda su vida.
[...]
Las manos de Emma estaban heladas cuando giró el pomo de la puerta de la oficina y entró.
Allí estaba Daniel, de pie junto al escritorio, con su maletín abierto y una carpeta sobre la mesa. A su lado, los dos desconocidos.
Emma apenas levantó la vista para mirarlos antes de dirigirse a Daniel, que le sonrió con calidez.
—Hola, Emma. Gracias por venir —dijo con esa voz pausada que ella recordaba—. Pasa, por favor.
Ella asintió y avanzó despacio hasta ponerse a un lado, cerca de él, buscando refugio en la única cara que conocía.
Entonces, por fin, se atrevió a mirar a la pareja. La mujer se cubría la boca con una mano, y los ojos le brillaban llenos de lágrimas que no tardaron en caer. Emma la miró, desconcertada, y luego al hombre, que se había quedado inmóvil, con una expresión entre atónita y conmovida. Él apenas levantó la mano para apoyarla sobre la de su esposa y le acarició los dedos para tranquilizarla, aunque sus propios ojos estaban húmedos.
Emma, incómoda pero queriendo ser amable, les regaló una sonrisa tímida a modo de saludo.
—Hola… —murmuró, apenas audible.
La mujer soltó un pequeño sollozo, y el hombre aclaró la garganta antes de hablar, con una voz quebrada por la emoción:
—Emma… yo soy Felipe Cavendish, y ella es mi esposa, Silvia Cavendish.
El apellido le sonó elegante y extraño, muy distinto a cualquier nombre que hubiera escuchado en el orfanato. *Cavendish*.
Emma los miró con sus enormes ojos verdes, sin saber qué decir.
Daniel intervino entonces, abriendo la carpeta y extrayendo una hoja que ya estaba impresa y firmada.
—Señores —empezó, leyendo con voz clara—, según los resultados de la prueba de ADN, existe una coincidencia del 99.99% entre Emma y los señores Felipe y Silvia Cavendish, confirmando así que son sus padres biológicos.
El aire pareció quedarse suspendido en la habitación.
Silvia no pudo contenerse más. Un llanto emocionado brotó de ella mientras se acercaba a Emma con pasos temblorosos.
—Mi niña… mi pequeña… —murmuró, y sin esperar respuesta, la rodeó con los brazos y la apretó contra su pecho.
Emma se quedó quieta, con un nudo enorme en la garganta y los ojos ardiéndole. No supo cómo reaccionar. No supo qué hacer con sus manos, con su cuerpo, con ese vacío que ahora se llenaba demasiado rápido.
Casi sin darse cuenta, levantó los brazos y los apoyó en la espalda de esa mujer, dejándose abrazar.
—Tranquila, amor… —dijo entonces el señor Cavendish, acercándose también y apoyando una mano en el hombro de Emma antes de inclinarse y besarle la frente, con la voz ahogada—. Por fin… por fin estás aquí.
Emma sintió las lágrimas resbalarle por las mejillas mientras se dejaba envolver por ambos. Era demasiado, demasiado para su corazón acostumbrado al silencio y a la soledad.
No sabía cómo tomarse esa noticia. Se sentía feliz, confundida, aterrada y aliviada al mismo tiempo. Pero, por primera vez, no se apartó. Se quedó ahí, en medio de ese abrazo, con los ojos cerrados y las emociones desbordándola.
Por primera vez en su vida, se sintió… querida.
[...]
A Emma nunca le habían gustado las despedidas. Quizá porque nadie nunca se había despedido de ella.
Esa mañana, se puso su único uniforme limpio —el segundo que tenía—, peinó su cabello con la media cola y el moño de siempre, y guardó su pequeño cofre de madera: fotos suyas de bebé que la directora había conservado, unas pocas cartas sin responder, y una delicada cadena de oro con su nombre grabado: *Emma*. Por esa cadena, la habían llamado así.
No lloró al salir del dormitorio ni al recorrer por última vez los pasillos del orfanato. No había amigas a las que abrazar, ni confidencias que dejar atrás. Solo se despidió con un leve gesto de cabeza de las superiores que la miraban desde la puerta, quizá sorprendidas de verla partir después de tantos años.
El coche negro esperaba frente al edificio. Brillaba como algo irreal contra el gris del orfanato. Dentro, estaban Daniel, el señor Felipe y la señora Silvia.
Emma inspiró hondo antes de subir y acomodarse junto a ellos, con el cofre apretado contra el pecho. Mientras el coche arrancaba, pudo sentir cómo la señora Silvia no dejaba de mirarla, y pronto una mano cálida se posó sobre su cabello.
—Eres igual a ti, Felipe… —murmuró ella, emocionada, mientras sus dedos se deslizaban entre los rizos castaños de Emma.
Felipe sonrió con orgullo y asintió.
—Aunque tiene tu nariz, amor.
Ambos rieron bajito, llenos de felicidad, como si la tristeza de los años sin ella se estuviera disipando.
Felipe le tomó las manos a Emma, con delicadeza pero firmeza, como quien hace una promesa.
—No te faltará nada, hija. De hoy en adelante, nada.
Emma tragó saliva. No sabía qué decir, pero en su pecho algo cálido comenzaba a crecer, algo parecido a la esperanza.
El coche avanzaba por calles que ella apenas reconocía, y por primera vez no sentía miedo de dejar el orfanato atrás. Era un cambio enorme, sí. Todos los cambios daban miedo. Pero bastaba ver cómo esas dos personas la miraban para entender que no la habían abandonado. Que habían luchado por ella.
Y eso… también le encendía una pequeña rabia. Porque alguien, en algún momento, la arrancó de sus brazos. Alguien les robó esos años que nunca recuperarían.
Como si supiera lo que estaba pensando, Felipe sacó su billetera y extrajo una foto arrugada, cuidadosamente plastificada. Se la tendió, con una mirada tierna.
—Mira… eras así cuando te perdimos.
Emma la tomó entre los dedos. En la imagen, un hombre más joven —su padre— la sostenía en brazos. Ella, con tres añitos, con su cabecita llena de rizos y un vestido de encaje, sonreía abiertamente a la cámara. Era imposible no reconocerla.
Se le escapó un sollozo, bajito, mientras apretaba la foto contra su pecho. Esa era ella. Ese hombre era él. No quedaban dudas.
Las lágrimas brotaron sin permiso, y los Cavendish la rodearon con un abrazo, consolándola sin decir nada más.
Emma cerró los ojos, aferrada a la fotografía, y se permitió llorar por todos los años que se había sentido sola. Ahora, por fin, sentía que pertenecía a algún lugar.