Capitulo once "La marquesa"

Henry no había ido muy lejos cuando dijo que Adella Gillingham era una ama de llaves con título de marquesa. Era ella quien se encargaba de los preparativos para cualquier evento en el palacio, quien administraba a los sirvientes, la que creaba los menús para la semana y veía que las habitaciones de huéspedes estuvieran en su mejor punto para cualquier invitado que tuviesen que recibir.

Peter le había otorgado ese fabuloso título hacia un par de años antes y con él, una preciosa finca en el campo. De hecho, su título y propiedad habían pertenecido a una familia que mando a masacrar el rey por oponerse a su reinado. Habían Sido leales a los Deschamps por generaciones y no quisieron cambiar de opinión ni con el filo de una espada en sus gargantas.

Adella no fue la única persona de Orazor que se había apropiado de un título noble de Mastaborn. De hecho, en cuanto una familia era masacrada, otra llegaba a ocupar su lugar desde el país vecino. Había criados que se reusaban a servir a los nuevos amos y estos fueron ejecutados por los mismos, otros con un poco más de suerte lograban huir hacía el sur.

Llegó a tal punto que de cuarenta familias en la corte, 23 eran compuestas por los tiranos extranjeros. Algunas fingían no tener problema con la nueva casa real, con el fin de sobrevivir. Pero había familias que parecían demasiado cómodas con ellos y Henry no dudaba que habían Sido esos los que habían traicionado a el rey en vida, simpatizando con el enemigo y sirviendo de espías o donando a su causa durante los tres años que duró la guerra.

Pero a parte de marquesa de Kinntter, Adella tenía otra función en el palacio. Era amante de el rey, venía siéndolo desde que llegó a hospedarse con la familia real a el nuevo país conquistado. Quizás fue por agradecimiento, por ambición o porque tenía miedo de quedarse sola y desprotegida con una hija bajo el brazo pero un día se encontró a si misma en la cama con aquel hombre y se rindió por completo ante él.

Peter la había inundado de obsequios costosos, le había dado autoridad en su hogar y un lugar ante sociedad. Todos sabían que era concubina de el monarca y aunque no veían la relación con buenos ojos, guardaban sus comentarios y la trataban de acorde el rey esperaba.

No habitaba su finca por periodos largos, temía alejarse demasiado de Peter. Temía volver un día y encontrar su lugar ocupado por otra mujer. Le tenía aversión a aquella idea, la de ser reemplazada por una mujer más hermosa, más joven, más jovial que ella.

Después de todo, los años no pasaban en vano y tenía la buena fortuna de que a su edad, aún conservara ciertos encantos que desarrolló durante su juventud. Aún así, el verse en el espejo a veces se volvía doloroso. Había finas líneas que empezaban a salir alrededor de sus ojos y boca, líneas que le recordaban a diario su edad y los problemas que podría atraer.

Su único consuelo era que su hija había heredado esa belleza que alguna vez la caracterizó. Georgiana poseía todas sus virtudes pero mejoradas. Su cabello era más rubio que el de ella, sus ojos más azules y fascinantes, su nariz más respingada, sus labios más gruesos y deseables. La cintura de su hija era más estrecha y su busto más curvo, tenía también una personalidad simpática que hacía a todos gustar de ella.

De hecho, georgiana se parecía mucho a su padre, con facciones más suaves y femeninas pero Adella parecía ver a su fallecido esposo en su hija cuando fijaba su mirada en ella. A veces se volvía demasiado doloroso y prefería evitarla. Que tú única hija fuese un monumento viviente de el amor de tu vida perdido no le resultaba nada fácil a Adella.

Un toque en su puerta la hizo despertar de sus sueños, al momento, Lily Bloom se anunció y Adella le ordenó entrar.

Adella estaban en una silla, sentada frente a su tocador y vio a Lily caminar en su dirección. —Quédate ahí. No te preocupes en acomodarte, no duraras demasiado aquí.

Emma hizo una reverencia y agachó su cabeza, —Buenas noches, mi lady.

—Entonces, ¿Qué a sucedido hoy? ¿Notaste algo en esa mujer fuera de lugar?

Emma meneó la cabeza en negación. —Nada interesante, es una completa inepta en cuanto a los protocolos de la nobleza.

—Eso no es muy difícil de deducir.— dijo Adella, girándose hacia el espejo, dónde empezó a acomodar unas ondas de cabello que enmarcaban su rostro. —¿De que a hablado con el Conde?

—Habla muy poco, madame. Él fue el que guío la conversación en su totalidad, hablando de como referirse a los nobles y enseñándole a perfeccionar su reverencia.— hizo una pausa y soltó una risilla —de hecho, al tratar de arremedar a su señoría, a tropezado y cayó sin más al suelo.

Adella sintió una risa al fondo de su garganta pero se la aguantó, con el fin de no perder su gesto autoritario. Pero el solo imaginar la escena, la volvía tremendamente feliz. De hecho, Emma había mentido a medias, Anelise si había tropezado pero no había caído al suelo, Henry la había atrapado justo a tiempo entre sus brazos para evitar aquel suceso.

—¿Qué más? ¿Qué más a sucedido?

—Le a enseñado también el uso de cada cubierto. Tenedores, cucharas, cuchillos…

De hecho, Henry aprovechó las clases para enseñarle a Emma lo mismo que a Anelise. Emma estaba interpretando el papel de dama de compañía y como dama de cualquier noble, debía saber cómo comportarse, desde la manera de dirigirse hasta como comer.

—¿Es todo?

—A dicho que mañana le enseñará los básicos del vals.

—¿Vals?

—Si, mencionó que necesitara saber cómo bailar con el príncipe en un futuro. Ya sabe, por los bailes en el palacio y eso…— Emma trató de lucir lo más ingenua que podía, trató de hacerle creer a la marquesa que todo había Sido inofensivo entre Anelise y Henry.

Adella terminó por ceder a ella y la dejó retirarse.

***

Emma se estaba quedando en la ala sur del palacio, en las habitaciones pequeñas destinadas a los criados. Las damas de las nobles solían tener su habitación contigua a la de sus señoras, pero dado que Anelise no era muy popular entre los monarcas, violaban toda regla cuando se trataba de ella. La habían mandado lejos de Anelise y esto le preocupaba, temía por su seguridad pero no tenía otra opción.

—Miren, es la criada de la perra traidora— un grupo de tres mujeres la recibió fuera de su puerta. Eran más o menos de su edad, con aspecto cansado y poco agraciadas.

Emma no dijo nada. Solo se detuvo frente a ellas esperando a que se quitarán para entrar a su cuarto.

—La visten de seda y con perlas, a la ramera del rey— dijo una de ellas, soltando una risa vulgar.

—Denme permiso— suscitó Emma suavemente. Sabía que se estaban refiriendo a Anelise, sabía que trataban de provocarla pero prefería mantenerse serena.

—Es una vil zorra, peor que la hija de la marquesa. Mucho peor que ella.— una segunda pronunció, — Tú debes ser igual a ella o si no, no te habrían mandado acá abajo.— terminó por acusarla.

—No se de qué me hablan, déjenme entrar y váyanse a dormir. — respondió Emma.

—¡Váyanse a dormir!— repitió la primera mujer —caray, ya a adoptado la actitud de su señora ramera.— las tres mujeres se rieron a carcajadas, — Cree que es la gran cosa y puede andar ordenando por aquí.

—Quizás debamos darle una lección, para que sepa que no es nadie para mandarnos.— la amenazó la segunda mujer.

—No deberían hablar así de Lady Anelise, pronto va a ser nuestra reina.— les recordó Emma.

La tercera, la más joven de todas dijo entre dientes —¿Reina? Yo no serviré a la mujer que vivirá entre joyas y opulencia, todo a costa de la sangre de sus hermanos. ¡Es una ramera!— gritó y al instante sus acompañantes vociferaron insultos hacia Anelise de acuerdo con ella.

—Yo tampoco serviré a esa perra traidora. Esa que se va a casar con el hijo de quien apuñaló a su padre. Hijo de quien cortó la garganta de los príncipes.— concluyó la primera mujer.

Emma vio las cristalinas lágrimas en los ojos de las sirvientas. Se veían heridas, se sentían traicionadas y por la manera en la que se referían a Lady Anelise, Emma no tardó en darse cuenta que le eran fieles en cierto modo a la antigua familia real.

Aparentemente no conocían el contexto de porque Anelise estaba aquí, no como Emma y Henry lo hacían. No podía culparlas por su enojo. Visto de aquel modo y sin saber la verdad, Anelise si parecía la peor de las mujeres.

Por un instante se le ocurrió contarles la verdad. Decirles que era lo que realmente estaba sucediendo. Pero no sabía si eran de verdadera confianza y cualquier paso en la dirección incorrecta podría acabar en un terrible desenlace.

—Eso son asuntos que no nos incumben a nosotras, solo somos criadas.— Emma mantuvo su voz en un tono sereno, tratando de calmar a las mujeres.

—Tú no lo serás por demasiado tiempo— dijo la sirvienta joven. En la penumbra del pasillo, Emma alcanzó a distinguir el brillo de la cuchilla que la criada sacó del interior de su mandil

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