Han transcurrido diez años desde que Rosalí había iniciado a trabajar como sirvienta para los Winston.
No podía decir que le encantará su vida, pero tampoco podía quejarse de ella; tenía un techo donde protegerse, comida y aseo, y gracias al sueldo podía permitirse mantener a su padre con los cuidados necesarios y pagar a una enfermera para que lo atendiera mientras ella trabajaba.
Era debido a su padre que había tenido que abandonar su sueño de seguir sus estudios hasta alcanzar su menta de volverse una mujer de negocios, dueña de su propia mansión y sin nadie a quien obedecer, pero dado que su madre había muerto y luego de ese hecho su padre enfermo gravemente, ella tuvo que dejarlo todo para sacarlos adelante a ambos —tanto a su padre como a sí misma—, por lo que el mejor empleo que había conseguido para mantener a su padre con las comodidades y cuidados necesarios dada su condición fue el de sirvienta en la mansión Winston.
La paga era buena y la casa hermosa, así que realmente no podía sentirse mal con su situación, pero había días en los que era imposible no añorar salir corriendo de ahí y huir a dónde pudiera cumplir sus sueños, pero no eran nada más que divagaciones momentáneas en los ratos en los que podía permitirse a sí misma, en los que no tenía que andar de habitación en habitación, de arriba a abajo limpiando, arreglando o sirviendo a sus amos.
Esas últimas semanas estaban resultando ser las más tediosas en las que principalmente se la pasaba en la habitación de los señores prácticamente a todas horas, junto con otras más de sus compañeras y una doctora y su enfermera acompañante que ahora parecían haberse convertido en parte indispensable de la rutina en la mansión Winston. Resultaba que la señora Winston había enfermado repentinamente el mes pasado; comenzó como algo leve y sin mucha importancia: leves dolores, tos y molestías, pero con forme pasaron los días pareció que empeoraba de golpe hasta el punto en que ni siquiera quería levantarse de la cama y apenas y aceptaba comer, teniendo que aceptar sus alimentos en la cama.
Ese era el motivo por el que ella se la pasaba ahora en la habitación de los amos, limpiando minuciosamente y sirviendo con aún más atenciones a la señora. Era penoso ver a una mujer tan vivas y gentil como ella en ese estado tan miserable.
Rosalí se sintió aún más triste cuando, una noche, bajo la luz tenue de una lámpara, la mujer comenzó a sollozar, pidiendo en susurros que se le hablará a su hijo, que alguien le convenciera de ir a verla pronto; todos intentaban calmarla, diciéndole que su hijo iría pronto, que no se preocupará, pero Rosalí sabía que eso no era verdad, que era muy poco probable que ocurriera tal suceso; lo sabía dada una conversación telefónica que por accidente había escuchado del señor Winston con su unigenito.
En dicha conversación, escucho al señor Winston infórmale a su hijo la situación de su madre y pidiéndole casi como una orden que dejara todo lo que sea que estuviera mantuviendolo lejos y volviera, aunque sea solo para consolar a su madre un tiempo. Sus esfuerzos parecieron en vano, pues luego dejo de lado su autoritarismo y comenzó a pedírselo suplicantemente, pero por su expresión y la forma tan escueta de la despedida, o el desánimo en que cortó la llamada, fueron claros indicadores de la respuesta negativa de su heredero.
El joven Christian no pensaba volver ni aunque su madre estuviera gravemente enferma y lo deseará tanto con la desesperación que un moribundo pide su último deseo. Quizá era así, pues según el diagnóstico de la doctora, no quedaba mucho para que en verdad la pobre mujer los abandonará.
En ese momento, Rosalí pensó que Christian Winston era un hijo malagradecido y recordando al joven de trece años al que había ayudado a hacer las maletas, pensó que pesé a solo haberlo visto esa vez, no habría imaginado que se volvería un hombre rencoroso y cruel con sus propios padres, importandole poco si jamás volviera a ver a su madre.
Mientras bajaba con los platos sucios, pensó en lo difícil que debería ser todo para el señor Winston y lo triste que debería estarse sintiendo, especialmente ahora que parecía que la señora Winston cada vez se negaba más. seguir luchando.
Conforme siguieron pasando los días, la mujer de Winston comenzó a negarse a comer, diciendo que no podía hacerlo, y tampoco quería recibir la ayuda de las nuevas tecnologías, decía que si de todas maneras iba a morir, no valía la pena alargar su sufrimiento por más tiempo. Además de eso, se negaba aún más a hablar con los demás, y solo hacía algo de esfuerzo cuando se trataba de su esposo, pero era claro que ella se había rendido y solo esperaba pacientemente su hora, tan solo añorando ver a su único hijo antes de partir.
Fue en un sábado por la madrugada que la señora Winston dejo el mundo; la primero en saberlo fue una de las sirvientas más antiguas, que no tardó en avisar al señor para que se llamará a la doctora. Nada se pudo hacer por la mujer, que parecía llevar varias horas muerta.
Todo lo demás paso como en un sueño; el funeral, el entierro y el regreso a casa a continuar todo como antes, excepto que nada era como antes, o al menos así lo fue por un tiempo.
El señor Winston estaba tan triste que se encerró en su estudio y se la pasaba bebiendo; fue una tarea ardua para el mayordomo conseguir que comiera pero aún seguía sin lograr que fuera a su habitación a descansar.
La casa se sintió aún más grande de lo que ya era, y fue extraño para todos volver a sus labores de antes sin la presencia carismática de la señora Winston, así como a las sirvientas les costó un par de días para hacerse a la idea de perder las obligaciones que habían estado llevando tras tener que mantener en sumo cuidado por la señora.
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