Capitulo 5

Era un nuevo día en el Imperio de Soler. La emperatriz había tomado una importante decisión el día anterior: elegir a sus concubinos. Entre ellos, se encontraba Calixto Ferrer, hijo del ministro de Guerra.

Calixto Ferrer, de 27 años, poseía una fisonomía corpulenta, era alto, de cabello largo y oscuro. Su aura de peligro lo hacía destacar, siendo todo un chico malo, algo que llamó rápidamente la atención de la emperatriz.

También había seleccionado a Diego Petrov, hijo del duque Petrov. Con 28 años, Diego era igual de atractivo que Calixto. Su cabello ondulado, su sonrisa encantadora, y una mirada profunda que cautivaba a cualquiera, lo hacían irresistible. Abigaíl lo eligió no solo por su belleza, sino también por su astucia. Quería crear un harén que no solo se distinguiera por su belleza, sino por la fuerza y el poder que sus miembros podrían aportar.

Además, había escogido a Damon Salvatierra, de 26 años. A pesar de su rostro angelical, se decía que era un demonio. Su reputación era temida, pero Abigaíl lo eligió por su carácter fuerte y su naturaleza temeraria. Provenía de una familia importante, y eso también jugaba a su favor.

Sebastián Méndez, de 27 años, era otro de los seleccionados. El mejor tirador del imperio, estaba al servicio de Steven, pero Abigaíl tenía planes para alejarlo de su lado.

Gustavo Prieto, de 25 años, era hijo del difunto Conde Prieto. Aunque había tomado el condado por obligación, su herencia era una de las más poderosas en términos de fuerza militar y ganadería. Era un hombre inteligente y apuesto, un aliado valioso.

Bruno Lauren, de 26 años, heredero del Archiducado, también había sido elegido. Su imagen intachable y su seriedad lo hacían destacar, y además, estaba enamorado de Abigaíl desde que la conoció. En su vida anterior, había intentado tomar venganza por la muerte de la emperatriz, pero fracasó y murió. Esta vez, Abigaíl decidió tenerlo de su lado, ya que sus sentimientos hacia ella seguían intactos.

Mateo Gil, de 24 años, era el más joven de todos. Hijo del dirigente del pueblo, Abigaíl siempre había demostrado preocupación por ellos, lo que le permitió ganar su lealtad. Aunque su inclusión no era necesaria, siempre era prudente reforzar esa alianza.

Stefan Gilbert, de 29 años, el rey de los mercenarios, era un hombre imponente. Su título no se heredaba, se ganaba a base de esfuerzo, y su presencia dejaba claro que había luchado arduamente para conseguirlo.

Fabio Sosa, de 26 años, era el hijo menor del marqués Sosa. Artista, bohemio, músico y dueño de algunos de los teatros más importantes del imperio, era un hombre refinado, aunque algo excéntrico.

Finalmente, Maximiliano Ballestero, de 28 años, hijo de un rico duque, había sido elegido también. Su familia era conocida por su fortuna en oro y diamantes, una riqueza que no pasaba desapercibida. A pesar de ser igualmente atractivo, su verdadera fortaleza radicaba en su poder financiero.

Abigaíl no podía esperar para ver la cara de su esposo al enterarse de la elección de sus concubinos. Había enviado cartas a todas las familias informándoles que sus hijos habían sido seleccionados y que la ceremonia se llevaría a cabo en una semana.

Mientras tanto, en la entrada del imperio, llegaban dos carruajes con el escudo de la familia imperial de Barcella, acompañados por más de dos mil hombres a caballo. Los pocos soldados que custodiaban las fronteras se asustaron y rápidamente enviaron a un jinete a avisar al emperador. Uno de ellos, temeroso, se acercó para preguntar el motivo de su llegada.

—Ya mandamos a avisar a nuestro emperador de su llegada.

—Esperaremos aquí hasta que venga mi hermana. Y tranquilo, no tiene por qué estar nervioso. No planeamos atacar, aún —dijo con una sonrisa siniestra, lo que hizo que al soldado se le helara la sangre.

En el palacio, el emperador estaba desayunando en el jardín del harén con sus concubinas cuando llegó un guardia con la noticia. Al escuchar lo sucedido, se exaltó y dijo:

—Maldición, tengo que ir por la emperatriz, ella sola podrá arreglar esto.

—¿Qué sucede, majestad?

—La emperatriz envió una carta a su hermano en Barcella, diciendo que la quisieron asesinar y que la están hostigando.

—Eso… o es mentira, a… majestad —dijo nerviosa una de las concubinas.

—Ya estoy investigando todo igual —respondió el emperador—. Quiero recordarles que la emperatriz es hermana de dos demonios sedientos de sangre, con un ejército diez veces mayor que el nuestro. Así que piensen bien si se les ocurre atacarla o lastimarla. ¿Creen que sus hermanos tendrán piedad de este imperio?

Las concubinas se quedaron en silencio. No hubo respuestas de ellas. El emperador salió apresurado hacia el palacio de la emperatriz.

Cuando llegó, fue guiado por la única sirvienta que quedaba hasta la sala donde ella desayunaba sola. Al entrar, notó que la emperatriz vivía de manera humilde, sin lujos ni ostentación. Solo había dos empleados de confianza y dos guardias. El emperador se quedó sorprendido ante la austeridad del lugar.

—¿Este fue tu plan? —preguntó Steven, observando el entorno.

—Buenos días, alteza. ¿O durmió conmigo? ¿Verdad que no? Entonces, antes de reclamarme, vaya a saber qué —saludó ella de manera irónica.

—Buen día —dijo él, frunciendo el ceño y inclinándose—. Su hermano está acampando a las afueras de nuestro imperio con un ejército. ¿Se puede saber qué le dijo? ¿Por qué quiere atacarnos?

—¿Mi hermano vino? —dijo Abigaíl sorprendida—. No le dije nada, solo que necesitaba su ayuda.

—¿Ayuda para qué?

—Para velar por mi seguridad.

—Creí que solo me amenazabas con traer un ejército. Esto es demasiado. Ve y diles que se vayan, que todo está bien.

—Ja, ja, ja. ¿Y por qué haría algo tan estúpido? Sé que no le importo para nada, pero pedirme que deje que sus concubinas me maten, eso es mucho —dijo, manteniendo su postura desafiante.

—No pongas palabras en mi boca que yo no dije.

—Quedarme desprotegida es lo mismo. ¿Acaso vio en las condiciones en las que vivo? Solo tengo cuatro empleados de confianza y dos guardias. ¿A usted le parece que una emperatriz deba vivir así?

—No se preocupe, mi hermano vino a ayudarme, no a atacar su imperio, quédese tranquilo. Ahora, si me disculpa, voy a buscar a mi hermano.

Se levantó de su asiento y se dirigió hacia la puerta, pero fue detenida por el emperador.

—Yo iré contigo, esposa.

—¿Estás seguro? No garantizo tu seguridad.

—Sé cuidarme solo.

—Perfecto, vamos —respondió ella, con una sonrisa desafiante.

Llegaron a la entrada del palacio y allí se encontraba un carruaje antiguo. La emperatriz miró a un soldado y, con firmeza, dijo:

—Soldado, desmonte y deme su caballo.

El hombre la miró confundido, sin saber qué hacer, hasta que ella repitió con voz más firme:

—¿No escuchó? Su caballo, ahora.

—Sí, Majestad.

—¿Qué haces? —preguntó Steven—. Mande a preparar este carruaje para los dos.

—Ve tú allí, yo no puedo estar en espacios cerrados. Tengo claustrofobia. Te veré en la entrada del imperio.

Sin decir más, se subió al caballo de manera poco femenina para la época, tiró de las riendas y el animal salió disparado en dirección a las puertas del imperio.

Steven se quedó atónito. Se había pasado la vida con ella, pero ahora se daba cuenta de cuán poco sabía realmente. Pensó en su propia desconcierto:

—¿Cómo puedo conocer a una mujer toda mi vida y a la vez no saber nada de ella? ¿Desde cuándo le tiene miedo a los espacios cerrados y cuándo aprendió a montar? Siempre me había pedido que la enseñara, pero por falta de tiempo nunca pude. ¿Pero qué diablos estoy pensando?

—Soldado, deme su caballo —ordenó, mientras subía al corcel.

El hombre obedeció rápidamente y, decidido a alcanzar a la emperatriz antes de que llegara a las puertas, emprendió el mismo camino.

En la entrada del imperio, Gael ya comenzaba a impacientarse. Había pasado más de una hora desde que se le informó sobre la llegada de su hermana.

—¿Y si le hicieron algo mientras no llegaba? —dijo, visiblemente preocupado.

Bastian se acercó a él y, tratando de calmarlo, le respondió:

—Tranquilo, no ha pasado mucho tiempo desde que se le informó de nuestra llegada. Seguramente ya estará en camino.

No pudo terminar su frase, pues en ese momento vieron a una mujer cabalgando a toda velocidad hacia donde ellos se encontraban. Cuando llegó, desmontó rápidamente. Poco después, llegó Steven a su lado.

—¿Hermano? —preguntó la emperatriz.

Gael corrió hacia ella y la abrazó fuertemente, diciendo entre susurros:

—Gracias a Dios estás bien. A ver, déjame verte.

La examinó con la mirada, asegurándose de que no le hubiera pasado nada grave.

—¿Cómo es eso de los intentos de asesinato? —preguntó, con la preocupación aún palpable en su voz.

—Ya me estoy encargando de eso —respondió Steven.

Gael no pudo evitar el gesto de rabia. Se acercó rápidamente y le dio un golpe en la cara a Steven.

Los guardias cercanos, alertados, desenvainaron las espadas y rodearon a Gael, apuntándole directamente.

—¡Bastardo! ¡Te atreviste a engañar a mi hermana!

—Yo no la engañé. ¿De qué hablas? En este imperio es legal tener concubinas para asegurar la descendencia —replicó Steven, tratando de mantener la calma.

—¿Y cuántos hijos ya tienes? —Gael soltó una risa amarga—. Porque, por lo que averigüé, no esperaste ni un mes y ya metiste a esas mujerzuelas en tu cama.

—Tranquilo, hermano, ya ajustaremos cuentas con él después. Ahora lo importante es Abigaíl —intervino Bastian.

—Sí, retiraremos nuestro apoyo y nos llevaremos a mi hermana.

Tanto Abigaíl como Steven quedaron atónitos al escuchar esto.

—Hermanos, si hacen eso, toda esta gente morirá. Saben que, en cuanto salga del resguardo de nuestro imperio, Soler caerá.

Bastian respondió con frialdad:

—Ya no sería tu problema. Si te matan, nos llevaremos a todos y amenazaremos a los imperios que Soler intente aliar. Que el que los ayude se convierta en nuestro enemigo. Y seremos testigos de cómo caen.

—No puedes hacer eso. Muchas personas morirían. Tú eres su emperatriz. No puedes dejar que estos dos hagan algo tan atroz —insistió Steven.

Abigaíl, mirando con desdén, respondió:

—Pero si soy una emperatriz inútil, no creo que noten la diferencia si ya no estoy. Hermanos, dejaré que hagan lo que quieran, solo con una condición: me llevo a mis concubinos. No quiero verlos morir.

Varios soldados y el emperador cayeron de rodillas, suplicando.

—Por favor, emperatriz, tengo una familia numerosa. No haga esto, por favor.

—Emperatriz, yo no sabía de los intentos de asesinato. Me quedaré aquí, en su puerta, cuidando de ustedes. Pero por favor, no nos haga esto.

Steven, con la cabeza agachada, se arrodilló también.

—¿Quería verme humillado? Aquí estoy, de rodillas, pidiendo por mi imperio.

—Levántate —respondió Abigaíl, con tono firme, sin inmutarse—. Y se equivoca, emperador, yo no busco verlo de ninguna manera. Si convenciéramos a mis hermanos, no sería por usted. Lo haría por el pueblo, que no merece sufrir por su culpa ni por la de sus concubinas. Hermanos, no puedo hacer eso. ¿Qué clase de emperatriz sería si dejo morir a toda esta gente?

Bastian se acercó, con un tono aún más sombrío:

—¿Y qué quieres, que esperemos a que te maten?

Gael, con una mirada fría, agregó:

—Si eso llega a pasar, quiero que vengan con todos sus hombres, no dejen a nadie vivo, prendan fuego todo y que de este imperio solo queden cenizas.

Steven los miró horrorizado:

—¿Cómo puedes pedirles algo así?

Gael, sonriendo con malicia, respondió:

—¿Desde cuándo eres tan malvada, hermanita? Tú eras la más tranquila de los tres.

Bastian, relajando la tensión, se acercó a Abigaíl y la abrazó con ternura.

—Ven aquí, peque. Todavía no te he abrazado.

Abigaíl sonrió, aliviada por el apoyo de sus hermanos.

—Bueno, vamos dentro. Quiero que desayunen conmigo, ya interrumpieron mi comida.

Gael, con una sonrisa, dijo:

—Te traje mil hombres de confianza para tu protección.

Bastian agregó:

—Yo otros mil, más sesenta sirvientes de confianza.

Abigaíl asintió, agradecida.

—Gracias, hermanos. Vamos.

Pasaron junto a Steven, quien aún no podía creer lo que acababa de suceder.

—Majestad, debemos regresar —dijo uno de los guardias de Steven.

—Ni una palabra a nadie sobre lo que escucharon aquí —ordenó Steven, aún sin poder asimilar todo lo que había ocurrido.

El viaje de regreso al palacio comenzó, y por las calles de la ciudad, la gente que veía a la emperatriz junto a tan enorme cantidad de soldados de Barcella no entendía qué estaba pasando.

Al llegar al palacio, Abigaíl los condujo hasta su habitación. En el camino se cruzaron con las concubinas del emperador, quienes la miraron con fastidio. Intentaron seguir caminando, pero Gael intervino:

—Qué mal educada está la gente. Hermana, tendrías que empezar a poner disciplina. ¿Cómo puede ser que las remeras del emperador ni siquiera sepan la etiqueta correcta?

Steven, que venía tras ellos, escuchó lo que Gael dijo y respondió con frustración:

—Son concubinas y...

—Pues tendrías que enseñarles su lugar —interrumpió Gael, mirando al emperador—. ¿No querrás que empiecen a desaparecer, no es así?

Abigaíl sonrió de manera intrigante:

—¿En serio? Eso es fantástico.

Steven, exasperado, insistió:

—Abigaíl, tenemos que hablar.

Abigaíl, con un tono suave pero decidido, replicó:

—¿Desde cuándo tanta confianza, emperador? Hoy he escuchado muchas veces mi nombre salir de su boca y no entiendo por qué.

—¿Podemos hablar a solas? —preguntó Steven.

—Será en otro momento. Como puede ver, estoy muy ocupada con mis invitados —respondió ella, sin perder la calma.

Steven apretó los dientes, conteniendo su ira:

—Está bien, más tarde será entonces.

Abigaíl le sonrió gentilmente mientras continuaba su camino junto a sus hermanos y cuñada, quien, en ese momento, aún no estaba presente porque estaba haciendo dormir al niño.

Cuando llegaron al palacio de la emperatriz, los hermanos se miraron entre sí, frunciendo el ceño. El lugar no tenía lujos, no había empleados ni guardias. No dudaban de que su hermana había estado en peligro por la escasa seguridad que había.

—Hermana, ¿por qué no nos contaste cómo estabas viniendo? —preguntó Bastian.

—No quería molestarlos —respondió ella.

—Jamás nos molestaría —dijo Gael, con el rostro tenso—. Yo le dije a padre que no te casara con ese infeliz.

—Yo también me opuse —agregó Bastian—, pero como tú estabas tan enamorada, decidí dejarte ser feliz con él. Ahora, viendo todo esto, me doy cuenta de que lo menos que te hizo fue eso.

Luna, la cuñada, intervino, visiblemente molesta:

—Basta, los dos. Ya ha sufrido lo suficiente nuestra Abi como para que ustedes vengan a recordarle esas cosas.

Bastian miró a la señora Noráis, la jefa de las sirvientas:

—¿Quién es tu sirvienta, hermana?

—Solo tengo dos: Norma, mi doncella, y la señora Tomás, que es la única sirvienta que tengo —respondió Abigaíl.

—Está bien —dijo Bastian—. Ella es la señora Noráis, jefa de las sirvientas que te traje.

Abigaíl asintió.

—Está bien, señora Tomás, por favor, muéstrales el lugar al nuevo personal. Norma, puedes ir a por té y postres para que desayunemos con mis hermanos.

Las mujeres se fueron a cumplir las órdenes y, mientras esperaban el desayuno en la sala, Steven, ya habiendo sido abandonado en los pasillos, fue informado por un guardia que se requería su presencia en la sala del trono.

Estupefacto, se dirigió allí, donde los nobles ya lo esperaban con una lluvia de preguntas.

—¿Emperador, por qué hay un ejército a las afueras del palacio?

—¿Nos van a atacar?

—¿Qué haremos?

Steven levantó la mano y ordenó silencio.

—Esto no hubiera pasado si ustedes no hubieran atentado contra la vida de la emperatriz.

—¿De qué habla, majestad?

—Pregúntenselo a los familiares de las concubinas —respondió Steven con voz grave—. Solo diré una cosa: no piensen que pueden salirse con la suya.

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Comments

Carolina

Carolina

esto es lo que pido cuando digo que quiero hermanos mayores

2025-05-06

3

Cecily~★

Cecily~★

Uyys dale otro! Y otro más!!! 😆✨🔥✊✊✊

2025-04-13

1

Mica Encina

Mica Encina

😍😍😍 necesito un hermano así 🙏🤗🤗🤗

2025-02-26

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