El emperador de Barcella se encontraba en su estudio revisando algunos papeles importantes del imperio cuando un mensajero llegó. El guardia entregó una carta que urgía provenir de parte de su hermana, a quien no veía desde hacía dos años y con quien rara vez mantenía contacto. Tomó la carta y, al leerla, su rostro se tornó furioso. Su pequeña hermana le pedía ayuda, ya que las concubinas de su esposo habían intentado matarla. En la carta, ella también solicitaba protección y personal de confianza, ya que solo contaba con una persona en la que podía confiar. Los demás, temía, podían estar conspirando entre ellos, y en cualquier momento podrían atacarla. Además, mencionaba que ya no podía dormir debido a los constantes intentos de asesinato.
—Capitán, reúna un grupo de dos mil hombres. Viajaré a Soler para proteger a mi hermana. Intentaron matarla, y en su carta dice que ya no puede dormir por el miedo constante a los asesinos.
—Señor, si le hacen algo a la princesa Abigaíl, esto podría considerarse un acto de guerra.
—No se preocupe. Si algo le pasa a mi hermana, no quedará ni cenizas de ese imperio. Además, menciona que las concubinas son las que intentan matarla. ¿Por qué nadie me avisó que ese infeliz se atrevió a serle infiel a mi hermana?
Los consejeros, nerviosos, se miraron entre sí. Muy pocas veces habían visto al emperador tan furioso. Era un demonio que solo podía ser calmado por tres personas: la ex emperatriz, la actual, y su pequeña hermana.
—Técnicamente no sería infidelidad, ya que la concubina...
—Me importa un carajo si es legal o no. Ese bastardo no respetó nuestro acuerdo. Debo viajar ahora. Consejero González se queda a cargo de los asuntos del imperio. Iré a hablar con mi esposa, y partiremos a Soler.
—En seguida me encargaré de lo que me pidió, majestad.
El emperador salió del estudio y se dirigió a su palacio, donde su esposa y su hijo de un año y siete meses lo esperaban. Tomó al bebé en brazos, intentando disimular su furia.
—¿Querido, qué tienes? —preguntó la emperatriz Luna.
—Iremos a visitar a mi hermana. Intentaron asesinarla. Hace un momento recibí una carta de ella en la que decía que las concubinas del emperador intentaron matarla y que no es la primera vez que suceden estos intentos.
—¿Cómo que concubinas? ¿Intentos de asesinato? Dios, pobre Abigaíl. No me imagino lo que debe estar sufriendo.
—Sí, eso es lo que me tiene así. Conociéndola, seguro que esperaba que su esposo la protegiera, pero este último intento la asustó, por eso pidió mi ayuda. No entiendo por qué esperó hasta el último momento. ¿Qué esperaba, que la mataran? Tuvo que habérmelo dicho antes.
—Tranquilo, cariño. Bueno, vamos a terminar de preparar los últimos detalles para nuestro viaje.
—Sí, cariño. Necesitaré de tu compañía. Si llego y me entero de algo más, soy capaz de hacer arder ese imperio.
—¿Le avisarás a Gael?
—No. Mi hermana me pidió ayuda a mí. Como el hermano mayor de los tres, me haré responsable de esto.
—Si él se entera, por otro lado, hará una masacre allí, y sabes que a él nadie lo controla. Escuché que ya volvió de su expedición. Ve e infórmale de todo esto o...
—Está bien, iré.
—Ve ahora, yo me encargaré de todo para nuestro viaje.
El emperador se dirigió en busca de su hermano Gael. Este era el ministro de guerra y comandaba el mayor ejército del imperio. Aunque en la novela se mencionaba poco a Gael, su historia estaba marcada por su muerte antes de Abigaíl, en una emboscada. Debido a su habilidad como guerrero y su naturaleza sanguinaria, representaba una amenaza para todos aquellos que quisieran atacar a Barcella.
Bastian llegó al campo de entrenamiento, donde los hombres de Gael se ejercitaban. En medio de ellos estaba Gael. El emperador se acercó y habló:
—¿Ministro Gael, tendrás unos minutos para tu hermano o es que no me pesaba avisar sobre tu llegada?
Gael levantó una ceja y, después de un breve desafío con la mirada, ambos se abrazaron.
—Hola, hermano. ¿Cómo has estado?
—Bien, lo de siempre. ¿Pero qué sucede? No te veo bien. ¿Hay problemas con el imperio?
—Camina conmigo y te contaré.
Gael dejó su espada y siguió a su hermano. Eran mellizos, y se conocían mejor que nadie. Al ver el semblante serio de Bastian, Gael entendió que algo importante sucedía.
Cuando se alejaron lo suficiente, el emperador habló:
—Se trata de Abigaíl. Intentaron asesinarla, y por lo que dice en la carta, no es la primera vez.
—¡MALDITOS BASTARDOS! ¡SE ATREVIERON A ATENTAR CONTRA MI HERMANITA!
—CÁLMATE. Ya me haré responsable, iré a Soler. Ahora mismo mi emperatriz está preparando todo para nuestro viaje, y ella vendrá conmigo.
—Yo también iré.
—No creo que...
—No te estoy pidiendo autorización. Te estoy informando. Iré a buscar mis cosas.
Bastian no tuvo tiempo de responder, ya que Gael se dio vuelta y se dirigió a su residencia para preparar sus pertenencias.
Bastian solo meneó la cabeza y volvió con su esposa para ayudarla a ultimar los detalles del viaje.
---
En el imperio de Soler, Abigaíl se encontraba en su oficina redactando cartas. Después de finalizar su trabajo, llamó a su personal.
—Listo, ahora sí, señor Milton, ¿puede llamar a todo mi personal, por favor?
—Ya lo hice, majestad. Están esperando afuera.
—Está bien, entonces saldré.
Abigaíl salió y vio alrededor de 70 personas. Se detuvo frente a ellos y habló fuerte y claro para que todos la escucharan.
—Se preguntarán por qué los llamé. Bueno, están todos despedidos.
Los sirvientes quedaron estupefactos. No esperaban que la emperatriz los echara.
—Me cansé de su desfachatez y sinvergüenzadas, de cobrar un sueldo sin hacer su trabajo.
—Disculpe, pero yo sí trabajo.
—Yo también me presento todos los días a mis labores.
—¿Sí? ¿En dónde?
—Con la concubina Sumirá.
—Y yo con la concubina Gretel.
—Y es por eso que ya no tienen trabajo. Ustedes trabajan para mí, la emperatriz, no para una simple concubina.
—Pero...
—Pero nada. Solo tres de ustedes conservarán su puesto. Los demás, vayan a pedirle a las concubinas a quienes servían que les den empleo. Como único acto de misericordia, les pagaré su sueldo hasta el día de hoy, pero eso sí, ya no recibirán nada más de mí. Señor Milton y señora Norma, por favor, pasen y entreguen las cartas de despido y sus respectivos sueldos.
Milton y Norma comenzaron a repartir las cartas y las bolsas con monedas de oro a los sirvientes, quienes salían furiosos hacia el harén. Solo quedaron tres de ellos: el jardinero, un hombre mayor; el cocinero, que era nuevo; y una sirvienta que se encargaba de la limpieza del palacio.
—Como dije antes, ustedes tres se quedarán a mi servicio: el cocinero porque es nuevo, y ustedes dos porque son los únicos que veo trabajar desde que llegué. Aparte de mi doncella Norma y el mayordomo Milton. Les subiré el sueldo, solo pido total lealtad hacia mí.
Los tres sirvientes, emocionados por el aumento de sueldo, agradecieron a Abigaíl, ya que eso ayudaría a sus familias.
—También quiero que cuenten conmigo para todo lo que necesiten. Si están pasando por una mala situación o algún familiar necesita medicamentos o atención médica, solo tienen que informárselo a Milton o a mi doncella Norma, y ellos me lo pasarán. Muchas gracias por su servicio. Pueden continuar con sus labores. Ah, y no se preocupen, pronto volveré a contratar personal para que no se les haga tan pesado seguir trabajando solos.
Los tres sirvientes se inclinaron y salieron con grandes sonrisas en sus rostros.
---
Por otro lado, en la oficina del emperador Steven, un guardia entró.
—Majestad, sus concubinas quieren verlo.
—No puedo ahora, estoy ocupado.
—Majestad, dicen que es urgente. Diez de ellas están aquí.
—¿Diez concubinas? —levantó una ceja y, tras un momento de meditación, respondió—: Déjalas pasar.
El guardia asintió y abrió la puerta para que las concubinas entraran.
—Majestad, no sabe lo que pasó, la emperatriz se volvió loca.
—Sí, majestad, la emperatriz despidió a nuestros sirvientes.
—Majestad, haga justicia por sus pobres concubinas.
—Silencio. Una sola que hable, parecen loros.
Las concubinas fruncieron el ceño, pero decidieron no protestar, ya que su objetivo era que él castigara a la emperatriz.
—Yo hablaré, majestad. La emperatriz despidió a gran parte de los empleados del harén sin avisarnos nada.
—Sí, majestad, nos vinieron a avisar ellos que la emperatriz quería que nos atendieran a ella, si no, nos echarían.
—No entiendo nada. ¿Por qué la emperatriz haría algo así? Bueno, tendré que preguntárselo.
—Sí, majestad, queremos ir con usted.
—Está bien, vamos.
Las concubinas siguieron a Steven hacia la oficina de la emperatriz. Abigaíl estaba revisando algunos futuros candidatos para concubinos.
—Mira esto, Norma, no me digas que no te invita a pecar.
—Ja, ja, ja. ¿Majestad, qué cosas dice? No puedo negar que si tuviera unos años menos, el joven Calixto...
—¿Calixto Ferrer, el hijo del duque? —interrumpió Steven.
Tanto Abigaíl como Norma se asustaron por su llegada tan repentina.
—Majestad —reverenció Abigaíl—. ¿A qué debo su visita y la de todas sus concubinas?
—No me ha respondido. ¿El hijo del duque mandó solicitud para formar parte de su harén?
—No tengo por qué responder. Pero sí, él, junto con varios nobles más, han enviado solicitud. Tengo una duda, ¿hasta cuántos concubinos puedo tener?
—Hasta... —empezó Norma a responder, pero Steven la interrumpió.
—No respondas. Todo el mundo fuera. FUERA.
Las concubinas se retiraron rápidamente de la habitación, mientras Abigaíl miraba al emperador con una sonrisa contenida.
Todos los presentes salieron del lugar. Las concubinas, sorprendidas, no sabían que la emperatriz tomaría concubinos. La envidia las consumió, especialmente al enterarse de que uno de esos era el apuesto joven Calixto Ferrer. Varias de ellas se llenaron de rabia.
En el despacho, el emperador se acercó a Abigaíl, le tomó del brazo, ejerciendo un poco de fuerza y dijo:
—¿Qué quieres conseguir con esto? ¿Qué yo tenga celos de ti? Bueno, listo, querías mi atención, la tienes, pero...
—¿Qué? Vaya ego tienes, amigo, pero ya mismo te bajo de un golpe —respondió, zafándose de su agarre y mirándolo furiosa por la marca roja que le dejó en el brazo. El dolor lo quemaba, y probablemente quedaría una marca—. No sé qué te pasa, ni me interesa saberlo. Pero ya basta, si me vuelves a tomar así... te corto la mano.
—Ja, ja, ja... ¿tú qué harás?
—¿En serio quieres saber lo que puedo hacer, emperador? Te lo dije antes y te lo repito: no soy la Abigaíl que tú conocías. A mí me respetas.
El emperador tragó en seco. Nunca en su vida había sentido tanto miedo como en ese momento.
—Está... bien. Suéltame. No te vuelvo a tocar. Pero... suéltame.
—Ja, ja, ja, ¿no que muy marchito, eh? Gallina —se burló, mientras lo soltaba y caminaba hacia su asiento—. Está bien, ya lo solté. ¿A qué debo su visita, majestad?
El emperador seguía sin recuperarse del susto, pero intentó mantener la compostura.
—¿Por qué le quitaste las sirvientas a las concubinas?
—Yo no les quité nada.
—Ellas dicen que tú...
—Hágalas pasar.
El emperador abrió la puerta y dijo:
—Entren.
—Majestad, ¿se siente bien? Está pálido.
—Estoy bien.
Abigaíl se giró hacia las concubinas.
—Me informó el emperador que dicen que yo despedí a su personal.
—Si no lo niega...
—No, yo no despedí a su personal, despedí al mío. Eché a todos los empleados de mi palacio que claramente no trabajaban para mí.
—Mentira. Esos empleados eran nuestros. Exigimos que los devuelvan a sus puestos de trabajo.
—Perfecto, ¿cuánto le descuento de su mesada?
—¿Qué?
—¿Cuánto le saco de su mesada para pagarle a los nuevos empleados?
—Nada. Páguelo de los fondos del imperio. Yo no sé, pero mi mesada no.
—Ja, ja, ja... Ya veo que no las elegiste por su cerebro, majestad —dijo con sarcasmo, mirando a las concubinas—. Sumirán el harén con 20 empleados fijos, cinco para cada una de ustedes y diez más para los jardines. Si quieren más, tendrán que pagarlo de su mesada. Los empleados anteriores los pagaba yo, porque al parecer ellos cobraban lo que yo les pagaba, pero trabajaban para ustedes. Como yo contrataré personal nuevo que me sea leal, tuve que echar a los otros. Pero si quieren que los vuelva a contratar, díganme cuánto les quito a cada una de su mesada para volver a traerlos. Porque su presupuesto para personal y mantenimiento ya sobrepasó el monto estipulado. Y ya no se puede seguir sobrepasando más.
Las concubinas se quedaron en silencio, furiosas. No podían creer que esta mujer las estuviera tratando de esa manera. Una de ellas miró al emperador y dijo:
—¿Emperador va a permitir esta humillación?
—Sí, emperador, haga algo. No puede dejar a sus esposas sin personal.
—¿Emperatriz, no puede hacer algo? —respondió el emperador.
—Revise usted mismo los gastos mensuales del harén —respondió Abigaíl, mientras le pasaba un papel y sonreía al ver su cara de susto—. Tener muchas esposas sale caro, majestad.
El emperador observó los números con sorpresa.
—¿Pero qué es esto? ¿Cómo puede ser que gasten tanto en solo un mes? Con ese dinero, yo alimentaría a tres ejércitos.
—Por eso le digo: ya no va a haber más crédito para sus concubinas.
—Quiero que haga un informe detallado por mes de cada gasto y, si sobrepasan el gasto, se los descontaré a todas de su mesada. ¿Queda claro?
Las concubinas no tuvieron más opción que bajar la cabeza.
—Ahora vuelvan al harén —les ordenó el emperador.
Tanto él como las concubinas salieron del despacho, dejando sola a Abigaíl, quien suspiró.
—Ah... esto sí que es cansado —murmuró. Se acomodó en su asiento y luego sonrió—. Bueno, sigamos viendo bomboncitos. Obvio que el hijo del duque está dentro. Será divertido molestar un poco al emperador...
***¡Descarga NovelToon para disfrutar de una mejor experiencia de lectura!***
Updated 53 Episodes
Comments
Claudy
en serio nadie se lo dijo antes 😂😂😂
2025-02-12
7
Claudy
pobre Bastian, en poco tiempo se quedaba sin hermanos en la novela original
2025-02-12
3
Claudy
ya siento que amó a este Hermano
2025-02-12
5