**En el harén del emperador.**
El emperador entró en la habitación y observó que la tercera concubina, Silvia, vestía un ropaje y joyas de mucho mejor calidad que las demás. Aunque normalmente no se fijaba en esos detalles, algo en la escena le hizo sospechar.
—Es un honor tenerlo en mis aposentos, emperador. Me tenía un poco olvidada —dijo Silvia, con un tono nervioso.
—¿Olvidada? No lo había notado. Sin embargo, no he venido con ese fin —respondió él, recorriendo la habitación con la mirada hasta detenerse en ella—. He encontrado algunas irregularidades en tus gastos este mes y en los anteriores.
Silvia se puso nerviosa.
—¿Irregularidades? No sé de qué habla, emperador. Yo gasto lo mismo que las demás concubinas. Si lo dice por todo lo que ve aquí, son obsequios de mi padre.
—No sabía que al conde le estaba yendo tan bien como para comprar las mismas sedas que usan el emperador y la emperatriz para sus vestimentas.
Silvia, visiblemente alterada, intentó defenderse.
—Mi padre, a pesar de ser un conde, es un hombre muy rico y...
—Basta —interrumpió él—. Si me lo hubieras pedido, yo te lo hubiera dado, pero robarme... Robarle al imperio es inaudito.
—¿Qué dice, majestad? Yo nunca...
—¿Vas a seguir mintiendo? Basta con mirar todo lo que hay en esta habitación para saber de dónde vino a parar todo lo que tu padre robó.
—¿Qué? No, majestad, esto es un error —se arrodilló y se sujetó de su pierna—. Por favor, créame, mi padre jamás haría algo así.
—La emperatriz volvió a sus labores y descubrió el faltante que había...
—¿La emperatriz? Eso es mentira, majestad. Ella está resentida conmigo porque piensa que yo la envenené. Seguramente está tratando de inculparme a mí y a mi familia. Por eso no le crea, emperador.
—¿Entonces lo del veneno también fuiste tú?
—¿Qué? No, yo...
—¿Cómo es posible que la emperatriz te culpe de algo que nadie más sabe? Este caso lo manejó con tanta discreción que ni a mí me informaron de lo sucedido, hasta que ella me lo contó esta tarde.
De repente, tres soldados entraron en la habitación y se inclinaron ante el emperador.
—La tercera concubina queda bajo arresto, por robar al imperio junto con su familia, a espera del juicio. Quiero que revisen cada rincón de esta habitación. Busquen venenos. También está sospechosa del intento de asesinato de la emperatriz.
Los soldados arrastraron a Silvia hacia los calabozos, dejando a uno de ellos para requisar la habitación.
Mientras esto ocurría, Abigaíl (Luciana) estaba en su habitación disfrutando la comida que Norma le había traído.
—Norma, esto está realmente delicioso —comentó Abigaíl.
—Oh, majestad, le daré mis felicitaciones a su nuevo cocinero —respondió Norma.
—¿Nuevo?
—Sí, el emperador mandó investigar las causas de su envenenamiento, y resultó que su cocinero aceptó un soborno para envenenarla.
—¿Y qué pasó?
—El emperador se enojó, lo castigó con 100 azotes y contrató a otro, quien presenció el severo castigo.
—Humm... interesante. Otra pregunta, ¿por qué, aparte de ti, no tengo más sirvientas?
Norma miró hacia otro lado, nerviosa.
—No sé...
—Norma, vamos a dejar algo claro. No me gustan las mentiras. Si quieres seguir trabajando para mí, sé honesta y háblame con la verdad y completa libertad.
—Sí, majestad. Usted sí tiene sirvientas, pero las concubinas las tienen trabajando para ellas, como la mayoría del personal en este palacio.
—¿Robaron mi personal?
—Algo así. Ellos se fueron por su cuenta, es mejor trabajar para las favoritas del emperador que para una emperatriz abandonada por su esposo y maltratada por ellas. Perdón, majestad, me sobrepasé.
—No está bien. Bueno, parece que tendremos que hacer recorte de personal y contratar nuevo.
No pudieron seguir hablando, ya que un guardia tocó la puerta de la habitación.
—Majestad, el emperador está aquí.
—¿Y este qué quiere ahora? —dijo Abigaíl con fastidio.
—Majestad, creo que tiene que atenderlo. El emperador jamás viene aquí, debe ser algo importante.
—¿No podía venir mañana?
—Majestad...
—Está bien. ¡YA VOY!
Abigaíl se levantó y, mientras se dirigía a la puerta, le dijo a Norma:
—No retires mi comida, que todavía me queda mucho.
Norma asintió y Abigaíl salió de la habitación. Al llegar a la sala, vio al emperador sentado en uno de los sillones.
—¿A qué debo su visita, majestad? —dijo, mirándolo con fastidio.
El emperador la observó, intentando descifrar su actitud. No entendía por qué se comportaba de esa manera, pero ya comenzaba a molestarle.
—¿Le hice algo?
—¿Disculpé?
—Abigaíl, pareciera que estás enojada o ofendida por algo.
—No, emperador.
El emperador esperó a que ella dijera algo más, pero solo pronunció esas cortas palabras. Suspiró.
—Está bien. He venido a decirte que ya encontré a la culpable de envenenarte y que mandé a encarcelar a la familia del conde por robar fondos.
—Si eso es todo...
—¿Me estás echando? Pensé que me invitarías a comer.
—Yo ya cené, y como bien sabe, aún me estoy recuperando de mi intento de asesinato. Agradezco su preocupación, pero no era necesaria. Si eso era todo, cuando salga, no olvide cerrar la puerta.
Abigaíl hizo una reverencia y dejó al emperador allí. No tuvo tiempo de escuchar su respuesta, ya que se había ido antes de que pudiera replicar. El emperador iba a seguirla, pero pensó: *¿Qué rayos? No, calma. Ella lo que quiere es que la siga. Te tengo. Así que quieres jugar, ¿eh? Bueno, juguemos, pero en mis términos.*
Salió y se dirigió al harén, pasando la noche con dos de sus concubinas.
Al día siguiente, Norma llegó a la habitación de Abigaíl con una cubeta de agua. Al entrar, ya la encontró levantada, haciendo unos ejercicios extraños.
—Buenos días, Norma.
—Majestad, ¿qué hace tan temprano levantada?
—Temprano era a la hora que me levanté. Prepárame el baño mientras termino esta serie de ejercicios y luego dile al cocinero que me agregue tres huevos al desayuno. Este cuerpo no tiene nada de masa muscular y necesito ejercitarlo.
Norma no entendía nada. Su emperatriz nunca se había preocupado por su físico. Era delgada, delicada y bellísima, pero nunca había mostrado interés en ejercitarse. Dejó de pensar en eso y fue a hacer lo que le pidió.
—Sí, majestad, enseguida.
Abigaíl pensaba para sí misma: *Si ya intentaron envenenarme, seguramente lo intenten de nuevo. No puedo permitirme estar fuera de estado. Necesito entrenar duro este cuerpo.*
—Majestad, ya está listo su baño. ¿Quiere que la ayude?
—Te agradezco, pero puedo sola. Gracias. Ve a hacer lo que te dije. Cuando salga, desayunaré y luego iremos a la reunión.
—Claro, con su permiso.
Después de media hora, Abigaíl salió del baño y buscó qué ponerse. Había un vestido más horrible que otro, hasta que encontró uno de su agrado: color burdeos, con unos moños al frente.
Se lo puso y salió.
Desayunó y, cuando llegó el momento, se dirigió a la sala del consejo, dejó su formulario y tomó asiento. Esas reuniones le parecían muy aburridas. Allí discutían diversos temas: construcciones de centros de salud, caminos, puentes, cada noble exponía su problema o lo que querían mejorar, y luego votaban a favor o en contra. Abigaíl ya se estaba quedando dormida hasta que…
—El siguiente tema a tratar es… —el hombre tomó el formulario y leyó en voz alta—: Los concubinos para la emperatriz.
Los nobles de la corte quedaron en silencio por un momento hasta que el que dirigía la reunión habló.
—Emperatriz, exponga su caso. ¿Por qué ahora sí quiere concubinos?
—Porque han atentado contra mi vida en más de una oportunidad.
—¿Cómo es eso posible?
—Es una acusación muy seria, majestad. ¿Tienen pruebas?
—Yo no, pero el emperador sí. Su tercera concubina me envenenó, y gracias a que el médico real actuó rápido, hoy me encuentro con ustedes. Temo por mi vida, por eso quiero tener a mis concubinos a mi disposición.
—¿Y por qué no más guardias?
—Porque, así como los empleados de mi palacio me abandonaron y sirven a las favoritas del emperador, por creer que es una vergüenza servir a una emperatriz olvidada por su esposo, los guardias podrían pensar lo mismo y dejarme a mi suerte. En cambio, mis concubinos serán mis esposos, y ellos me protegerán con su vida.
Hubo un silencio enorme. Nadie decía una palabra hasta que el emperador habló.
—¿Cómo es que no sabía todo esto?
—No lo sé. Tal vez la gente que lo rodea no pasa mis recados. Y como usted jamás tiene tiempo para mí… bueno, nunca podemos hablar de estos temas. Pero no se preocupe, emperador. Con los concubinos, usted ya no tendrá que velar por mi seguridad y solo tendrá que verme el día del mes estipulado.
La sala estaba atónita. Sabían que el emperador no tenía tiempo para su emperatriz, pero jamás creyeron que las cosas entre ellos estuvieran tan mal. Todos volvieron a poner atención a la emperatriz cuando ella habló nuevamente.
—Además, esta mañana mandé una carta a Barcella. Le pedí a mi hermano, el emperador, un ejército de mil hombres para que cuidaran de su princesa. Creo que esa gente que quiere acabar con mi vida olvida que no soy un don nadie. Vengo de un imperio militar cinco veces mayor a este, con una fuerza militar muy grande. No deberían seguir subestimando a su emperatriz, porque… ¿qué piensan que hará mi querido hermano cuando se entere de todas las cosas que me han hecho en este tiempo?
Hablaba con una sonrisa cálida, pero sus palabras claramente fueron una amenaza para todos los nobles presentes, que estaban planeando derrocarla. Estas palabras provocaron un escalofrío en las espaldas de más de uno, hasta que un noble habló.
—¿Emperatriz, nos está amenazando?
—¿Usted intentó atentar alguna vez contra mi vida?
—Por supuesto que no.
—Entonces, puede dormir tranquilo.
—Silencio, por favor —dijo Steven—. Nos estamos desviando del tema original: los concubinos de la emperatriz. Por mi parte, los apruebo. Si eso hace estar más segura a la emperatriz, los que estén a favor…
Todos levantaron las manos. Ninguno se opuso. Abigaíl sonrió gentilmente.
—Gracias por preocuparse por mi seguridad. Cualquiera que quiera formar parte de mi harén tendrá que enviarme sus datos y un retrato.
—¿Alguna cuestión más a tratar?
—No, majestad.
—Perfecto, todos pueden retirarse, excepto la emperatriz. Tengo algo que hablar con usted.
Asintió, y los nobles se fueron, uno a uno. Los que intentaron deshacerse de ella se marcharon con un gran sentimiento de rabia, ya que tuvieron que aceptar que la emperatriz formaría su propio harén.
Una vez que quedaron a solas, el emperador fue el primero en hablar.
—¿Fue necesario la amenaza?
—No entiendo de qué habla, majestad.
—No te hagas la tonta. Acabo de comprobar que de tonta no tienes nada.
—Está bien, seré sincera. Sí fue necesaria. Muchos nobles quieren matarme para poner en mi lugar a alguna de sus hijas. La tercera concubina no fue la única en atacarme, pero sí fue la primera en la que usted pudo encontrar pruebas para inculparla.
—¿Por qué no me avisaste de esto antes? Yo…
—¿Qué? ¿Me hubiera protegido? Vamos, emperador, seamos honestos. ¿Cuántas veces he pedido hablar con usted y se me ha negado? Ya no esperaré nada más de usted. Podemos gobernar este imperio juntos, pero a la vez separados. Usted por su lado, yo por el mío. ¿No es eso lo que siempre quiso?
—No sé qué te pasó, pero yo nunca quise…
—¿Llegar a esto? Pues morí. La Abigaíl que usted conoció ya no existe. Esta que tiene enfrente es una mujer renovada que no va a esperar a que usted la visite dos horas al mes. Esta mujer tiene amor propio y ya no siente ni la más mínima sensación de amor o cariño hacia usted. Así que, como lo nuestro no se puede deshacer, tendremos que gobernar juntos hasta que la muerte nos separe. Ustedes podrán seguir teniendo sus amadas concubinas, y yo tendré a los míos.
Steven quedó de piedra. Nunca pensó escuchar hablar así a Abigaíl. Tenía razón en algo: la mujer que tenía frente a él ya no era la misma. Cuando recobró la compostura, dijo:
—Sabes bien que necesitamos un heredero.
—Cuando llegue el momento, lo tendremos. Mientras tanto, cada uno hace su vida como mejor le plazca. Ah, y lo que dije no es mentira. Le envié una carta a mi hermano, contándole toda mi situación y pidiéndole esos hombres y la servidumbre de su confianza. Este lugar está lleno de ratas, no confío ni en usted. Si me disculpa, tengo que hacer limpieza en mi palacio.
Abigaíl salió de la sala dejando al emperador en blanco. No sabía qué creer, qué hacer. Ella claramente había dado un giro a su vida y le dejó claro que solo tendrían contacto por el imperio. Una vez recobró la compostura, dijo en voz alta:
—Ay, Abigaíl, no sabes con quién estás jugando. Dejaré que hagas tus movimientos, y luego jugaré yo. Veremos, querida esposa, quién sale perdiendo en todo esto.
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Comments
Nohe
Sip, vas a jugar con ella y ten por seguro de que ella NO SERA quien va a perder 👀
2025-03-29
3
Martha Padilla
Otra foto que no se puede ver 😬😬😬
2025-03-06
2
Claudy
tan rica que estaba la comida y a este se le ocurre a parecerse y arruinalrle la cena a uno
2025-02-12
4