07

—¡Papá…! —reprendió Benjamín al señor

Gerald, que se encontraba sentado, reclinado ligeramente en el sofá de la sala

que daba al gran ventanal, dejando a la vista el amplio jardín de Elena.

—Benjamín, entiende que su madre estaba

devastada al saber que su hijo sería expulsado del colegio más prestigioso de

América. Ella prácticamente me rogó para que le diera otra oportunidad y lo

hice, además no sería la primera vez —explicó el hombre masajeando su

entrecejo. Se enderezó y tomó la taza de café que reposaba en la mesita al

costado del sofá color blanco. El olor amargo y reconfortante del café negro,

llenó de buenos recuerdos a Gerald, quien no tardó en darle un sorbo.

Benjamín resopló dándose por vencido y

luego giró para ir a su habitación.

—Él solo se buscó eso —refunfuñó Benjamín,

subiendo las escaleras. Su padre lo escuchó y no pudo evitar darle un pequeño

consejo a su hijo.

—Todos merecemos segundas oportunidades.

—Sonrió el mayor, provocando que las arrugas de su rostro se acomodaran

alrededor de aquella sonrisa honesta y chueca. Dejó la taza y se puso de pie

para pararse en frente del ventanal, admirando los colores radiantes de tan

majestuoso jardín.

Benjamín lo miró y forzó una sonrisa porque

él no lo creía así. No pensaba que las personas pudiesen cambiar y por eso no

se merecían segundas oportunidades, ni siquiera él.

Subió a su habitación y se tiró sobre la

cama de dos plazas que estaba adornada por unas sábanas color grises y azules,

tal y como le gustaba a Benjamín. Acomodó su rostro en la almohada y empezó a

dudar de si ir o no a la fiesta de Jonathan, pues muy probablemente ahí estaría

Edgar y él no tenía ganas de verlo.

Miró a su alrededor, buscando algo sin

saber qué, tal vez una respuesta. Pasó sus ojos por el escritorio en donde

reposaban cuadernos, hojas y su computador portátil, la biblioteca con los

libros bien acomodados, sus pósteres de bandas y series favoritas distribuidos

por las paredes color azul adornadas por elegantes focos. También se encontró

con su área recreativa en donde pasaba el tiempo con sus amigos; tenía sillones

de diversos colores, la televisión, las consolas y los mandos dispersos por la

alfombra gris, además de su computadora con la pantalla en negro.

Se giró para mirar el techo y comenzó a

tararear una de sus canciones favoritas, de hecho, la que siempre lo hizo

sentir como un polvo que se dispersaba por el espacio sin rumbo para luego

desvanecerse y volver a la realidad. Era amargamente hermosa.

(…)

Con la decisión tomada, Benjamín abrió su

armario; todo se encontraba bien acomodado, el príncipe dejaba todo arreglado,

odiaba el desorden. De la parte superior, deslizó una caja que contenía ropa

que no usaba, incluso los disfraces.

—Bien… —Suspiró y bajó la caja hasta su

cama. La abrió y, no muy abajo, se podía divisar un traje verde claro—.

Agradezco a mi altura por no haber crecido nada durante estos dos años. —El

príncipe se burló de sí mismo y sacó el tan ansiado disfraz.

Primero se lo probaría por las dudas, así

que prosiguió a sacarse la chaqueta que llevaba puesta y luego comenzó a

vestirse.

Sin embargo, había un pequeño problema: no

llegaba a subirse por completo el cierre.

—¡Mamá, necesito ayuda con el disfraz!

—pidió Benjamín a gritos mientras intentaba subirse el cierre del atuendo verde

y su ansiedad aumentaba.

Elena entró a la habitación de su hijo y se

acercó a él conteniendo la risa.

—¿Irás con esto? Pensé que lo odiabas

—comentó la mujer mientras subía el cierre con cuidado.

—Sí, este es el disfraz ideal para esa

fiesta y no es que lo odie, simplemente no es algo que usaría para ir a clases

—aclaró Benjamín y soltó un gran suspiro, mirándose en el espejo de cuerpo

entero que estaba al lado de su armario—. Sigo viéndome como un niño… gracias

mamá. —Soltó con una sonrisa de oreja a oreja y Elena rio por el comentario.

Ella salió dejando al chico solo para que

terminara de arreglarse. Benjamín suspiró y se sentó en su cama, estaba aún

indeciso.

La fiesta era de Jonathan, el hermano menor

del exnovio de Beth y no sabía si asistir podría causar problemas. Por otro

lado, no asistir dejaría muy mal visto los modales de la familia Fox, por lo

que, para Benjamín, era todo un dilema.

Pero tampoco podía dejar plantados a sus

amigos, así que se puso de pie y corrió al baño. No obstante, volvió a salir en

busca de su madre para que lo ayudara una vez más.

(…)

Erika corría por toda la casa, subía a la

azotea y bajaba hasta el sótano para poder encontrar su disfraz de langosta.

—Debí buscarlo antes… —sollozó la muchacha

sacando (otra vez) toda la ropa de su armario—. Tiene que estar en algún lugar

—gruñó desparramando las prendas por toda la habitación.

El golpeteo de la puerta al abrirse hizo

que Erika levantara la vista para ver quién había ingresado y era su nana,

Silvia, una mujer de cabellos canosos atados en una coleta, ojos color verde y

una sonrisa que siempre tenía pegada a su avejentado rostro. Silvia llegó con

una percha en su mano y la dejó sobre la cama de Erika.

—¿Es eso lo que creo que es? —preguntó

Erika, mirando a la señora que simplemente sonrió aún más, dándole a entender

que era justamente lo que ella creía.

Entonces, Erika, de la emoción, saltó sobre

Silvia apretándola, pero sin lastimarla.

—¡Gracias, gracias, gracias! —gritó Erika,

sin dejar de abrazar a su tan querida nana.

—Es un placer, señorita Erika —habló Silvia

por primera vez.

—Oh, por Dios, ¿dónde estaba? —preguntó

Erika un poco ansiosa y despegándose de Silvia.

—En mi cuarto. Usted lo dejó ahí después de

usarlo porque no tenía espacio en su armario —explicó la nana. Los ojos de

Erika brillaron ante las palabras de Silvia, pues no estaba mintiendo.

—¡Es verdad! —exclamó la joven y sus ojos

delataban honestidad pura. Silvia sonrió y se retiró, no sin antes despedirse

de su pequeña.

Erika cerró cuidadosamente la puerta de su

habitación y miró con detenimiento el atuendo rojo, pero su celular la

interrumpió. Dejó el disfraz sobre una silla que se encontraba al lado de su

armario y corrió en busca del celular que no dejaba de sonar.

Lo sacó de su mochila y contestó la llamada

de Lucien.

—¡Lucien, encontré el traje! —gritó,

interrumpiendo a Le Brun.

El francés suspiró al otro lado de la

línea.

—Me parece perfecto —agregó Lucien. Su voz

sonaba seria y molesta.

—¿Qué sucede? —preguntó, en un tono muy

bajito, Erika.

—No puedo usar el disfraz por dos razones;

primera: odio las zanahorias, ¿por qué tengo que ser una maldita zanahoria?,

segunda: no me queda —protestó el muchacho con un notorio enojo. Erika rio.

—¿Cómo hiciste hace dos años? —inquirió

Schelling, tirándose sobre su cama.

—Ay… eso fue diferente. —Lucien suspiró y

prosiguió—. Benjamín me convenció a cambio de una bolsa de papas fritas

—explicó orgulloso el francés.

—¡Oh, por Dios! —exclamó la chica—.

¡Ustedes jamás me contaron eso! —reprochó ofendida—. ¡Y eres muy fácil de

sobornar, Lu!

—¡Eso es mentira, un paquete de papas es EL

paquete de papas! —se defendió Le Brun.

—¡Uhg, está bien! —Soltó molesta la joven—.

Dejemos ese tema para otro día, ahora concentrémonos en tu disfraz —propuso

Erika, ya un poco calmada.

—Tengo varios disfraces; de conejo, gato,

león, oso… —comentó el francés.

—Bien… usa el de conejo. Le avisaré a

Benjamín —decidió Erika, mirando al techo.

—El de conejo entonces —agregó Lucien y

cortó la llamada.

—Nunca se despide… —Suspiró y se sentó.

Miró al lugar en donde reposaba el disfraz que utilizaría esa noche.

(…)

—No pienso armar un alboroto… —Suspiró

Lucien. Estaba discutiendo con su padre porque, el hombre, no quería que fuese

a la fiesta de Jonathan.

—Eso no es lo que me preocupa. —Soltó con

fastidio el excelentísimo y estricto Conde Bastian Le Brun, padre de Lucien, un

hombre alto de rasgos bien definidos, cabello castaño y ojos de un verde

profundo. Su madre, la Condesa Corinne Le Brun se encontraba sentada hojeando

unas revistas y escuchando la discusión, pero sin intervenir.

—Nunca te conformas con nada —murmuró

Lucien. Sus manos temblaban de la impotencia y miró al suelo evitando el

abrumador enojo de su padre.

—¿Por qué agachas la cabeza para murmurar?

Si tienes algo que reprochar, hazlo mirándome a los ojos, Lucien —sentenció

Bastian y acomodó su corbata esperando la respuesta de su hijo. Siempre era

así. Lucien asintió y se paró derecho para mirar fijamente a su padre y tomó

aire antes de hablar.

—N-nunca te conformas con nada, ni siquiera

conmigo. —La sola mirada de su padre hizo que Lucien se arrepintiera al segundo

de haber dicho eso. Quiso ser una tortuga en ese momento, solo para poder

esconderse dentro de su caparazón y evitar los golpes de su padre.

Bastian levantó su mano y golpeó a Lucien,

este lo recibió sin chistar y no bajó la mirada. Ambos se miraron hasta que una

voz femenina, suave y dulce los interrumpió.

—Es suficiente —intervino Corinne,

levantándose y mirando a su marido—. Deja que vaya a esa absurda fiesta.

Entiendo que no quieras que se involucre con los Guess, a mí tampoco me gusta,

pero no puedes retener a Lucien toda la vida, Bastian —explicó la mujer con esa

tranquilidad que tanto la caracterizaba. Bastian bufó y se acomodó el saco para

luego encarar a Lucien.

—Sí, puedo y lo haré si es necesario

—refutó Bastian—. Escúchame Lucien, si llegas a ir a ese dizque fiesta vas a

tener serios problemas —informó el hombre encolerizado. Miró a su esposa y

luego salió de la sala.

—No cambiará nunca… —comentó Corinne y

suspiró. Se acercó a su hijo y acarició su cabeza.

—He hecho todo lo me pidió y aun así no

puede estar orgulloso de su hijo. Es patético —aclaró Lucien y alejó la mano su

madre—. Y no vuelvas a tocarme —ordenó, mirándola con repulsión. Corinne lo

miró con sorpresa, aunque no era la primera vez que Lucien la rechazaba.

—Lucien… hijo… —farfulló la mujer ante el

rechazo de su hijo. Ella intentaba tener de nuevo a su pequeño hijo, aquel niño

que jamás la haría a un lado así, el niño que no tuvo que sufrir por lo que

ella había hecho.

—Yo no soy tu hijo. —Soltó Lucien y no

vaciló al decirlo, y luego salió dejando a su madre sola, con una pena que

crecía más y más en su corazón.

Lucien cerró la puerta de su habitación y

suspiró tratando de relajarse. Fue al baño en donde revisó su rostro, tenía la

mejilla colorada, lo que no era raro, puesto que la bofetada de su padre no fue

para nada suave.

Todo su enojo volvió y golpeó el espejo que

se partió fácilmente. Sus nudillos sangraron, pero eso no lo detuvo y

arremetió, una y otra vez, contra el espejo y la pared.

Se detuvo cuando escuchó suaves golpes en

la puerta y seguido de eso se escuchó la voz del mayordomo, Norman.

—Joven Lucien, la merienda está servida. Su

madre lo espera abajo —informó el hombre. Lucien salió del baño y se acercó a

la puerta, harto de que llamaran a esa mujer, su madre. Caminó hacia su

escritorio buscando calmar la tempestad que se formaba dentro de él, pero

estaba cansado de que siempre fuese igual.

—¡Ella no es nada mío! —gruñó entre

sollozos, desparramando todos los libros de su escritorio. Respiró agitado y

abrió la puerta encontrándose con el mayordomo y su mejor amigo. Lucien lo

abrazó y susurraba genuinos “lo siento”. Norman correspondió el abrazo y

acarició la cabeza del chico que lloraba en su pecho.

—Tenemos que desinfectar esas heridas

—habló Norman, sonriendo. Lucien asintió mientras limpiaba su rostro con las

mangas de su campera.

(…)

—Norman… ¿Qué pasaría si un día

desaparezco? —murmuró Lucien, observando su mano siendo vedada—. ¿Crees que

Bastian me buscaría? —preguntó y sintió como su corazón se encogió.

—Yo sin duda alguna iría en su búsqueda,

joven Lucien —respondió Norman, cortando las gasas y colocando otra venda—.

Pero usted ya sabe eso, ¿verdad? —Sonrió, aunque debido a que tenía su cabeza

agachada, Lucien no lo notó.

—Uhg… —se quejó Lucien al sentir la presión

en sus lastimadas manos—. Voy a tener llamar a Kristine para que arregle mi

habitación. —Norman lo miró, luego de dejar sus manos bien curadas y sonrió.

—La señorita Kristine está de viaje en

China —informó, tocando suavemente la mejilla de Lucien—. ¿Le duele? —preguntó

al percatarse de la mueca que hizo el joven.

—Un poco. Es probable que ya esté acostumbrado…

—se lamentó e intentó sonreír, pero no pudo.

—¿Cómo están las heridas de su espalda?

—preguntó, angustiado el hombre mayor. Lucien cerró los ojos y soltó un

suspiro.

—Ya no duelen, pero dejarán cicatrices…

—explicó en voz baja mientras se daba vuelta. Se quitó la campera y desprendió

la camisa para que Norman pudiese ver su espalda.

—Están algo rojas —comentó, tocando las

cicatrices que cubrían gran parte de la espalda de Lucien—. Le pondré un

ungüento. —Norman tomó el botiquín y sacó un frasco verde. Según él, era un

ungüento muy eficaz para tratar todo tipo de heridas.

—Bueno… ese día supongo que sí lo hice

enojar —se burló Lucien—. Ah… no es así —murmuró, mirando al suelo—. Ni

siquiera abrí la boca.

—El señor Bastian es un hombre difícil —agregó

Norman, esparciendo la crema verde por la lastimada espalda del muchacho.

—Más que difícil diría que es un… —Lucien

se detuvo cuando se dio cuenta de lo que estaba por decir.

—¿Un qué, joven Lucien? —insistió Norman.

—Un monstruo —finalizó y se puso de pie

para arreglarse la camisa—. Gracias Norman. Tengo que ir a prepararme para la

fiesta de Jonathan, así que iré a mi habitación. Llévame un paquete de papas

fritas —pidió Lucien, saliendo de la habitación de Norman y con una sonrisa.

—Es solo un niño. —Sonrió al verlo salir.

(…)

Erika y Benjamín ya habían llegado a la

fiesta, pero no aparecía el Conde.

—¡Lucien no llegó! —protestó Erika y

Benjamín la miró.  No podía creer que a

ella también le quedara el traje de langosta que usó hace dos años.

Caminó en círculos agitando su cabeza para

que las hojas de su disfraz se moviesen.

—Bueno, él debe estar por llegar. —Sonrió

Benjamín y notó que había llegado Edgar—. No mires a tu izquierda, pero tienes

que mirar —murmuró cerca de Erika, quien rápidamente escaneó con disimulo toda

el área izquierda.

—Oh, Edgar… —Susurró y tomó del brazo a

Benjamín para luego alejarse un poco de la escena—. No sé por qué lo invitaron.

—Porque, seguramente, hay algo entre

Jonathan y ese bueno para nada. —aseguró Benjamín, intentando no hacer contacto

visual con el príncipe.

—Interesante… —murmuró Lucien, detrás de

los dos chicos, provocando que se exaltaran.

—¡Lucien, baboso! —reprendió Erika,

golpeando suavemente a su novio. Benjamín, por su parte, estaba aún sorprendido

(asustado).

—Primero que nada, hola mi amor. —Sonrió el

Conde ganándose un codazo por parte de la marquesa. Este se limitó a sonreír,

aunque sintió un poco de dolor, sin embargo, Erika lo notó.

—Ay… creo que me dio algo —susurró

Benjamín, tocándose el pecho. Lucien lo miró y sonrió.

—Oh… deberíamos llamar a emergencias

—bromeó Lucien, revolviendo el cabello del príncipe. Benjamín suspiró y negó,

observó el atuendo que llevaba puesto su amigo; de color gris con blanco,

orejas largas, guantes superadorables en forma de patas y la nariz rosada, y no

pudo evitar reír. —¿Estás bien…? —preguntó Lucien, retrocediendo.

—¡No pensé que usarías algo así! —comentó

entre risas el príncipe—. Te ves adorable… —Soltó con ternura apretando una

mejilla del francés, este lo apartó sin lastimarlo.

—Entre ser una zanahoria y un fucking

conejo, me quedo con el fucking conejo —se defendió el francés y colocó sus

manos en su cintura. Erika y Benjamín lo miraron con la boca abierta sin saber

muy bien a qué se refería—. En fin… ¡Vamos a la fiesta! —ordenó, apuntando a la

entrada del salón.

—¡Sí! —Asintieron Benjamín y Erika al

unísono.

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Comments

Faty Kaneki

Faty Kaneki

pobre mi pequeño conde ! cómo es que su padre llegó a ser tan tirano con su propio hijo!
y esa ausencia de amor paterno y materno me dolió.....

2023-07-08

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