—¡Papá…! —reprendió Benjamín al señor
Gerald, que se encontraba sentado, reclinado ligeramente en el sofá de la sala
que daba al gran ventanal, dejando a la vista el amplio jardín de Elena.
—Benjamín, entiende que su madre estaba
devastada al saber que su hijo sería expulsado del colegio más prestigioso de
América. Ella prácticamente me rogó para que le diera otra oportunidad y lo
hice, además no sería la primera vez —explicó el hombre masajeando su
entrecejo. Se enderezó y tomó la taza de café que reposaba en la mesita al
costado del sofá color blanco. El olor amargo y reconfortante del café negro,
llenó de buenos recuerdos a Gerald, quien no tardó en darle un sorbo.
Benjamín resopló dándose por vencido y
luego giró para ir a su habitación.
—Él solo se buscó eso —refunfuñó Benjamín,
subiendo las escaleras. Su padre lo escuchó y no pudo evitar darle un pequeño
consejo a su hijo.
—Todos merecemos segundas oportunidades.
—Sonrió el mayor, provocando que las arrugas de su rostro se acomodaran
alrededor de aquella sonrisa honesta y chueca. Dejó la taza y se puso de pie
para pararse en frente del ventanal, admirando los colores radiantes de tan
majestuoso jardín.
Benjamín lo miró y forzó una sonrisa porque
él no lo creía así. No pensaba que las personas pudiesen cambiar y por eso no
se merecían segundas oportunidades, ni siquiera él.
Subió a su habitación y se tiró sobre la
cama de dos plazas que estaba adornada por unas sábanas color grises y azules,
tal y como le gustaba a Benjamín. Acomodó su rostro en la almohada y empezó a
dudar de si ir o no a la fiesta de Jonathan, pues muy probablemente ahí estaría
Edgar y él no tenía ganas de verlo.
Miró a su alrededor, buscando algo sin
saber qué, tal vez una respuesta. Pasó sus ojos por el escritorio en donde
reposaban cuadernos, hojas y su computador portátil, la biblioteca con los
libros bien acomodados, sus pósteres de bandas y series favoritas distribuidos
por las paredes color azul adornadas por elegantes focos. También se encontró
con su área recreativa en donde pasaba el tiempo con sus amigos; tenía sillones
de diversos colores, la televisión, las consolas y los mandos dispersos por la
alfombra gris, además de su computadora con la pantalla en negro.
Se giró para mirar el techo y comenzó a
tararear una de sus canciones favoritas, de hecho, la que siempre lo hizo
sentir como un polvo que se dispersaba por el espacio sin rumbo para luego
desvanecerse y volver a la realidad. Era amargamente hermosa.
(…)
Con la decisión tomada, Benjamín abrió su
armario; todo se encontraba bien acomodado, el príncipe dejaba todo arreglado,
odiaba el desorden. De la parte superior, deslizó una caja que contenía ropa
que no usaba, incluso los disfraces.
—Bien… —Suspiró y bajó la caja hasta su
cama. La abrió y, no muy abajo, se podía divisar un traje verde claro—.
Agradezco a mi altura por no haber crecido nada durante estos dos años. —El
príncipe se burló de sí mismo y sacó el tan ansiado disfraz.
Primero se lo probaría por las dudas, así
que prosiguió a sacarse la chaqueta que llevaba puesta y luego comenzó a
vestirse.
Sin embargo, había un pequeño problema: no
llegaba a subirse por completo el cierre.
—¡Mamá, necesito ayuda con el disfraz!
—pidió Benjamín a gritos mientras intentaba subirse el cierre del atuendo verde
y su ansiedad aumentaba.
Elena entró a la habitación de su hijo y se
acercó a él conteniendo la risa.
—¿Irás con esto? Pensé que lo odiabas
—comentó la mujer mientras subía el cierre con cuidado.
—Sí, este es el disfraz ideal para esa
fiesta y no es que lo odie, simplemente no es algo que usaría para ir a clases
—aclaró Benjamín y soltó un gran suspiro, mirándose en el espejo de cuerpo
entero que estaba al lado de su armario—. Sigo viéndome como un niño… gracias
mamá. —Soltó con una sonrisa de oreja a oreja y Elena rio por el comentario.
Ella salió dejando al chico solo para que
terminara de arreglarse. Benjamín suspiró y se sentó en su cama, estaba aún
indeciso.
La fiesta era de Jonathan, el hermano menor
del exnovio de Beth y no sabía si asistir podría causar problemas. Por otro
lado, no asistir dejaría muy mal visto los modales de la familia Fox, por lo
que, para Benjamín, era todo un dilema.
Pero tampoco podía dejar plantados a sus
amigos, así que se puso de pie y corrió al baño. No obstante, volvió a salir en
busca de su madre para que lo ayudara una vez más.
(…)
Erika corría por toda la casa, subía a la
azotea y bajaba hasta el sótano para poder encontrar su disfraz de langosta.
—Debí buscarlo antes… —sollozó la muchacha
sacando (otra vez) toda la ropa de su armario—. Tiene que estar en algún lugar
—gruñó desparramando las prendas por toda la habitación.
El golpeteo de la puerta al abrirse hizo
que Erika levantara la vista para ver quién había ingresado y era su nana,
Silvia, una mujer de cabellos canosos atados en una coleta, ojos color verde y
una sonrisa que siempre tenía pegada a su avejentado rostro. Silvia llegó con
una percha en su mano y la dejó sobre la cama de Erika.
—¿Es eso lo que creo que es? —preguntó
Erika, mirando a la señora que simplemente sonrió aún más, dándole a entender
que era justamente lo que ella creía.
Entonces, Erika, de la emoción, saltó sobre
Silvia apretándola, pero sin lastimarla.
—¡Gracias, gracias, gracias! —gritó Erika,
sin dejar de abrazar a su tan querida nana.
—Es un placer, señorita Erika —habló Silvia
por primera vez.
—Oh, por Dios, ¿dónde estaba? —preguntó
Erika un poco ansiosa y despegándose de Silvia.
—En mi cuarto. Usted lo dejó ahí después de
usarlo porque no tenía espacio en su armario —explicó la nana. Los ojos de
Erika brillaron ante las palabras de Silvia, pues no estaba mintiendo.
—¡Es verdad! —exclamó la joven y sus ojos
delataban honestidad pura. Silvia sonrió y se retiró, no sin antes despedirse
de su pequeña.
Erika cerró cuidadosamente la puerta de su
habitación y miró con detenimiento el atuendo rojo, pero su celular la
interrumpió. Dejó el disfraz sobre una silla que se encontraba al lado de su
armario y corrió en busca del celular que no dejaba de sonar.
Lo sacó de su mochila y contestó la llamada
de Lucien.
—¡Lucien, encontré el traje! —gritó,
interrumpiendo a Le Brun.
El francés suspiró al otro lado de la
línea.
—Me parece perfecto —agregó Lucien. Su voz
sonaba seria y molesta.
—¿Qué sucede? —preguntó, en un tono muy
bajito, Erika.
—No puedo usar el disfraz por dos razones;
primera: odio las zanahorias, ¿por qué tengo que ser una maldita zanahoria?,
segunda: no me queda —protestó el muchacho con un notorio enojo. Erika rio.
—¿Cómo hiciste hace dos años? —inquirió
Schelling, tirándose sobre su cama.
—Ay… eso fue diferente. —Lucien suspiró y
prosiguió—. Benjamín me convenció a cambio de una bolsa de papas fritas
—explicó orgulloso el francés.
—¡Oh, por Dios! —exclamó la chica—.
¡Ustedes jamás me contaron eso! —reprochó ofendida—. ¡Y eres muy fácil de
sobornar, Lu!
—¡Eso es mentira, un paquete de papas es EL
paquete de papas! —se defendió Le Brun.
—¡Uhg, está bien! —Soltó molesta la joven—.
Dejemos ese tema para otro día, ahora concentrémonos en tu disfraz —propuso
Erika, ya un poco calmada.
—Tengo varios disfraces; de conejo, gato,
león, oso… —comentó el francés.
—Bien… usa el de conejo. Le avisaré a
Benjamín —decidió Erika, mirando al techo.
—El de conejo entonces —agregó Lucien y
cortó la llamada.
—Nunca se despide… —Suspiró y se sentó.
Miró al lugar en donde reposaba el disfraz que utilizaría esa noche.
(…)
—No pienso armar un alboroto… —Suspiró
Lucien. Estaba discutiendo con su padre porque, el hombre, no quería que fuese
a la fiesta de Jonathan.
—Eso no es lo que me preocupa. —Soltó con
fastidio el excelentísimo y estricto Conde Bastian Le Brun, padre de Lucien, un
hombre alto de rasgos bien definidos, cabello castaño y ojos de un verde
profundo. Su madre, la Condesa Corinne Le Brun se encontraba sentada hojeando
unas revistas y escuchando la discusión, pero sin intervenir.
—Nunca te conformas con nada —murmuró
Lucien. Sus manos temblaban de la impotencia y miró al suelo evitando el
abrumador enojo de su padre.
—¿Por qué agachas la cabeza para murmurar?
Si tienes algo que reprochar, hazlo mirándome a los ojos, Lucien —sentenció
Bastian y acomodó su corbata esperando la respuesta de su hijo. Siempre era
así. Lucien asintió y se paró derecho para mirar fijamente a su padre y tomó
aire antes de hablar.
—N-nunca te conformas con nada, ni siquiera
conmigo. —La sola mirada de su padre hizo que Lucien se arrepintiera al segundo
de haber dicho eso. Quiso ser una tortuga en ese momento, solo para poder
esconderse dentro de su caparazón y evitar los golpes de su padre.
Bastian levantó su mano y golpeó a Lucien,
este lo recibió sin chistar y no bajó la mirada. Ambos se miraron hasta que una
voz femenina, suave y dulce los interrumpió.
—Es suficiente —intervino Corinne,
levantándose y mirando a su marido—. Deja que vaya a esa absurda fiesta.
Entiendo que no quieras que se involucre con los Guess, a mí tampoco me gusta,
pero no puedes retener a Lucien toda la vida, Bastian —explicó la mujer con esa
tranquilidad que tanto la caracterizaba. Bastian bufó y se acomodó el saco para
luego encarar a Lucien.
—Sí, puedo y lo haré si es necesario
—refutó Bastian—. Escúchame Lucien, si llegas a ir a ese dizque fiesta vas a
tener serios problemas —informó el hombre encolerizado. Miró a su esposa y
luego salió de la sala.
—No cambiará nunca… —comentó Corinne y
suspiró. Se acercó a su hijo y acarició su cabeza.
—He hecho todo lo me pidió y aun así no
puede estar orgulloso de su hijo. Es patético —aclaró Lucien y alejó la mano su
madre—. Y no vuelvas a tocarme —ordenó, mirándola con repulsión. Corinne lo
miró con sorpresa, aunque no era la primera vez que Lucien la rechazaba.
—Lucien… hijo… —farfulló la mujer ante el
rechazo de su hijo. Ella intentaba tener de nuevo a su pequeño hijo, aquel niño
que jamás la haría a un lado así, el niño que no tuvo que sufrir por lo que
ella había hecho.
—Yo no soy tu hijo. —Soltó Lucien y no
vaciló al decirlo, y luego salió dejando a su madre sola, con una pena que
crecía más y más en su corazón.
Lucien cerró la puerta de su habitación y
suspiró tratando de relajarse. Fue al baño en donde revisó su rostro, tenía la
mejilla colorada, lo que no era raro, puesto que la bofetada de su padre no fue
para nada suave.
Todo su enojo volvió y golpeó el espejo que
se partió fácilmente. Sus nudillos sangraron, pero eso no lo detuvo y
arremetió, una y otra vez, contra el espejo y la pared.
Se detuvo cuando escuchó suaves golpes en
la puerta y seguido de eso se escuchó la voz del mayordomo, Norman.
—Joven Lucien, la merienda está servida. Su
madre lo espera abajo —informó el hombre. Lucien salió del baño y se acercó a
la puerta, harto de que llamaran a esa mujer, su madre. Caminó hacia su
escritorio buscando calmar la tempestad que se formaba dentro de él, pero
estaba cansado de que siempre fuese igual.
—¡Ella no es nada mío! —gruñó entre
sollozos, desparramando todos los libros de su escritorio. Respiró agitado y
abrió la puerta encontrándose con el mayordomo y su mejor amigo. Lucien lo
abrazó y susurraba genuinos “lo siento”. Norman correspondió el abrazo y
acarició la cabeza del chico que lloraba en su pecho.
—Tenemos que desinfectar esas heridas
—habló Norman, sonriendo. Lucien asintió mientras limpiaba su rostro con las
mangas de su campera.
(…)
—Norman… ¿Qué pasaría si un día
desaparezco? —murmuró Lucien, observando su mano siendo vedada—. ¿Crees que
Bastian me buscaría? —preguntó y sintió como su corazón se encogió.
—Yo sin duda alguna iría en su búsqueda,
joven Lucien —respondió Norman, cortando las gasas y colocando otra venda—.
Pero usted ya sabe eso, ¿verdad? —Sonrió, aunque debido a que tenía su cabeza
agachada, Lucien no lo notó.
—Uhg… —se quejó Lucien al sentir la presión
en sus lastimadas manos—. Voy a tener llamar a Kristine para que arregle mi
habitación. —Norman lo miró, luego de dejar sus manos bien curadas y sonrió.
—La señorita Kristine está de viaje en
China —informó, tocando suavemente la mejilla de Lucien—. ¿Le duele? —preguntó
al percatarse de la mueca que hizo el joven.
—Un poco. Es probable que ya esté acostumbrado…
—se lamentó e intentó sonreír, pero no pudo.
—¿Cómo están las heridas de su espalda?
—preguntó, angustiado el hombre mayor. Lucien cerró los ojos y soltó un
suspiro.
—Ya no duelen, pero dejarán cicatrices…
—explicó en voz baja mientras se daba vuelta. Se quitó la campera y desprendió
la camisa para que Norman pudiese ver su espalda.
—Están algo rojas —comentó, tocando las
cicatrices que cubrían gran parte de la espalda de Lucien—. Le pondré un
ungüento. —Norman tomó el botiquín y sacó un frasco verde. Según él, era un
ungüento muy eficaz para tratar todo tipo de heridas.
—Bueno… ese día supongo que sí lo hice
enojar —se burló Lucien—. Ah… no es así —murmuró, mirando al suelo—. Ni
siquiera abrí la boca.
—El señor Bastian es un hombre difícil —agregó
Norman, esparciendo la crema verde por la lastimada espalda del muchacho.
—Más que difícil diría que es un… —Lucien
se detuvo cuando se dio cuenta de lo que estaba por decir.
—¿Un qué, joven Lucien? —insistió Norman.
—Un monstruo —finalizó y se puso de pie
para arreglarse la camisa—. Gracias Norman. Tengo que ir a prepararme para la
fiesta de Jonathan, así que iré a mi habitación. Llévame un paquete de papas
fritas —pidió Lucien, saliendo de la habitación de Norman y con una sonrisa.
—Es solo un niño. —Sonrió al verlo salir.
(…)
Erika y Benjamín ya habían llegado a la
fiesta, pero no aparecía el Conde.
—¡Lucien no llegó! —protestó Erika y
Benjamín la miró. No podía creer que a
ella también le quedara el traje de langosta que usó hace dos años.
Caminó en círculos agitando su cabeza para
que las hojas de su disfraz se moviesen.
—Bueno, él debe estar por llegar. —Sonrió
Benjamín y notó que había llegado Edgar—. No mires a tu izquierda, pero tienes
que mirar —murmuró cerca de Erika, quien rápidamente escaneó con disimulo toda
el área izquierda.
—Oh, Edgar… —Susurró y tomó del brazo a
Benjamín para luego alejarse un poco de la escena—. No sé por qué lo invitaron.
—Porque, seguramente, hay algo entre
Jonathan y ese bueno para nada. —aseguró Benjamín, intentando no hacer contacto
visual con el príncipe.
—Interesante… —murmuró Lucien, detrás de
los dos chicos, provocando que se exaltaran.
—¡Lucien, baboso! —reprendió Erika,
golpeando suavemente a su novio. Benjamín, por su parte, estaba aún sorprendido
(asustado).
—Primero que nada, hola mi amor. —Sonrió el
Conde ganándose un codazo por parte de la marquesa. Este se limitó a sonreír,
aunque sintió un poco de dolor, sin embargo, Erika lo notó.
—Ay… creo que me dio algo —susurró
Benjamín, tocándose el pecho. Lucien lo miró y sonrió.
—Oh… deberíamos llamar a emergencias
—bromeó Lucien, revolviendo el cabello del príncipe. Benjamín suspiró y negó,
observó el atuendo que llevaba puesto su amigo; de color gris con blanco,
orejas largas, guantes superadorables en forma de patas y la nariz rosada, y no
pudo evitar reír. —¿Estás bien…? —preguntó Lucien, retrocediendo.
—¡No pensé que usarías algo así! —comentó
entre risas el príncipe—. Te ves adorable… —Soltó con ternura apretando una
mejilla del francés, este lo apartó sin lastimarlo.
—Entre ser una zanahoria y un fucking
conejo, me quedo con el fucking conejo —se defendió el francés y colocó sus
manos en su cintura. Erika y Benjamín lo miraron con la boca abierta sin saber
muy bien a qué se refería—. En fin… ¡Vamos a la fiesta! —ordenó, apuntando a la
entrada del salón.
—¡Sí! —Asintieron Benjamín y Erika al
unísono.
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Updated 105 Episodes
Comments
Faty Kaneki
pobre mi pequeño conde ! cómo es que su padre llegó a ser tan tirano con su propio hijo!
y esa ausencia de amor paterno y materno me dolió.....
2023-07-08
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