13.1

Edgar se despertó más agotado de lo usual. Ni siquiera tuvo las energías para apagar el despertador, por lo que seguía sonando. “No quiero entrar al Comité Disciplinario, no porque, eventualmente, lo dejaré”, refunfuñó para sí mismo y se sentó en la cama. Apagó el reloj y se quedó sentado un momento, pensando en si había una manera de no pasar la entrevista.

Luego de meditarlo y llegar a la conclusión de que no tenía escapatoria, se puso de pie y fue al baño. Se deshizo de los pantalones a cuadros color gris que usaba para dormir y de su bóxer. Abrió la regadera y esperó a que estuviera un poco tibia, detestaba bañarse con agua helada, sin importar que hiciesen 40° de calor. Una vez la temperatura estuvo a su gusto, se paró debajo de la lluvia y lavó su rostro. Tomó su esponja azul y se disponía a lavarse cuando tocaron la puerta del baño.

“¿En serio? ¿Ahora? Teniendo cualquier otro momento del día, ¿tiene que ser ahora?” Protestó en silencio saliendo de la ducha. Cerró la regadera y tomó una toalla que utilizó para envolverse.

Se acercó a la puerta y escuchó que estaban revolviendo sus cosas. Había muchas cosas que no le molestaban a Edgar, pero que lo interrumpieran cuando se duchaba y que tocaran sus cosas, era lo peor. Encrespado abrió la puerta y miró como su madre estaba parada mirando dentro de sus cajones. Se desencajó y cerró los cajones impidiendo que su madre siguiera espiando.

—No hagas eso, mamá —enserió el muchacho con la nariz arrugada. Rebecca lo observó sorprendida y luego acomodó su cabello detrás de la oreja.

—Buenos días, Edgar. —Soltó de mala gana, como reprochándole—. Te levantaste tarde y vine a verte —explicó la mujer mientras miraba la habitación de su hijo.

—¿Y por qué? Tú nunca vienes, ¿qué sucede? —preguntó Edgar, tomando la camisa blanca del uniforme.

—Vengo a ver cómo está mi pequeño —respondió ella con obviedad. Edgar suspiró y sacó la corbata negra de uno de los cajones.

—Bueno, tengo que vestirme. —farfulló sin más el joven y su madre salió de la habitación sin mediar palabra. Edgar tomó la camisa y comenzó a vestirse; la abrochó cuidadosamente, se puso los pantalones azul oscuro y también los calcetines negros, se calzó los zapatos negros que formaban parte del uniforme y finalmente agregó el saco azul con negro que llevaba el logo del colegio en el lado izquierdo. Tomó la corbata y la hizo una bolita para luego meterla en su bolso. “La arreglaré en el colegio”.

Edgar aún no utilizaba el uniforme veraniego del colegio, seguía usado el de invierno, pues para él, todavía hacía algo de frío.

Se acomodó los cabellos rebeldes y húmedos, tomó la colonia masculina que empleaba siempre y se echó un poco. Ya, todo arreglado, recogió su bolso, su teléfono y auriculares, y salió de su habitación.

Bajó las escaleras con la lentitud que caracterizaba a una tortuga y el mayordomo, Adam, lo saludó desde abajo.

—Joven Edgar, ¿cómo amaneció? —le preguntó el hombre rubio. Edgar bostezó y luego intentó sonreír.

—Peor que ayer. —Soltó con toda la tranquilidad del mundo—. ¿Y tú? —preguntó ya abajo y sentándose para desayunar. Adam sonrió ante la respuesta del chico, era muy raro que respondiera de manera positiva. Sobre todo, si era por la mañana.

—Muy bien —contestó el rubio yendo a buscar el desayuno de Edgar; unos panqueques llenos de miel y algunas frutas acompañados de un té superdulce—. Aquí tiene, joven. —Sirvió y se acomodó detrás por si necesitaba algo más. A Edgar siempre le gustaron las cosas con mucha azúcar, no podía vivir sin comer panqueques con miel.

—Dichoso, ojalá pudiera despertarme eufórico a las seis de la mañana —se quejó, pinchando un panqueque—. Esto huele exquisito —murmuró con una sonrisa boba y los ojos cerrados. Adam sonrió y Edgar empezó a comer tranquilo.

Hasta que llegó Stella con una carpeta en sus manos y esa mirada seria de siempre, se hizo presente en la sala y mandó a hacer otras cosas a Adam. Edgar la miró de reojo, no le gustaba que ella mandara así a Adam. No confiaba en ella.

—Joven Edgar, le dictaré el itinerario de hoy —anunció la mujer de ojos almendrados y Edgar fingió estar interesado en su itinerario—. Después de clases asistirá a natación-

—¡¿Natación?! —exclamó Edgar, interrumpiendo a Stella y poniéndose de pie. La mujer asintió lentamente y Edgar la observó maravillado—. ¡Esa es la mejor noticia que he recibido en mucho tiempo! —Soltó eufórico mientras agitaba a Stella.

—J-joven Edgar, ¿natación es tan importante? —preguntó ella, acomodándose el traje color blanco que llevaba puesto.

—¡Por supuesto! —Asintió con una sonrisa—. Eso quiere decir que mamá no piensa mudarse. —Volvió a sentarse y se atragantó con un panqueque. Se levantó y tomó su bolso.

Stella observó como Edgar salía del comedor con un panqueque en la boca a medio comer. Lo siguió apresurada, lo que nunca había ocurrido.

Cuando Edgar terminó de digerir el alimento, abrió la puerta de la camioneta y arrojó su bolso junto al teléfono. Sacó la corbata y se la colocó mirando a Stella. Finalmente, se dispuso a hablar—: Pensé que no debería ingresar al Comité Disciplinario del colegio porque nos iríamos dentro de poco, sin embargo, viendo que mi mamá me inscribió en clases de natación… —hablaba emocionado sin importarle que Stella lo estuviera o no escuchando.

El chófer apareció colocándose el saco negro. Saludó rápidamente a Stella y a Edgar para luego subirse a la camioneta. Le pareció extraño ver una sonrisa dulce en el rostro de Edgar, quien siempre había sido un joven taciturno con mirada perdida y triste. Ahora se lo veía feliz y contento, no obstante, la mirada perdida siempre estaría allí, sus ojos caídos lo hacían ver de esa manera.

(…)

Elena bajó del auto plateado y subió las escalinatas del colegio. Su hijo había olvidado su celular en el asiento trasero y ella se lo fue a dejar.

Entró a la institución y recibió un montón de comentarios por parte de alumnos y profesores. Todos eran halagos; su forma de vestir, su rostro, su físico, todo halagaban.

Ella sonrió ante los comentarios tan positivos de la gente y siguió su camino hasta el salón de su hijo. Lo buscó con la mirada y se topó con los ojos de Lucien. Elena le sonrió y luego lo saludó con la mano. Le Brun también sonrió y Elena notó un pequeño corte en el labio de su ahijado, un corte que no estaba la última vez que se vieron. Lucien llamó a Benjamín, quien estaba de espaldas, y luego se giró para levantarse e ir con su madre.

—¡Mami! —comentó Benjamín con una sonrisa—. ¿Qué pasa? —preguntó, recordando que estaban en el colegio.

—Te olvidaste esto —respondió Elena, mostrando el aparato color gris. Benjamín abrió su boca, sorprendido por lo que le enseñaba su madre.

—Imposible… —murmuró tomando el teléfono y abrazando a su madre. Ella lo acarició y se despidió de Benjamín y sus amigos. Sin embargo, Elena estaba muy inquieta por la herida de Lucien.

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