Lo secuestró.
Lo odia.
Y, aun así, no puede dejar de pensar en él.
¿Qué tan lejos puede llegar una obsesión disfrazada de deseo?
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Capitulo 17: Visita inesperada
La mañana estaba clara, el sol atravesaba los ventanales enormes de la sala. Lucas se dejó caer en el sillón como si viniera de una jornada de doce horas, aunque lo único que había hecho era trasnochar jugando y peleando con Valeria.
—La vida de adulto es una estafa —se quejó, tirando la mochila al suelo—. Facturas, responsabilidades, y encima taxis que nunca aparecen.
Su padre, don Esteban, levantó la vista del periódico. Hombre de porte elegante, de esos que siempre parecían estar listos para una reunión importante aunque estuvieran en bata, sonrió con paciencia al ver a su hijo menor dramatizar.
—Si hubieras aceptado trabajar conmigo en los hoteles, ya tendrías chofer fijo y no andarías renegando por taxis.
Lucas bufó, tirándose más contra el respaldo.
—Prefiero morirme que llevar uniforme y pasarme la vida detrás de un mostrador.
Su madre, doña Alicia, apareció desde la cocina con una taza de café en la mano y la mirada inquisitiva de siempre que lograba atravesarlo como cuchillo.
—Lucas, ¿sabes algo de Dylan? Su madre me llamó anoche, preocupada. Dice que lleva semanas sin saber nada de él.
Lucas se mordió el labio, reprimiendo la sonrisa que le quería salir sola.
—¿Dylan? —repitió, haciéndose el despistado—. ¿Ese desastre con piernas?
—Lucas… —la voz de su madre se volvió seria, dándole ese tono de advertencia que él conocía desde niño.
Él alzó las manos como niño inocente, sonriendo de lado.
—Lo último que sé es que está… bien. Como siempre, metiéndose en líos, pero vivo.
La señora Alicia lo miró como si pudiera leerle cada pensamiento. Lucas, para despistarla, se estiró en el sillón y escondió la cara bajo un cojín.
—No me veas así, mamá. Si supieras algo de Dylan de verdad ya lo habrías encontrado antes que yo.
El padre soltó una carcajada baja, cerrando el periódico.
—Este chico siempre fue un misterio… y arrastra a mi hijo en sus desmadres.
Lucas sonrió, sin sacar la cara del cojín.
—Y me encanta.
Desperté con la cama vacía. Por un segundo pensé que Nathan seguía ahí, porque todavía podía sentir el calor en las sábanas, pero no: estaba solo. Me quedé mirando el techo unos segundos, respirando hondo.
Me di una ducha rápida para despejarme. El agua tibia me ayudó a borrar un poco la pesadez de la noche, pero al salir me invadió otra vez esa sensación rara: ¿y ahora qué carajos hago?
La casa sin Nathan era un fastidio. Doña Rosa iba y venía con la escoba, tarareando bajito mientras limpiaba. Afuera, el jardinero hacía ruido con la máquina, cortando el césped. Todo demasiado normal. Y yo, encerrado, sin plan.
Estaba tirado en el sofá, jugando con el celular, cuando la pantalla vibró con una notificación. El nombre que apareció me arrancó una sonrisa inmediata:
“Osito 🐻”
Así tenía guardado a Andrik. Mi hermano mayor.
> “Llego en 30 min al aeropuerto. ¿Vienes por mí?”
Me quedé mirándolo con la sonrisa más tonta del mundo. Siempre que Andrik me escribía con ese apodo me recordaba que, para él, yo nunca iba a dejar de ser el hermano pequeño, aunque ya tuviera mi vida hecha un desastre.
Escribí rápido:
> “Claro que sí, dame un rato y estoy allá.”
Me levanté de golpe, el corazón acelerado. No podía dejar que Andrik supiera nada de Nathan ni de esta casa. Si mi hermano se cruzaba con él… uf, no quería ni imaginarlo. Los dos eran igual de posesivos y celosos, aunque de formas distintas.
Así que el plan era simple: recoger a Andrik en el aeropuerto, llevarlo a mi antiguo departamento y pretender que todo estaba normal. Como siempre.
Fui a mi habitación, abrí el armario y empecé a sacar ropa. Mientras me vestía, pensaba en lo que pasaría si Nathan se enteraba. Seguro me crucificaba por salir sin permiso, y peor aún, por hacerlo para ver a alguien más.
Sonreí solo, negando con la cabeza.
—No tiene por qué enterarse.
Guardé el celular, tomé las llaves y respiré hondo. Hoy, por primera vez en días, iba a hacer algo fuera de ese encierro de lujo.
El aeropuerto estaba lleno de gente arrastrando maletas y corriendo para no perder vuelos. Yo ya llevaba un rato afuera, apoyado en la capota de mi coche como si estuviera en una pasarela. Gafas de sol, brazos cruzados y esa sonrisa que me salía sola cada vez que alguien me lanzaba una mirada curiosa.
Un par de chicas pasaron delante, y no perdí la oportunidad de soltar un silbido y levantar las cejas. Ellas rieron, y yo les devolví un guiño descarado. Qué puedo decir, uno no pierde la costumbre.
Fue entonces cuando lo vi.
Andrik apareció entre la multitud, alto, impecable como siempre, con esa pinta de hermano mayor que pareciera tener todo bajo control. Llevaba un abrigo oscuro y una maleta de ruedas que manejaba con una mano, mientras con la otra buscaba algo en el móvil.
—¡Osito! —grité, quitándome las gafas con teatralidad y abriendo los brazos.
Andrik levantó la vista y su expresión pasó de la sorpresa al fastidio en dos segundos.
—No me llames así en público, imbécil.
Yo me reí a carcajadas, ignorando su tono.
—Anda, ven acá y dame un abrazo.
Se acercó con paso firme, y aunque puso los ojos en blanco, terminó abrazándome fuerte, como siempre. Ese abrazo que siempre me recordaba que, a pesar de todo, él seguía siendo mi ancla.
—Te ves más flaco —dijo en cuanto se apartó, revisándome de arriba abajo como si fuera un inspector.
—Y tú más intenso —repliqué, subiendo las gafas a la cabeza—. ¿Qué haces aquí tan temprano?
—Negocios —respondió, encogiéndose de hombros—. Pero principalmente vine a asegurarme de que sigues vivo. Mamá no me dejaba en paz.
Me crucé de brazos, sonriendo con descaro.
—Pues ya ves. Vivo, coleando y más guapo que nunca.
Andrik negó con la cabeza, sonriendo de lado.
—Eres un desastre, Dylan. Pero eres mi desastre.
Yo le di una palmada en el hombro.
—Anda, sube. Te llevo al departamento antes de que empieces a dar sermones.
—Ah, no. Los sermones van en el paquete —replicó, metiendo la maleta en el maletero.
El ascensor se abrió con un ding suave y salimos al pasillo. Andrik iba con la maleta en una mano, serio como siempre, mientras yo jugaba con las llaves del departamento, dándole vueltas como si fueran fichas de casino.
—¿Vienes solo por negocios o también porque extrañabas a tu hermanito favorito? —pregunté, mirándolo de reojo.
—Ambas —respondió sin pestañear—. Tengo que cerrar unos acuerdos y de paso actualizar las quejas eternas de papá.
Puse los ojos en blanco, girando la llave en la cerradura.
—Como si fuera novedad… papá quejándose es parte del paisaje.
—A ti ya ni te afecta, ¿no? —me miró con ese tono de hermano mayor que todo lo ve.
Abrí la puerta y lo invité a pasar con un gesto teatral.
—Para qué perder tiempo preocupándome de lo que nunca cambia.
El departamento nos recibió con un silencio frío. Apenas crucé la puerta supe que Andrik lo notaría. Nadie había estado allí en días: un ligero olor a encierro, polvo acumulado en las repisas, la nevera apagada.
—Vaya… —dijo Andrik, dejando la maleta a un lado y observando el lugar con ojo crítico—. ¿Cuánto tiempo llevas sin venir, Pollito?
Ese apodo me arrancó una sonrisa automática. Desde que éramos niños me llamaba así.
—Un par de días —mentí, rascándome la nuca.
Él levantó una ceja, escéptico.
—“Un par”… más bien una semana, mínimo.
Me encogí de hombros y me dejé caer en el sofá.
—No me delates.
Andrik se sentó frente a mí, entrelazando las manos.
—No tienes que decirme todo, Dylan. Pero sí quiero que me digas algo: ¿estás bien?
Lo miré un segundo, sosteniendo esa mirada firme, y sentí que me estaba escaneando el alma.
—Estoy bien, de verdad —respondí con una sonrisa floja—. Más libre de lo que piensas.
Andrik suspiró, reclinándose en el sillón.
—No sé qué tramas, Pollito, pero recuerda que siempre estoy de tu lado. Incluso cuando papá te quiera partir la cara.
—Ya lo sé —murmuré, bajando la mirada.
El silencio se instaló unos segundos, cómodo, familiar. Estar con él era como soltar aire después de días aguantando la respiración.
Yo sabía que no podía contarle la verdad. Pero también sabía que tarde o temprano, Andrik empezaría a unir las piezas.