En el reino de Sardônica, Taya, una princesa de espíritu libre y llena de sueños, ve su libertad amenazada cuando su padre, el rey, organiza su matrimonio con el príncipe Cuskun del reino vecino de Alexandrita. Desesperada por escapar de este destino impuesto, Taya hace un ferviente deseo, pidiendo que algo cambie su futuro. Su súplica es escuchada de una manera inesperada y mágica, transportándola a un mundo completamente diferente.
Mientras tanto, en un rincón distante de la Tierra, vive Osman, un soltero codiciado de Turquía, que lleva una vida tranquila y solitaria, lejos de las complicaciones amorosas. Su rutina se ve completamente alterada cuando, en un extraño suceso mágico, Taya aparece de repente en su mundo moderno. Confusa y asustada por su nueva realidad, Taya debe aprender a adaptarse a la vida contemporánea, mientras Osman se encuentra inmerso en una serie de situaciones improbables.
Juntos, deberán enfrentar no solo los desafíos de sus diferentes realidades, sino también las diversas diferencias que los separan.
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Capítulo 10
Taya
Llegamos a casa de Osman, que se ve bastante triste y cansado. El corte en su frente se ve feo, y siento que debo ocuparme de su herida.
—¿Debes de estar cansada, ¿verdad? —pregunta él.
—No más que tú. Ese corte se ve muy feo, ¿dejo que lo cure? —pregunto.
—No es necesario, no te preocupes, yo me las arreglo —dice con una leve sonrisa, intentando demostrar que se encuentra bien. Pero su mirada lo delata.
—Sí que es necesario. Por favor, déjame ayudarte. Así me sentiré útil y será una forma de agradecerte todo lo que has hecho por mí hoy. Tienes un corazón muy bondadoso, Osman. Todo lo que me has enseñado y hecho por mí, incluso sin conocerme, demuestra lo noble que eres —digo, acercándome a él, mirando a sus ojos.
—Gracias, es la primera vez que alguien me dice eso. Aunque no esté de acuerdo contigo, no creo que sea tan bondadoso.
—¿Sí que lo eres, entonces me dejarás que te cure? —insisto con una mirada dulce y convencida, la misma que le ponía a Asnam cuando quería que aceptara participar en mis locuras.
—Está bien. Iré a buscar el kit de primeros auxilios a la despensa, y antes de que lo preguntes, es una caja con medicamentos y vendas —explica, haciéndome reír.
—¿Qué tiene de gracioso? —pregunta.
—Sé lo que es un kit de primeros auxilios, Sardónica no está tan atrasada... —digo, y ahora es él quien ríe.
Vuelve con el kit y se sienta en la silla. Cojo un poco de agua oxigenada, algo que no conocía, y empiezo a limpiar la herida. Él se queja.
—Deja de ser delicado, ya me he hecho cortes más grandes que este en la espalda, y Asnam me echó aguardiente para cortar la hemorragia, y no me quejé —digo.
—Me escuece mucho —se queja.
—Pero tenemos que limpiarlo para evitar que se infecte. A los gérmenes les encantan los cortes —explico, pero entonces me agarra rápidamente la mano, impidiéndome continuar.
—¿Qué pasa? ¿Por qué me has agarrado la mano así? —pregunto.
—Nunca he dejado que nadie me tocara sin lavarse las manos. Siempre he desinfectado todo con alcohol antes de tocar cualquier superficie. No entiendo cómo hoy... —suspira y continúa—: Ahora me doy cuenta de que hoy no he hecho nada de eso. Te he cogido la mano varias veces, he entrado en el hospital sin ningún miedo a contaminarme con gérmenes y bacterias —dice, sorprendido. Se rasca la cabeza y se lleva la mano a la barbilla, como si estuviera cuestionando algo en sus pensamientos.
—Pero, ¿por qué tienes tanto miedo? —pregunto.
—Mi padre murió de tuberculosis, una enfermedad causada por una bacteria. Estuvo aislado, todo en casa se desinfectaba, porque esa enfermedad es contagiosa. Mi padre murió sin que yo pudiera despedirme de él, sin que pudiera darle un último abrazo. Un año después empecé a tener ataques de ansiedad y desarrollé misofobia, un trastorno que me acompaña desde los trece años. Y hoy... no sé cómo, pero no tengo miedo —dice con una sonrisa en la cara.
—¿Entonces puedo seguir curándote la herida? —pregunto.
—Claro que sí —dice, sentándose en la silla.
Termino de curar la herida y le pongo la tirita. Osman me mira de una forma que me incomoda.
—Ya está —digo.
—Tienes unos ojos preciosos, parecen un lago cristalino —comenta con un tono de voz diferente. Me siento un poco desconcertada y empiezo a guardar las cosas en la caja.
—Gracias por curarme la herida. Ahora déjalo ahí, que mañana lo recogerá el servicio —dice, cogiéndome de la mano e interrumpiendo mi intento de ordenar los medicamentos.
—No, yo lo hago, no es ninguna molestia —respondo.
—Vamos, ya es tarde y necesitas descansar —insiste.
Decido dejar las cosas como están. Me acompaña a la habitación donde me cambié de ropa antes.
—Buenas noches, Taya —dice, sorprendiéndome con un beso en la mejilla.
—Disculpa, no quería incomodarte. Es que solemos despedirnos así de la gente —añade al percibir mi asombro.
—No pasa nada, será mejor que me acostumbre a vuestra forma de ser, ya que ahora este es mi mundo. ¡Buenas noches, Osman! —digo.
— ¡Buenas noches!
Tras despedirme, entro en la habitación y cierro la puerta. Miro el desorden que hice antes y, antes de ducharme para dormir, decido ordenar todo. Con todo en orden y ya duchada, me acomodo en la cama, repasando todo lo que ha sucedido en este mi primer día en la tierra.
Me despierto, pero tengo miedo de abrir los ojos y darme cuenta de que todo ha sido un sueño. ¿Y si lo hubiera inventado todo en mi imaginación y en realidad estuviera en Alejandría? Eso sería terrible. Seguro que me moriría si ahora tuviera que compartir mi vida con el imbécil del príncipe Kuskun. Abro un ojo muy despacio y me siento feliz al comprobar dónde estoy.
—Gracias a Dios —digo sintiéndome aliviada.
Después de mi higiene matinal, miro por la ventana y veo que hace un día precioso. Este cielo azul sin una sola nube, y el sol brillando con todo su esplendor. Dirijo mi atención a la habitación y busco una prenda que no deje mi cuerpo tan al descubierto. Por fin encuentro un vestido largo con estampado de flores amarillas. Me miro al espejo e incluso me encuentro parecida a las mujeres que vi por las calles de Estambul. Tal vez algún día me acostumbre y empiece a ponerme este tipo de ropa que deja el cuerpo más al descubierto. Bajo las escaleras y oigo voces, parece que vienen del salón. También hay un ruido molesto que parece venir de la cocina. Al entrar en la cocina, una señora se asusta al verme y yo también me asusto cuando grita, lo que me hace gritar a mí también.
Fatma
—¡Ay, señorita! —dice llevándose la mano al pecho.
—Lo siento, no quería asustarla —digo, esbozando una sonrisa amable.
Me mira como si me estuviera estudiando, y luego me dedica una sonrisa tímida.
—Soy yo la que pide disculpas, es que nunca había visto a nadie aquí tan temprano —dice.
—No tiene que disculparse. ¿Ya se ha despertado Osman? —pregunto.
—Sí. ¿No lo ha visto la señorita cuando ha salido de la habitación? —pregunta. ¿Estará pensando que he dormido con él?
—No he dormido en su habitación. He dormido en la habitación de invitados —respondo.
—Lo siento, no quería incomodar a la señorita. Por cierto, me llamo Fatma, soy la cocinera del señor Osman —dice, un poco cortada, mientras se limpia las manos en el delantal.
—Encantada de conocerla, yo soy Taya —respondo.
—El placer es mío, señorita. El desayuno está listo, y el señor Osman está haciendo ejercicio en el gimnasio —informa.
—¿Qué es un gimnasio? —pregunto, curiosa. Ella frunce el ceño, y no consigo descifrar qué puede estar pensando.
—¿La señorita quiere saber dónde está el gimnasio? —pregunta.
—Sí, ¿dónde está? —insisto. Tal vez sea mejor ver el gimnasio que intentar explicarle que no tengo ni idea de lo que es, y encima tener que decirle que soy de otro mundo.
Me lleva fuera de la casa y me muestra un lugar frente al jardín. Las paredes son de cristal, dejando al descubierto todo lo que sucede en su interior. Ella vuelve a la cocina, y yo me dirijo lentamente hacia el gimnasio. Para que Osman no se percate de mi presencia, me escondo detrás de una planta, observándole hacer movimientos repetitivos con un objeto que parece muy pesado. Su brazo es fuerte, con los músculos bien definidos; es un hombre muy guapo.
—¿Vas a entrar o vas a seguir ahí vigilándome a escondidas? —dice, pillándome in fraganti. Me siento idiota.