Júlia es madre soltera y, tras muchas pérdidas, encuentra en su hija Lua la razón para seguir adelante. Al trabajar como empleada doméstica en la mansión de João Pedro Fontes, descubre que su destino ya había sido trazado años atrás por sus familias.
Entre jornadas extenuantes, la facultad de medicina y la crianza de su hija, Júlia construye con João Pedro una amistad inesperada. Pero cuando sus suegros intentan reclamar la custodia de Lua, ambos deben unirse en un matrimonio de conveniencia para protegerla.
Lo que comienza como un plan de supervivencia se transforma en un viaje de descubrimientos, valentía y sentimientos que desafían cualquier acuerdo.
Ella luchó para proteger a su hija. Él hará todo lo posible para mantenerlas seguras.
Entre secretos del pasado y juegos de poder, el amor surge donde menos se espera.
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Capítulo 9
Soy João Pedro Fontes. Treinta años recién cumplidos, nacido y criado en Salvador. Hijo único, heredero de un imperio hotelero que mi padre construyó con sus propias manos y que, de cierta forma, cayó entero sobre mis hombros.
A pesar de los viajes frecuentes, Salvador es mi lugar. La ciudad corre en mis venas como la sangre. El mar de la Barra, el olor a dendé en las esquinas, el sonido del berimbau resonando en las plazas del Pelourinho… no existe en ningún otro rincón del mundo lo que existe aquí. Nunca se me pasó por la cabeza cambiar eso por una vida en Nueva York, Miami o cualquier otro lugar del mapa.
Mis padres piensan diferente. Están viviendo en Estados Unidos desde hace algunos años. Dicen que es trabajo —y de hecho siguen trabajando, comprando casas, alquilando por temporada, casi siempre para brasileños en busca de vacaciones confortables. Pero, para mí, aquello es una jubilación disfrazada. Se cansaron del ritmo de aquí y resolvieron vivir de otra forma. Yo no los culpo. Solo que no sigo el mismo camino.
Me gusta la rutina agitada, estar presente en los hoteles, sentir el movimiento de las personas entrando y saliendo, ver la ciudad palpitar dentro de los negocios de mi familia. Asumir el frente del imperio fue inevitable, y no me arrepiento. Es pesado, sí, pero aprendí temprano que nada que vale la pena es ligero.
A veces me preguntan si no me siento solo por ser hijo único. La verdad es que no. Crecí rodeado de amigos, empleados, parientes distantes que siempre aparecían en fechas conmemorativas. La soledad nunca me incomodó —al contrario, aprendí a convivir bien con ella.
La casa donde vivo hoy es un reflejo de quién soy: amplia, organizada, silenciosa en la medida justa. Viajé por semanas por negocios, y al volver encontré todo en orden. Sobral, mi administrador de confianza, había contratado nuevas empleadas. Fue en ese contexto que conocí a Júlia.
Una muchacha sencilla, reservada, siempre con la cabeza baja. Pero había algo diferente en ella, algo que me llamó la atención en el instante en que nuestros ojos se cruzaron por primera vez. Y yo, que siempre controlé cada detalle de mi vida, percibí que tal vez algunas cosas no estén destinadas a ser controladas.
Cuando volví de viaje, todo lo que quería era silencio y descanso. Estaba exhausto, con la mente llena de números, contratos y reuniones interminables. Entré en el cuarto sin siquiera pensar que alguien podría estar allí, y encontré a una joven distraída, arreglando cada detalle con cuidado.
Ella se giró asustada, y yo percibí de inmediato: era nueva en la casa. Tenía aquel aire de quien aún está aprendiendo los límites del lugar. Júlia, como luego descubrí. La forma en que bajó la cabeza al hablar conmigo me trajo una sensación extraña. No de servidumbre, sino de humildad verdadera. Y aquello, de cierta manera, me desarmó.
Durante los días siguientes, fui observándola sin que ella lo percibiera. En el desayuno, cuando pasaba apresurada por la copa; en la biblioteca, mientras limpiaba en silencio; en el jardín, regando las flores con una delicadeza que parecía venir de otro mundo. Júlia tenía una forma discreta, pero cada gesto de ella cargaba algo difícil de explicar.
En el segundo día, me quedé en la biblioteca leyendo el periódico, pero la verdad es que quería ver cómo ella reaccionaría a mi presencia. No me decepcioné: mantuvo la postura, hizo el trabajo sin reclamar, pero yo podía sentir su tensión en el aire. Cuando terminó, salió casi sin respirar. Aquello me arrancó una sonrisa.
En el tercer día, recibí a un amigo antiguo en la terraza. Estábamos riendo alto, recordando historias pasadas, cuando noté de lejos que Júlia se había detenido por un instante, probablemente escuchando nuestra conversación. Ella intentó disimular, pero yo lo percibí. No sé explicar por qué, pero me gustó la idea de que, incluso involuntariamente, ella prestaba atención en mí.
En el cuarto día, pedí un café. Fue un gesto simple, pero cargado de intención. Quería ver cómo ella reaccionaría a una orden directa. Júlia trajo la bandeja con cuidado, sin derramar una gota. Cuando puse los ojos en ella, vi el esfuerzo en no encararme de vuelta. Era como si tuviera miedo de ser leída por mí. Y tal vez tuviera razón: yo ya estaba comenzando a descifrar pequeñas cosas en su mirada.
El quinto día pasó sin grandes encuentros. Estuve fuera en compromisos, y cuando volví la casa estaba silenciosa de más. Es curioso cómo un lugar puede parecer vacío incluso lleno de personas.
En el sexto día, la encontré en el jardín. Pregunté si le gustaban las flores, más para oír su voz que por la respuesta en sí. Y fue ahí que ella me sorprendió: dijo que las flores le recordaban a casa. En aquel instante, percibí que Júlia cargaba añoranzas dentro de ella, una historia que aún no conocía, pero que despertó en mí un interés sincero.
En el séptimo día, ya estaba claro que aquella muchacha sería una presencia diferente en mi rutina. Yo, que siempre mantuve la vida en orden, percibí que Júlia había movido mi equilibrio sin siquiera intentarlo.
Y tal vez fuera exactamente eso lo que me atraía tanto en ella.