Una cirujana brillante. Un jefe mafioso herido. Una mansión que es jaula y campo de batalla.
Cuando Alejandra Rivas es secuestrada para salvar la vida del temido líder de la mafia inglesa, su mundo se transforma en una peligrosa prisión de lujo, secretos letales y deseo prohibido. Entre amenazas y besos que arden más que las balas, deberá elegir entre escapar… o quedarse con el único hombre que puede destruirla o protegerla del mundo entero.
¿Y si el verdadero peligro no es él… sino lo que ella empieza a sentir?
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Capítulo 9
DAMIAN
El aire fresco huele diferente cuando has estado encerrado. Huele a vida y posibilidades.
Han pasado dos semanas desde que desperté. Dos semanas de cuidados, revisiones, medicamentos y... de ella. Mi doctora, mi sombra y mi distracción.
La mujer que me cosió de vuelta al mundo y desde entonces no ha dejado de resistirse a todo lo que soy.
—Solo diez minutos, al sol, en la silla de ruedas —me había dicho esa mañana, con ese ceño fruncido que la hacía parecer más severa de lo que en realidad era.
Al principio me negué. Me sentía ridículo y vulnerable atado a un objeto que solo debilita la imagen que el mundo tiene de mí. Pero algo en su mirada —mezcla de autoridad y terquedad— logró lo impensable: hacerme ceder.
Ahora, avanzábamos lentamente por los jardines de la propiedad. Las flores, cuidadosamente podadas, parecían bailar con el viento. Los árboles se mecían como si quisieran protegernos del sol. Y ella… caminaba detrás de mí, empujando la silla, con pasos firmes y silenciosos.
No había guardias cerca. Solo nosotros.
Y el momento perfecto.
—Esto me hace sentir como un viejo millonario retirado en la Riviera —dije, rompiendo el silencio—. Solo me falta una copa de whisky y una joven enfermera enamorada de mí.
—¿Y el ego del millonario? ¿Dónde lo dejaste?
—En la habitación, junto a mi modestia.
La escuché suspirar. Me encantaba provocarla.
—¿Estás disfrutando el sol o estás aprovechando para practicar tus líneas de comedia romántica?
—Depende. ¿Alguna funcionó?
—No.
Sonreí.
La voz de Alejandra era un campo minado: podías caminar entre sus respuestas rápidas y sarcásticas, pero si te confiabas, te explotaban en la cara.
—¿Siempre has sido así de difícil?
—¿Siempre has sido así de insoportable?
—Solo cuando estoy interesado.
Ella no respondió. Pero sentí el cambio en su respiración. Una pausa. Un pulso.
Continuó empujando la silla, más lento esta vez.
A lo lejos, se oía el canto de los pájaros. La brisa mecía su cabello, y aunque no podía verla, la imaginaba con ese rostro sereno, disfrazando el fuego detrás de los ojos.
—¿Nunca te ablandas? —pregunté—. ¿Ni un poquito?
—Claro que sí —respondió—. Con personas que no intentan desnudarme con los ojos cada cinco minutos.
Me reí un poco mas fuerte. No pude evitarlo.
Ella era un muro firme y bello. Imposible de escalar… y por eso, tan adictivo.
—¿Sabes qué es lo que más me gusta de ti, doctora?
—Nada, espero.
—Que no te interesa gustarme.
—Me alegra ser tan eficiente.
—Y sin embargo... te sonrojas cada vez que te lo digo.
—Me sonrojo porque es difícil no reírse de tus absurdos.
La maldita me estaba ganando. Otra vez.
Necesitaba cambiar de estrategia.
Fue entonces cuando me llevé una mano al abdomen y apreté los dientes.
—Ah… espera… un momento…
—¿Qué? —se detuvo enseguida.
Me incliné un poco hacia un lado, fingiendo dolor.
—Ah, mierda... creo que me rei demasiado fuerte...
—¡¿Dónde te duele?! —soltó, preocupada, rodeando la silla para ponerse frente a mí.
—Aquí... justo donde hiciste la sutura más profunda...
Sus cejas se fruncieron. Se agachó frente a mí con rapidez, sus manos ya en mi bata, buscando abrirla para revisar.
—Déjame ver. No debì haberte dejado salir...
—Me duele aqui… —dije, fingiendo la respiración entrecortada.
Ella estaba cerca. Muy cerca.
El cabello suelto caía sobre su hombro. Su rostro apenas a un palmo del mío, con la voz seria, los labios apretados y el ceño fruncido.
Y entonces, como un movimiento rapido, preciso y sin margen de error, lo hice.
La besé.
Un roce breve y sorpresivo. Sin violencia. Pero lleno de intención.
Sus labios eran suaves. Y por un instante —solo uno— se quedaron quietos.
Luego se apartó bruscamente, con los ojos abiertos de par en par, cubriéndose la boca con la mano como si hubiera tocado algo peligroso.
—¡¿Qué carajo fue eso?! —exclamó, dando un paso atrás.
—Un experimento médico. Quería comprobar si tus pupilas se dilataban más con ira o con deseo.
—¡Eres un idiota!—me gritó, todavía en shock.
—¿Solo eso?
Pasó junto a mí sin mirarme furiosa.
—Voy a enviar a alguien para que te lleve de vuelta a tu cuarto. Y no esperes que te revise esta noche. Puedes retorcerte de dolor si quieres, no pienso caer en el mismo truco dos veces.
Y se fue.
La vi alejarse con la espalda rígida y las manos hechas puños.
Apoyé la cabeza en el respaldo de la silla, cerré los ojos y reí.
—Después de todo —murmuré para mí—, recibir esos disparos me trajo algo bueno.