La Flor Del Imperio Raíces De Obediencia

Eirian

Los nobles estaban reunidos en el salón del trono, como enjambres de cuervos vestidos de seda. El ambiente estaba enrarecido, como si el aire supiera que estaba a punto de incendiarse. Y entonces, las puertas se abrieron.

Eirian entró.

Iba envuelto en una capa de terciopelo negro, adornada con hilos de oro. Bajo la tela, su silueta esbelta avanzaba sin temblores. Sus pasos resonaban con firmeza, como si la humillación no le perteneciera. Como si fuera él quien estuviera a punto de dictar sentencia.

Pero al llegar al centro del salón, se detuvo frente al trono, donde el emperador aguardaba. El silencio fue absoluto.

—Su Majestad… —se oyó primero, con el tono condescendiente de un duque anciano—. Esto es una ofenza a nuestras tradiciones. Ese chico no es de sangre noble. Ni siquiera es una mujer. ¿Cómo espera que el Imperio lo acepte como consorte?

—¡Ni siquiera puede dar herederos! —protestó otra voz femenina, cargada de furia contenida—. ¿Va a dejar que nuestra dinastía se extinga por un capricho?

El emperador no se inmutó. Se puso de pie con una calma sobrenatural y descendió un peldaño. Su presencia heló la sala.

—Eirian dará herederos —dijo con voz firme.

Se escucharon risas ahogadas. Murmullos.

—¿Cómo? ¿Por arte de magia? —dijo un lord desde el fondo, burlándose.

—Exactamente —respondió el emperador, y sus ojos brillaron con un tono escarlata.

—¿Qué…? —murmuró alguien.

—Ante ustedes —continuó—, Eirian se someterá al cambio morfológico. Lo hará aquí. Ahora. Para que todos los que dudan de su lugar como consorte, lo vean con sus propios ojos.

Eirian parpadeó. No se movió. No protestó.

Sabía que su cuerpo ya no le pertenecía.

—Majestad… —susurró uno de los ancianos de la Cámara Alta—, eso es un ritual prohibido desde la caída del linaje de sangre pura…

—Yo soy la excepción a toda regla —dijo el emperador—. Y mi voluntad es ley.

Se acercó a Eirian. Colocó una mano en su abdomen, la otra en la nuca. Sus dedos ardían como hierro candente.

Eirian contuvo el primer grito.

Pero cuando el fuego empezó a correr por sus venas, lo sintieron todos.

—¡Aaaah! —el sonido atravesó el salón como una lanza. Su cuerpo se arqueó—. ¡Ah... por favor...!

Los nobles retrocedieron, horrorizados. El cuerpo de Eirian brillaba con una luz roja que palpitaba con cada latido de dolor. Sus huesos crujieron. Sus caderas se alteraron. El interior se quebraba y se rehacía.

—¡Detente! ¡Se va a romper! —gritó una marquesa.

Pero el emperador no se detuvo.

—Lo estoy rehaciendo —susurró.

Eirian se desplomó de rodillas, jadeando. Las lágrimas le nublaban la vista, pero no eran de debilidad.

Eran de rabia.

Y luego, el emperador se giró hacia la corte y, con un solo gesto, se quitó la máscara.

El silencio fue absoluto. Como si el mundo se hubiera congelado.

El rostro oculto durante años se mostró en toda su gloria. No era humano. No del todo. Era belleza y terror fundidos en un mismo metal vivo. Ojos de fuego líquido. Cicatrices antiguas como relámpagos sobre un cielo de mármol.

—Yo no necesito su aprobación —dijo con voz grave—. Solo su obediencia.

Nadie habló. Nadie se movió.

La transformación fue rápida, pero no indolora.

La magia arrancó algo de mí. Lo sentí. Un desgarro interno, profundo, como si una raíz fuera arrancada del centro de mi ser. Me retorcí sobre las baldosas del salón imperial mientras los nobles observaban en silencio, petrificados entre el asombro y el horror. Algunos apartaron la mirada. Otros no pudieron dejar de mirar.

El emperador, en cambio, no apartó los ojos ni un segundo.

Estaba de pie junto al trono, sin máscara, como si ya no necesitara fingir humanidad.

—Ahora ya no hay excusas —dijo con esa voz serena que cortaba más que cualquier filo—. Mi flor es fértil. Capaz de darme herederos.

Un murmullo recorrió la sala como una ola.

Yo aún jadeaba, el cuerpo convertido en un campo de batalla entre lo que fui y lo que él exigía que fuera. Me ardían los huesos. Me ardía la carne. Me ardía el alma.

Pero él parecía satisfecho.

Esa noche, los sirvientes no me miraron a los ojos cuando me escoltaron a sus aposentos. Algunos bajaron la cabeza. Otros parecían no ver nada. Solo obedecer.

Yo caminaba como un autómata, los pasos pesados por la transformación que aún latía en mi cuerpo. Mi carne se sentía ajena. La magia me había cambiado por dentro, pero también me había vaciado algo esencial. Me dolía incluso respirar.

Él ya me esperaba, de pie junto a la cama, sin su máscara. Desnudo. Perfecto. Cruel.

—Mi flor —murmuró, como si esa palabra aún significara algo bello—. Ahora sí eres completamente mío.

No respondí. Apenas lo miré. Pero cuando me alcanzó, no hubo espacio para huir. Me alzó el mentón con un solo dedo, examinando mi rostro como quien contempla una joya recién forjada.

—Aún estás temblando —comentó con una sonrisa leve—. ¿Es miedo… o anticipación?

—Es dolor —susurré. Apenas se escuchó.

—Lo sé —respondió, y su voz se volvió más grave—. Es hermoso.

Me llevó hasta la cama. Las sábanas estaban frías. Yo, más.

Cuando su cuerpo se posó sobre el mío, traté de apartarme. Era un reflejo, casi instintivo. Pero él me sujetó las muñecas con una sola mano y me susurró al oído:

—No huyas. No esta vez. Hoy… te necesito.

—Yo no quiero esto —logré decir, con un hilo de voz.

—Lo sé. Por eso es perfecto.

Su cadera se deslizó contra la mía. Sentí su calor. Su hambre. Y mi propio cuerpo, traicionero, reaccionaba con espasmos de miedo. De repulsión. De fuego ardiente que no sabía si venía del hechizo o del odio acumulado.

Cuando me invadió, grité.

—¡Agh…!

Me mordí el labio, pero el grito ya había salido. Él jadeó con fuerza, como si ese dolor fuera su placer.

—Dioses… Eirian… ¿Lo sientes? Estás naciendo de nuevo…

—¡Para! —rogué, aunque sabía que no lo haría.

—No —susurró con ternura venenosa—. Esta es la noche en que creamos algo eterno.

Cada embestida arrancaba otro sonido de mi garganta. Dolía. Dolía como si me desgarraran desde dentro. Como si la magia no hubiera terminado su trabajo y ahora él completara lo que quedaba.

—Por favor…

—Shhh… —dijo, lamiendo mis lágrimas—. Tu cuerpo aún no lo entiende, pero pronto me desearás. Pronto, tú me suplicarás.

—¡Nunca!

Se detuvo un instante, mirándome con una intensidad que me heló la sangre.

—¿Sabes qué me enamora de ti? —susurró, acariciándome el rostro—. Tu fuego. Ese que intento apagar cada noche… y que siempre vuelve.

Y siguió.

Una y otra vez, hasta que no me quedaron fuerzas para gritar. Solo respiraciones entrecortadas. Solo el silencio de un cuerpo entregado, no por deseo, sino por derrota.

Cuando terminó, se quedó junto a mí, el pecho agitado, los ojos cerrados como si hubiera rezado con cada movimiento.

Yo no podía moverme.

Me dolía cada músculo. Cada fibra.

Pero más me dolía entender que, a pesar de todo, parte de mí aún lo miraba buscando… algo.

Aprobación. Afecto. Cualquier cosa.

Estaba roto. Pero era en esa grieta donde crecía la oscuridad.